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Además, basta ya de Colorado. El aire sano está bien durante un tiempo pero ahora regresemos. Regresemos cuanto antes porque nos lo hemos gastado todo, y ahora hay que buscar dinero fresco para sacar adelante nuevos proyectos.
Gregor no vuelve a la gran ciudad porque le abrume el aislamiento. No echa nada de menos la compañía de los hombres pues puede vivir en compañía de las máquinas, tampoco la compañía de las mujeres pues puede quedarse igualmente solo en su cama —eso sí, poquísimas horas cada noche—, lo que necesita en realidad es la compañía de los ricos. Son las cenas en el Players Club, en el Delmonico's y otros establecimientos frecuentados por útiles poseedores de capitales. Merced a una brillante y sutil charlatanería, Gregor ha intentado siempre, a menudo con éxito, agenciarse los fondos necesarios para proseguir sus trabajos. Si bien se ve obligado a regresar con tal objetivo, también es cierto que, en lo tocante a comodidad, volver al Waldorf Astoria —donde sigue disfrutando de crédito— supondrá para él un feliz cambio tras los ocho meses en el Hotel Alta Vista.
Durante cerca del año que ha pasado en la montaña —y que por cierto es el último del siglo XIX— Gregor ha podido jugar a su antojo con los rayos, descubrir las ondas estacionarias, utilizar el globo terrestre como instrumento de laboratorio y recibir noticias de los extraterrestres. No es mal balance, pero, en fin, pasemos a otra cosa. Esa otra cosa es la construcción de una gigantesca torre que deberá servir, en este caso, de estación de información universal. Esto debería gustar, piensa Gregor. Y sobre todo permitir que entren capitales.
Sin embargo, en Nueva York se le espera plantando cara. Las sociedades culturales todavía no han asimilado el número de los marcianos, y Gregor ha quedado desprestigiado a ojos de la comunidad científica, que los alza al cielo, con aversión, sólo con oír mencionar su nombre. Por su parte, los periódicos, encantados de poder explotar de nuevo esa caricatura ideal de persona extravagante, no han cesado tampoco de mofarse de él, creándole una fama grotesca, a tal punto que los viandantes sonríen a su paso, los ascensoristas del Waldorf se vuelven muertos de risa cuando toma el ascensor y hasta los hijos de esos periodistas, de esos sabios, de esos viandantes y de esos ascensoristas lo siguen por la calle gritándole cosas. Pero eso a Gregor le importa un pimiento, su primer pensamiento es ahora esa nueva torre y el segundo el dinero que necesita para ese llevar a cabo el proyecto. Él sabe que los financieros a quienes va a dirigirse sí lo toman siempre en serio.
Éstos, en efecto, no pueden olvidar que, pese a su ya risible reputación y los esfuerzos de sus colegas por desacreditarlo, gracias a Gregor y su descubrimiento de la corriente alterna, Westinghouse disfruta del monopolio americano de la electricidad, pues dicha operación constituye una auténtica mina sin fondo. Cabe pues imaginar que una idea de similar calibre, proveniente del mismo individuo, puede perfectamente proporcionarles una fortuna igualmente apetitosa. Ya se sabe, sí, que es excéntrico y propenso a descontrolarse, pero la apuesta merece la pena, lo único es estar sobre aviso, vigilarlo y centrarlo correctamente dejándolo meditar. Indiferentes a su mala fama y con la vista puesta exclusivamente en los posibles beneficios, unos y otros prestan la misma atención cuando Gregor les presenta su nuevo proyecto, en un terreno que no puede sino interesarles.
Se trata en este caso de un sistema mundial de información, viable a través de varios canales en todas las longitudes de onda de radiodifusión: programas radiofónicos, redes de comunicación privadas, difusión de las cotizaciones de la Bolsa e interconexiones telefónicas entre otras cosas. Y esa idea a primera vista altamente rentable de un monopolio de las transmisiones sin cable, a condición de que pueda materializarse, parece seducir de inmediato a los banqueros. Quieren saber más, lo invitan a cenar, lo presentan a apoderados. En vista de lo cual, y consciente del interés que suscita entre los hombres con dinero, Gregor decide no plantarse ahí y tocar más altas esferas intentando conectar con el más poderoso de todos ellos, ni más ni menos que John Pierpont Morgan.
No es fácil entrar en contacto con John Pierpont Morgan, su importancia le permite protegerse del mundo e incluso le incita a ello. Y miren cómo son las cosas que una de las contadas personas que pueden tratar a John Pierpont Morgan al margen de las esferas bancarias resulta ser también uno de los pocos íntimos de Gregor: Norman Axelrod. Gregor ha reanudado el contacto con Norman a su regreso a Nueva York, pero prefiere quedar con él en lugares públicos a verlo en su casa, pues teme volver a ver a Ethel, con quien mantiene un sentimiento mayormente turbio al ser recíproco.
Llega un día en que no puede ya aplazar el ir comer a casa del matrimonio. Ambos observan una comedida reserva, aunque salpicada a ratos de miradas. La conversación discurre mal que bien hasta el café, tomado el cual Norman se levanta para ir, según dice, a buscar puros al salón. Tras salir él se estira un largo silencio. Y, pregunta por fin Ethel, ha pasado usted mucho tiempo en Colorado. Pues un año, contesta Gregor. Bueno, más o menos un año. No me ha escrito una sola vez, observa ella. Discúlpeme, pero he estado ocupadísimo, balbuce Gregor sin intentar disimular su mala fe. Ahora, eso sí, no he dado señal de vida a nadie. Además, alega, ya sabe usted que soy un tipo desagradable. Yo también, dice Ethel sonriendo, yo también soy desagradable.
Semejante réplica sugiere tantas perspectivas que Gregor la observa con los ojos abiertos como platos. Las mujeres no hablan así en 1900. Nuevo silencio durante el cual, tras mirarla demasiado rato, Gregor parece mostrar un prodigioso interés por el fondo de su taza de café. No obstante, Ethel sigue sonriendo cuando Norman reaparece en el comedor, con la caja de puros en una mano y una carta de recomendación para John Pierpont Morgan en la otra.