TEORÍA DEL TROFEO

En alguna ocasión, Javier Marías propuso en una reunión intercambiar los vejámenes que habíamos sufrido como escritores. No es extraño que un «visitante distinguido» se someta al ácido de la humillación. Un malentendido preside numerosos actos culturales: el protagonista quiere que le aplaudan y los organizadores quieren que se vaya pronto.

Aunque el ego de los artistas se alimenta más de lo necesario, ciertas situaciones son una terapia de shock contra el narcisismo. El autor de Corazón tan blanco fue invitado a un acto donde lo presentaron con la siguiente excusa: «La verdad es que queríamos traer a Juan Goytisolo, pero no se pudo.» La frase se convirtió en su vejamen favorito.

Hace años, Enrique Vila-Matas y yo comparecimos ante un vacío auditorio de Alicante. La presentadora habló al borde de un ataque de nervios: «Me avergüenzo de estar aquí.» Más que de nosotros, se ruborizaba de la falta de audiencia. «El público de esta ciudad es imbécil», agregó, insultando sin querer a los escasos y heroicos asistentes. En tono de agravio continuó: «Es el peor fracaso de mi vida.» Obviamente, su indignación nos deprimió bastante.

Meses después, Vila-Matas y yo fuimos invitados a Mallorca. El portero del auditorio nos informó: «No hubo dinero para presentador.» Aunque las cuartillas de biografía y bienvenida suelen salir sobrando, nos sentimos intrusos y cedimos a la preocupación de las personas menores: «¿Quién nos llevará a cenar?», preguntamos como músicos de pueblo que cantan a cambio de unas copas. Nadie nos llevó a cenar ni se responsabilizó de nuestra presencia. «Se avergüenzan de vosotros», comentó uno de esos amigos que ofrecen las explicaciones que faltan.

En otra ocasión, en Alemania, un grupo de autores mexicanos fuimos llevados a un hotel de innegable decrepitud. «Ya no es un prostíbulo», advirtió el organizador para tranquilizarnos. Toda vanagloria se desvanecía ante el papel tapiz de esas paredes.

El primer premio literario al que asistí tuvo como protagonista a uno de mis mejores amigos. Digamos que se llama Federico y que le dieron el Camarón de Oro de San Alebrije. Todo fue felicidad y ánimo de carnaval, reinas de la belleza y la simpatía, discursos que comparaban a Fede con genios novohispanos, navegantes famosos y hombres imprecisos pero de «verticalidad ideológica» y «recia honestidad». Aquella retórica lo facultaba para presidir el IFE, comandar una flota o iniciar una sublevación. En algún momento se mencionó su esforzada novela ganadora y se pasó a otro tema. Al día siguiente, mi amigo dio una conferencia sobre narrativa contemporánea. Al terminar, un autor local se puso de pie para preguntarle: «¿No le da vergüenza que un chilango le robe el premio a los grandes escritores de aquí?» A continuación, enumeró talentos sistemáticamente ninguneados por los acomplejados organizadores, que sólo premiaban a gente de fuera. Hasta ahí todo parecía una reivindicación localista. Por desgracia, el inconforme había leído a Federico y procedió a destruir su obra.

Una oculta ley de las compensaciones hace que la ilusión de gloria vaya acompañada de reprimendas. Si un orador cautiva a un auditorio en una universidad privada, la primera pregunta del periodista enjundioso será: «¿Desprecia la educación pública?»

En Morelos conocí a un hombre de barba hirsuta y pelo erizado que alzó la mano cuando ya no había más preguntas para decir como un profeta del apocalipsis entre las jacarandas: «Usted no es nadie. Anduve preguntando por ahí y no lo conocen. Aquí todos fingen que saben quién es. Pero no es así: usted ni existe.»

Luego supe que el nihilista de salón recibía propinas para decir su mensaje. Algunos atribuían el soborno a los reventadores locales, eternos enemigos de los que sí organizan cosas. Sin embargo, creo que el patrocinio venía de alguien más inteligente. Si en la pintura antigua se introducía un memento mori —una calavera, una guadaña, una clepsidra— para recordar que todo triunfo es pasajero ante la muerte, el inconforme de último minuto recordaba a los conferenciantes en trance de vanidad que nadie debe ufanarse de existir.

Estas anécdotas sirven para reflexionar sobre esos curiosos objetos de la vida contemporánea: los trofeos. ¿Sería posible que fueran más feos? Aparte de la discreta copa dorada o el estilizado Óscar, un galardón es casi siempre un monolito con picos que no se le hubiera ocurrido a un artista en estado de reposo. El escultor debe concebir algo pesado, que quepa en una repisa y sea suficientemente incómodo para hacerse notar. La mayoría de los premios son abstractos de modo contundente: el mérito tiene forma de quecosaedro.

Si el premiado se descuida y suelta su presea, se fractura el empeine. Más tarde, en la soledad de su hotel, enfrenta el desafío de empacar el bloque adverso. El valor oculto de ese regalo consiste en infundir modestia. ¡Tanto luchar para machucarte la uña con el premio!

Atado al cuello, cualquier trofeo ahoga a una persona. Visto en la superficie, demuestra que no hay nada tan vulgar como el éxito.

Aerolitos de la nada, los trofeos tienen una lección moral que compartir: recuerdan que la inmortalidad es el nombre pretencioso del olvido.

¿Hay vida en la Tierra?
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