«¿AQUÍ VENDEN LUPAS?»
Sin caer en un determinismo que sólo beneficia a las agencias de viajes, considero que el mexicano prefiere ser turista que emigrante. Aunque nos quejemos de lacras que vienen desde que Tezcatlipoca paseaba por los desiertos con su espejo humeante, rara vez pensamos en irnos para siempre. José María Pérez Gay atrapó este dilema del exilio voluntario en el título de una novela: La difícil costumbre de estar lejos.
Después de vivir tres años en Barcelona, amigos que no dejarían México ni para casarse con Nicole Kidman, me ven como si no hubiera pasado el antidoping. ¿Qué clase de toxina me hizo regresar? La pregunta se produce en las comidas a la hora del flan, ya agotados los temas obvios y antes de que surjan los vibrantes chismes de sobremesa.
La gastrosofía no ha estudiado lo suficiente esa zona blanda del trato social, la pausa en la que alguien debe justificar por qué está en la mesa. De poco sirve decir que la vida en México permite los placeres complementarios de quejarse del país y tener ganas de ir al extranjero. En Barcelona pierdes la ilusión de irte a Barcelona. El argumento suele ser enfrentado por unas cejas que significan: «Fracasaste, ¿verdad?» Si la medida del éxito es el tiempo de emigración, hay que reconocer que toda vuelta equivale a una derrota.
En las reuniones de evaluación de la vida nacional, llega el momento de piedad —última cucharada del flan— en que los amigos se critican para que veas lo absurdo que significa volver a estar con ellos. Esto te divierte «a la mexicana» (el despropósito resulta chistoso, la ofensa amable, la irresponsabilidad original, el doble sentido venturosamente indescifrable). Vuelves a tu casa y descubres que también el insomnio tiene su hora del flan: «¿Para qué volví?»
Por ventura, el destino se expresa en forma narrativa y produce historias que cifran las virtudes del regreso. Pasé mis primeros días en el DF en casa de mi madre. Cada tanto tiempo, alguien llamaba a la puerta y preguntaba: «¿Aquí venden lupas?» Me sorprendió lo repetido de la confusión hasta que mi madre dijo: «Ya se te olvidó que México es raro.» Durante tres años ejemplares, ella guardó nuestros muebles en su sala, de modo que la conversación transcurría en un escenario que semejaba un bazar otomano. Sí, México se veía raro.
Un par de días después llevé a mi hija a alimentar a las ardillas de los Viveros de Coyoacán y logré una torpeza que sólo puedo calificar de «muy intelectual»: me metí un trozo de cáscara de cacahuate en el ojo.
Mi madre me encontró intentando un lavado salvaje. «No te preocupes», la estupenda frase que repite desde hace casi medio siglo fue seguida de otra sorprendente: «Una oftalmóloga amiga mía está en la salchichonería de al lado.» Mi madre le pidió a Eufemia que sustituyera a la doctora en la fila para el jamón de pavo y de paso comprara salchichón primavera. Eufemia ha logrado que tres décadas de nuestra familia orbiten en torno a su lealtad y las recetas que trajo de Oaxaca.
A pesar de que mi madre aportó su linterna de explorador, faltaba instrumental para una revisión en regla. La oftalmóloga no veía bien. Fue el momento de la epifanía: «Tengo una lupa», dijo mi madre. Se dirigió a uno de los bultos de la sala, descorrió una alfombra y pudimos ver el brillo incierto de cientos de lentes. «También tengo telescopios», agregó. Fui revisado con un pequeño telescopio coreano. La amiga de mi madre intervino con la pericia de los grandes médicos: sólo me tocó una vez, cuando la presa estuvo a su alcance, y se negó a cobrar. El alivio sólo fue superado por el asombro de que una partícula tan pequeña provocara tantas cosas. A los pocos minutos otra vecina, dueña extraoficial de El Negro, perro semicallejero que alimenta mi madre, llamaba a la puerta para ver cómo seguía mi ojo.
El trozo de cáscara obligó a mi madre a hablar de sus lupas. Sí, tenía un pequeño negocio. ¿Por qué lo mantenía en secreto? Hay temas de los que se habla en familia y temas de los que sólo se habla cambiando de familia. Según supe ese día, uno de ellos es el comercio de lupas. No insistí. Después de todo, mis cajas y mis muebles otorgaban normalidad en la sala al bulto de las lupas y los telescopios. Le pregunté a mi madre si podía contar la anécdota. Le pareció la forma perfecta del secreto: «¡Si nadie te cree!»
Nada me pareció más lógico ni más satisfactorio que estar ahí. ¿En qué otro sitio me hubieran auxiliado de ese modo? Minutos después llamaron a la puerta. Dos mujeres de rebozo querían lupas. Recordé que las veces anteriores que abrí la puerta y me preguntaron por lupas, también había visto a gente difícil de asociar con ese instrumental. No parecían joyeros, ni filatelistas, ni detectives de gabardina. Se trataba de señoras que pedían telescopios como podían pedir cilantro. ¿Una nueva costumbre popular llevaba a indagar el mundo en proximidad extrema? «¿Qué hacen con las lupas?», le pregunté a mi madre. «Supongo que ven cosas», me dijo: «Los ojos se usan para eso, ¿sabías?» Sentí un dolorcito en el sitio donde estuvo la cáscara de cacahuate: no estaba autorizado a contradecirla.
Por la tarde vi a mi madre hacer cuentas con Eufemia. Se acercaban mucho al papel para ver las cifras. Les pregunté por qué no usaban una lupa. «Nosotras vendemos lupas», dijo mi madre en tono de obviedad. Me quedé ahí como ante un lente de aumento que hacía que la normalidad fuera maravillosamente indescifrable.
Había regresado.