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Es otra jugarreta, pero ahora es el rato de asueto y Gregor, que lo mismo en verano que en invierno trabaja en todas las obras, conserva puesto el sombrero hongo. Precisamente estamos en invierno y, para calentarnos, comemos patatas con jamón caliente. El jamón va envuelto en papel sulfurizado en cuya superficie la grasa ha dejado un rastro que reproduce con bastante exactitud la zona de Europa oriental de donde es oriundo Gregor y en la que, al tiempo que mastica, utilizando los trozos de corteza de tocino reconstruye en detalle las dos cadenas montañosas que circundan su pueblo natal, marcándolas con una bolita de miga de pan. De ese modo, a falta de fecha precisa, señala su lugar de nacimiento a un capataz a quien ha caído más o menos simpático, y eso que Gregor no hace nunca nada por inspirar tal sentimiento.
Estamos sentados sobre unos sacos de cemento, en unas cajas de madera, junto a una hoguera de tablas pringadas de yeso en medio de una obra, en una amplia arteria de Brooklyn, a la sombra de los mangos de palas y de picos hincados en un montón de arena. Una empalizada enrejada separa la obra de esa embarrada y tumultuosa avenida cuyos rumores se cuelan por encima de nuestras cabezas y donde se afana un copioso tráfago de transeúntes, jinetes a caballo, carros tirados por bueyes, carretas de mano y ómnibus hipomóviles, vehículos todos que Gregor repasa cuidadosamente aunque de modo maquinal, uno tras otro y según categorías, por el hábito que tiene de contar cuanto se presenta. Circulan asimismo por la avenida esos nuevos tranvías eléctricos que se averían de continuo cuando no vuelcan, aterrorizando a pasajeros y peatones, y de los que se queja todo el mundo.
Nunca funcionarán bien esos tranvías, comenta el capataz sentado junto a Gregor. No se adaptan a las calles. Sí, dice Gregor, tarde o temprano acabarán adaptándose. Todo depende del sistema de energía, eso es lo que no funciona, la corriente continua. Y usted qué sabe de eso, se inquieta el capataz. Es que soy ingeniero, sabe usted, contesta Gregor secamente, ésa es mi verdadera profesión. La electricidad.
Y procede a explicar, en breves frases claras, sorprendentemente inteligibles, los inconvenientes de la corriente continua, cuando un sistema alterno permitiría utilizar transformadores capaces de aumentar y disminuir la tensión. Mediante esos transformadores, podrían enviarse miles de voltios a cientos de kilómetros, tantos cuantos se quisiera, utilizando cables de alta tensión. Débil amperaje, igual a débiles pérdidas, ya ve usted.
Al principio el otro le mira con cara rara, fluctuando entre el curioso sentimiento de comprender con soltura una lengua extranjera y la sospecha de que su interlocutor está divagando, pero, conforme Gregor desarrolla su discurso, la mirada del capataz se va tornando menos inquieta.
Al término del recorrido, concluye Gregor, otros transformadores instalados donde se hallasen los destinatarios, reducirían la tensión para el utilizador final. De ese modo podría distribuirse la corriente en grandes distancias: no sería preciso vivir cerca de una central para disponer de electricidad. Por eso sería mejor la corriente alterna. Saldría mucho menos cara y funcionaría mucho mejor. Lo mismo pasaría con los tranvías. Pero estaré aburriéndole con mis historias.
En absoluto, contesta el capataz, en absoluto. ¿Por qué?, inquiere Gregor, ¿le interesa esto? No es eso, dice el capataz, es que a lo mejor conozco yo a alguien. Un amigo mío.