LA MEXICANA ALEGRÍA

Sólo una cosa cuesta más trabajo que ser feliz: demostrarlo. Cuando vemos las nubes como una delicia elemental, alguien nos dice: «¿Te pasa algo?»

Ciertas culturas admiten la depresión de los suyos sin que esto entrañe un desprestigio social. En Suecia, un distinguido gerente de banco combate el invierno con una botella de vodka, luego con un sauna y luego con un tiro. Su muerte es trágica pero no mancha su biografía. Los cuadros de Munch, los dramas de Strindberg, las novelas de Hansum y las películas de Bergman han demostrado la compleja dignidad de las almas nórdicas. En México, donde las respuestas cortas indican que alguien se puso chípil, las costumbres son distintas. Un banquero suicida adquiere la reputación fascinante y sospechosa de un poeta romántico.

No hay duda de que la tristeza es un ingrediente central de nuestro arte, pero pocos desean que les miren las ojeras o las pastillas de Prozac. Los festejos populares nos han inculcado una idea bastante excesiva del bienestar; nuestras inacabables fiestas refutan la yerma realidad: si no tienes dinero, mata al último borrego; si ahorraste para el jagüey, el tinaco o la alberca, truénate todo en fuegos artificiales.

Nuestra dicha es atributo de la intensidad; ninguna angustia puede con la barbacoa o el ruido. No en balde, las congregaciones que aspiran al éxito se llaman reventones. Nuestra paciencia ante las cosas aburridas se agotó cuando le pusimos alegría al más insulso de nuestros dulces: los entusiastas echan balazos de felicidad. Emblema de las virtudes del irresponsable, Juan Charrasqueado no tuvo tiempo de montar en su caballo. Murió con el sello de su estirpe: parrandero, mujeriego y jugador.

En su Fenomenología del relajo, Jorge Portilla observa que la algarabía mexicana siempre es gregaria. Nadie echa relajo ante el espejo ni lanza porras en secreto. El furor patrio pide cómplices, contagio, amigos de a montón.

Se dirá que estas consideraciones derivan del folklor y que por esos rumbos también podemos encontrar al mexicano amable y rencoroso, capaz de hundir puñales con infinita cortesía: «¿No me lo guarda un ratito?»

Toda vinculación entre un estado mental y un país es arbitraria. Esta reflexión no pretende sino despejar una interrogante de poca monta pero difícil: ¿en qué momento estamos garantizadamente felices? El placer íntimo se agota en sí mismo; sólo requiere de testigos cuando se pone al servicio de la vanidad o el ultraje social («¿te acuerdas de la rubia que tanto te gustaba…?»).

Debemos reconocer, sin necesidad de vestirnos de traje regional, que nuestro desafío de estar contentos sucede en un país tan específico como el ajonjolí que le ha dado esplendor. Entre las botanas destinadas a alegrarnos, hay algunas más bien dudosas: las trompadas de piloncillo y las calaveras de azúcar demuestran que al mexicano sonriente le falta por lo menos un colmillo; el pulque tiene la textura de las sustancias que ya fueron ingeridas por otra criatura y sólo embriaga a los seis litros; los mejores chiles hacen que nos sude la coronilla. Después de una verbena de prestigio tricolor, el mexicano es un piloto de espuelas imaginarias que conduce un brioso alazán en la huizachera (que para su desgracia es un Tsuru en Insurgentes).

La euforia nacional tiene la peculiaridad de llegar a deshoras y cantando. El mariachi es un invento excelente para provocar euforia en latitudes donde no florece la conversación. Con una trompeta en la oreja, poco importa que tus amigos estén ahí como un círculo de piedras. La única obligación social del hombre que oye al mariachi es gritar «¡ajajay!» cada vez que alguien muere o sufre despecho en la canción. Eso sí, mientras se pague a los músicos, no hay modo de retirarse; la reunión sólo es un triunfo coral si el público deja sin repertorio al mariachi.

No caeré en el abuso de decir que el mexicano está obligado a ser feliz hasta el vómito, pero no hay duda de que se le exige notoriedad. Los que llevan su dicha en calma suelen ser vistos como pobres aguados o como pinches conspiradores («¿te fijaste cómo me veía?»). Si sólo te quedas cuatro horas en la fiesta, el anfitrión pregunta con amabilidad de arsénico: «¿¡Pero qué mala cara has visto!?» Si sólo comes dos veces del mole que te sirvieron a las once y media de la noche, tu mejor amigo, quien conoce tus problemas gástricos pero quiere congraciarse con su esposa, te sirve la tercera ración junto con una pregunta que no debes responder: «¿Otro poquito?»

La mexicana alegría es como las tostadas: sus ingredientes son resbalosos e imprecisos, y resulta imposible tragarlas enteras.

¿Hay vida en la Tierra?
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