MAGIA IMPURA

De acuerdo con Walter Benjamin, lo que distingue a los adultos de los niños es su incapacidad para la magia. Madurar significa prescindir de hechizos, explicaciones fabulosas, el hada que concede los deseos.

Pensé en esto cuando mi amigo Mario me habló del día en que terminó su infancia. No todos son capaces de definir esa fecha esencial.

Mario detestaba las fiestas en las que sobraban niños desconocidos y comía sándwiches de triangulito untados de paté. Pero a veces el festejo incluía a un ilusionista fabuloso que sacaba monedas de atrás de las orejas y convertía una flor de papel en una paloma que volaba rumbo al candelabro más cercano.

En la juguetería Ara, que la memoria de Mario preserva como un almacén infinito, descubrió una caja con instrumental para un pequeño mago. La suerte estaba de su parte: esa semana se le habían caído dos dientes de leche y aún no se los había ofrecido al Ratón Pérez. Al volver a casa escribió una larga petición y la colocó junto a un trozo de queso Nochebuena, muy preciado por los ratones.

La magia no siempre ocurre de inmediato: pasaron tres días antes de que Mario recibiera su regalo. El retraso no lo llevó a pensar en la inexistencia del Ratón. Dudar de él sólo hubiera servido para acabar con el hechizo. ¿Y quién desea razones cuando puede tener fe?

Tampoco el instrumental mágico minó sus creencias. Le pareció lógico aprender trucos porque él no era un mago de verdad. Así como un disfraz de Superman no servía para volar (un vecino se había fracturado al intentarlo), una varita de juguete tampoco servía para voltear de cabeza a un Cocker Spaniel.

En cambio, los hombres de gran chistera que llegaban a las fiestas pertenecían a otro mundo, el de los poderes paranormales. ¿Y qué decir de los magos de los circos, capaces de rebanar y reconstruir a su hermosa asistente?

J. M. Barrie, autor de Peter Pan, considera que todo lo importante ocurre antes de los doce años. Mario se aproximaba a esa edad limítrofe cuando fue testigo de tres revelaciones. La primera de ellas se llamaba Mariana. Mi amigo cayó en un estado de rubor y nerviosismo y desorbitada ilusión que no sabía cómo nombrar. Ese año los Beatles cantaban All You Need is Love. Él no podía asociar su torbellino con una palabra tan corta y vaga como «amor», pero eso era lo que experimentaba. Si Mariana se pasaba la mano por la frente, él descubría que hay una forma perfecta de pasarse la mano por la frente. En su pequeño universo, todavía infantil, se sintió predestinado hacia esa chica porque sus dulces preferidos, las lunetas m&m, unían sus iniciales.

La segunda revelación fue de corte negativo. Mario asistió a una fiesta en casa de sus primos, a la que también fue Mariana (él llevaba una bolsa de m&m para contagiarle su dulce superstición). Su esperanza era tan grande que sufrió un desmayo. Lo llevaron al cuarto de su primo, donde despertó al cabo de un rato. Se quedó en cama hasta que oyó ruidos en un cuarto contiguo. Los movimientos eran difíciles de describir pero parecían preparar algo. Mario se asomó a ver de qué se trataba. El mago contratado para la fiesta abría un baúl vertical. En un pequeño compartimiento colocó un yoyó. Luego guardó otro idéntico en el bolsillo de su saco.

Esa tarde mi amigo salió del mareo para descubrir que también los magos de verdad hacían trampas, más complicadas que las que él podía lograr con su equipo de plástico, pero trampas al fin y al cabo.

A la mitad de su rutina, el mago sacó el yoyó. Lo adormeció, haciéndolo girar sobre su eje; después ejecutó el «perrito», el «columpio» y las «cataratas del Niágara». Esta última suerte implicaba lanzar lejos el yoyó y tirar de la cuerda para volverlo a lanzar sin tocarlo con la mano. En uno de esos giros desapareció. El mago alzó las manos, creando suspenso. Luego se las llevó a la frente para adivinar dónde había ido a parar.

«Está en el baúl», Mario le susurró a Mariana. Como si estuviese en trance, el mago dijo: «El yoyó ha regresado al lugar donde duerme.» Abrió el baúl y ahí lo encontró.

Mario había hablado por rabia, decepcionado de que un ilusionista hiciera trampa. No quiso lucirse ante Mariana; sin embargo, ella lo vio con ojos muy brillantes. «¿Cómo supiste?», le preguntó. Mario sintió en su bolsillo el suave cosquilleo de las lunetas. «Soy mago», dijo.

Ese día terminó su infancia: descubrió el hechizo del amor, la imposibilidad de la magia y la seductora fuerza de la mentira, es decir, la contradictoria sustancia de la vida adulta.

El recuerdo de Mario era un cuento filosófico. Le mencioné la idea de Benjamin y contestó: «Lo que no existe en la vida adulta es la magia pura.» Eso quiere decir que Mariana le hizo caso y luego lo dejó.

Aunque Mario pasó de la ilusión infantil al escepticismo adulto, en los momentos críticos compra un talismán de otros tiempos: las lunetas de la buena suerte.

«La madurez consiste en saber que la magia tiene trucos», me dijo, «la sabiduría consiste en saber que los trucos tienen magia.»

¿Hay vida en la Tierra?
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