LA ZONA DONANTE

Después de recurrir a diversos artificios del éxtasis, el Dr. Timothy Leary, pionero del uso del ácido lisérgico, comentó que ninguna droga es tan intensa como el paso del tiempo.

Hablamos del tema en una comida y de ahí pasamos a discutir la curiosa forma en que el deseo se ajusta a las edades. Como a Chacho le encanta ser iconoclasta, afirmó: «Las de dieciocho años están sobrevaloradas.» Luego ofreció ejemplos de la cambiante atracción que le han provocado las mujeres: «Descubrí que me gustaban las de treinta cuando encontré a una niña preciosa en un pasillo del supermercado y la seguí para ver cómo era su madre. Descubrí que me gustaban las de cuarenta cuando tuve un sueño erótico en el que una diosa usaba traje sastre. Y descubrí que me gustan las de cincuenta cuando fui a una boda y la juez me pareció más guapa que la novia.»

Esta disertación sobre las edades amorosas de Chacho fue seguida por una declaración más vaga. Una amiga confesó que la calvicie le empezaba a parecer atractiva. El comentario fue peculiar porque los hombres de la mesa éramos semicalvos. Esa categoría mediocre no puede interesar ni a quienes son afectas al pelo ni a quienes han descubierto la rotunda expresividad de un cráneo pulido.

El tema del paso del tiempo continuó a los pocos días en uno de los lugares más propicios para refutar la eternidad: una cancha de futbol rápido. Aunque en el mismo club había una cancha llamada Maracaná y otra Santiago Bernabéu, nos tocó la Sacachispas, nombrada así por una leyenda argentina que seguramente es conmovedora pero sugiere un estadio para payasos.

Estábamos en un sitio para que ocurrieran cosas raras. Y así fue. Ocasioné una tragedia que terminó de maravilla.

Todo empezó con el ánimo depredador implícito en el deporte y que llamó la atención de Ortega y Gasset. En vez de jugar en un humillante equipo de veteranos, los miembros de la generación sub-60 tratamos de demostrar que aún podemos medirnos con atletas. Esto provoca escenas de insoportable irritación; por ejemplo, la de atestiguar que el defensor que segundos antes estaba a una hectárea de distancia, te alcanza en un segundo, te quita el balón y te deja sin resuello, con ganas de pedir un taxi para volver a la media cancha.

Harto de ser burlado, intercepté a un contrario que acababa de entrar al campo. Lo hice del único modo que me pareció deportivo: con una patada. Avergonzado del salvajismo que por un momento me dio mucho orgullo, me acerqué a socorrerlo. El joven me miró, y casi sin aliento dijo: «Maestro.» ¡Había sido mi alumno en la universidad! Este sesgo académico me hizo sentirme más ruin y más viejo. Decidí retirarme. Pero no antes de concluir esa batalla en Sacachispas.

Cuando ya pensaba que mi próxima cancha se llamaría Mictlán, zona de repechaje de los muertos, hice un último esfuerzo y chuté algo demasiado resistente para ser el balón. Era la nuca de Joaquín Ceballos. Cayó al suelo como fulminado por un rayo. Había noqueado a un miembro de mi propio equipo.

Joaquín ya era calvo cuando estábamos en la preparatoria y nos gustaba verlo en la cancha porque sentíamos que con nosotros jugaba un polaco o un checo. Cuando Ronaldo y Roberto Carlos impusieron la moda del cráneo rapado, Joaquín se negó a modernizarse y conservó sus mechas en las sienes y la nuca.

Varias décadas después estábamos en la cancha Sacachispas. Lo vimos hasta que abrió los ojos. Entonces Chacho recurrió al extraño método con que los paramédicos confirman que alguien ha vuelto en sí: le preguntó el nombre del presidente. Joaquín lo dijo y luego me vio con odio profundo. Le pedí disculpas en todos los tonos posibles, le conté del alumno al que había pateado, para que viera que no sólo la traía con él, y prometí retirarme del futbol. Él me escuchó con cara de búlgaro trágico.

Al día siguiente sonó el teléfono. Joaquín Ceballos quería gritarme esta extraña queja:

—¡Pateaste mi zona donante!

Su explicación tomó varios minutos y muchos insultos. Me dijo que estaba por hacerse un trasplante de pelo. Odiaba la alopecia de la que todos nos habíamos burlado. Hasta ese momento, yo pensaba que los calvos prematuros tenían más tiempo de acostumbrarse a su cabeza de huevo y se resignaban con más entereza que los calvos puntuales, para quienes ser calvo significa ser viejo. Pero el mundo depara toda clase de sorpresas. Joaquín Ceballos me confesó que desde los diecisiete años odiaba a los que teníamos pelo. De nada me sirvió argumentar que ya soy semicalvo. En un tiempo mítico, es decir, en una fiesta inolvidable, tuve pelo cuando él no lo tenía, y eso no se perdona.

Hace unas semanas Joaquín vio un anuncio de milagros capilares y decidió hacerse un trasplante.

La intervención estaba programada para el día después del partido en Sacachispas. Al ver el hematoma que provoqué en su nuca, el médico se negó a operarlo. Mi puntapié dañó la zona que iba a aportar pelos al resto de la cabeza.

Me sentí como si hubiera destruido un Picasso.

La operación se suspendería por mi culpa. Luego el doctor tenía programado un viaje a Hawái, de modo que Joaquín seguiría siendo calvo al menos hasta la primavera.

Le hablé a Chacho para quejarme del paso del tiempo. Mi cuerpo ya no estaba en condiciones de practicar ningún deporte y Joaquín, a quien siempre tomamos como un calvo normal, se había convertido en un calvo sufriente.

El optimismo de Chacho no tiene límites. Mi visión apocalíptica le dio una estupenda idea. Recordó lo que nuestra amiga había dicho sobre los calvos y se la presentó a Joaquín. Así se inició un romance de fábula, para el que ambos estaban predestinados.

Obviamente Joaquín Ceballos suspendió su trasplante de pelo. Todo acabó bien. ¡Pero qué trabajo cuesta ser reconocido! Sigo esperando que Joaquín me agradezca por haber pateado su zona donante.

¿Hay vida en la Tierra?
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