LAS DOS VERSIONES DE OÉ
Kenzaburo Oé estuvo en la Casa de Asia de Barcelona para presentar Salto mortal, novela donde explora las condiciones en que prospera el terrorismo religioso. Partidario de una fe ajena al fanatismo y a la noción canónica de Iglesia, en la última línea del libro define su idea de altar: «Un lugar donde las almas tienen campo abierto.»
Esto ocurría en 2004, poco después de los atentados de Al Qaeda en Madrid. El interés literario se mezclaba con la necesidad de oír a un gurú dotado de una llave espiritual en medio del desconcierto. El novelista habló de su trayectoria y dijo las cosas comunes que puede decir un escritor en nombre de la paz. La revelación ocurrió en forma tangencial a su ponencia. Oé contó de manera distinta una misma historia. La primera en inglés, como anécdota curiosa; la segunda, como perfecta fábula en japonés.
Desde el principio de la conferencia se proponía decir algo especial, pero quizá no había encontrado el modo de contárselo a sí mismo. Comentó que se había encontrado con Pasqual Maragall en la Generalitat. Elogió al president con elaborada cortesía, sacó la tarjeta de visita que le había dado, leyó dos o tres veces su nombre, dividiendo las sílabas como si golpeara una pelota de ping-pong: «Pas-cal-Ma-ra-ga-lliu.»
Luego dijo que le daba gusto estar en la Sala Tagore, el autor favorito de su madre. Cuando recibió el Premio Nobel, un equipo de televisión viajó a la remota aldea donde ella vivía para conocer sus impresiones. La señora Oé dijo con orgullo que el Premio Nobel había sabido distinguir el genio de Tagore. Sorprendido, el entrevistador comentó que también lo habían obtenido dos japoneses, uno de ellos hijo suyo. Ella respondió: «Kawabata no me interesa; en cuanto a Oé, es una basura.» El conferencista sonrió, resignado a la felicidad vicaria de hablar en la Sala Tagore, consagrada al autor que su madre sí apreciaba. Avanzada la charla, la femenina figura tutelar volvió a hacerse presente. Oé tuvo un hijo discapacitado y su madre se ofreció a cuidarlo, rompiendo un distanciamiento de varios años. Excéntrica, autoritaria, afectuosa a pesar de sí misma, la madre se dibujaba como un personaje definitivo para un narrador proclive a la autobiografía.
Después de la conferencia hubo una reunión de unas veinte personas en la que se habló en desorden de mil temas. Estábamos por despedirnos cuando Oé sintió necesidad de dirigirse al grupo entero, esta vez en japonés. La presencia de una traductora le permitió desarrollar con mayor soltura la historia esbozada horas atrás. Parecía haber pensado en ella mientras hablaba de otras cosas. «Es la primera vez que cuento esto», dijo, con una intencionalidad que acaso significara que también él la oía por primera vez.
El relato comenzó por la misma punta: estaba conmovido por su visita a Maragall. Luego precisó las razones de su simpatía. Maragall le mostró un discurso en el que citaba un texto de Oé sobre la desaparición de cuarenta familias en Hiroshima. No quedó huella de esa gente. Hacer literatura significaba imaginar un destino para lo que desaparece. «La mención de Hiroshima y el nombre de Tagore me recordaron algo», el novelista abrió una pausa.
El destino se deja influir por autores inesperados; el episodio autobiográfico de Oé parecía más próximo a la imaginación de Tanizaki que a la suya. Cuando era niño, su madre mantuvo una relación con una mujer más joven. «En el Japón de la época podía pensarse que se trataba de una relación ilícita», sonrió el novelista. Después de un tiempo, la joven decidió casarse y se mudó a Hiroshima. Como regalo de despedida, la madre de Oé le dio un pino italiano. El niño no olvidó ese árbol insólito, de madera rojiza. Cuando la bomba cayó en Hiroshima, la madre tomó un bote para buscar a su amiga, río arriba. En el sitio donde ella había vivido, encontró un erial sin rastros.
Oé fue a recibir a su madre a su regreso, en el puerto de la montaña. La vio llegar bañada en lágrimas y le preguntó con sorna: «¿Encontraste el pino italiano?» Ella lo vio con un odio superior a las palabras. «Por eso, cuando gané el Nobel y le preguntaron qué opinaba de mí, dijo que yo era…», Oé pronunció una palabra japonesa. La traductora se negó a decirla. Él tomó mendrugos de la mesa para indicar a qué se refería: «Basuritas.» La traductora guardó silencio. Kenzaburo Oé podía insultarse; ella no podía traducir que eso se refería a él.
Oé ha dedicado una porción significativa de su obra a narrar las vidas rotas por la masacre de Hiroshima. El amor proscrito de su madre encontró un significativo espacio en su literatura, no a través de la persona que ella amó y que ahí desapareció, sino como un territorio devastado, un agujero del mal. ¿Hasta qué punto el novelista había desplazado el dolor de su madre a un interés general? ¿Era una forma de reparar la tensión y el sufrimiento que él le había provocado? ¿Se trataba, por el contrario, de una superación del tema, una manera de mostrar que había calvarios superiores a las veleidades de una mujer autoritaria?
Esa noche, la tierra baldía de los que murieron sin historia y los destinos secretos de los sobrevivientes eran convocados por dos palabras: «Hiroshima», «Tagore».
Bajo la diáfana superficie del relato, circulaban tensas líneas de fuerza: el origen, el exterminio, la preservación de las cosas. Oé buscó ese tema de muerte y redención en dos versiones a lo largo de la noche.
«Basura», repitió con una sonrisa feliz. La palabra había cambiado de signo. La traductora hizo bien en no decirla, no sólo por pudor, sino porque ahí cristalizaba una verdad alterna, contradictoria, ajena al traslado literal. Hubo un silencio. Segundos después todo mundo se pondría de pie y recuperaría sus caminos. Atrás quedarían el salón, las migas en el mantel, la presencia movediza del humo y de las sombras y, apenas perceptibles, dos espirales a punto de tocarse.