UN SUEÑO BUROCRÁTICO

«Si Juárez no hubiera muerto, viviría en Estados Unidos», dijo el hombre a mi lado. Me había dormido, leyendo a un autor de teatro del absurdo. Tal vez por eso, lo que pasó a continuación tuvo un tinte irreal.

Estábamos en una oficina de gobierno y faltaban cuarenta y seis fichas para que nos atendieran. Mi vecino insistió: «A Juárez le interesaba huir de la miseria. Ahora los oaxaqueños se van al otro lado. ¿Sabía usted que a California ya le dicen Oaxacalifornia? En caso de dedicarse a la política, él sería hoy alcalde de Los Ángeles», señaló el retrato en la pared: el Benemérito con su peinado impasible.

Una parte de mi familia odiaba al prócer por haber afectado los bienes de la Iglesia. El niño zapoteca que perdió las ovejas en Guelatao era recordado en plan escatológico. Cuando alguien iba al baño, decía: «Voy a verle la cara a Juárez.» Ni siquiera le reconocían méritos como flautista.

Mi presencia en esa oficina de cobros se debía a que el gobierno había expropiado una casa de mi tío jesuita y yo debía seguir los trámites. Aquella finca sólo servía para amenazar a sus inquilinos, temerosos de que el techo se les viniera abajo. La renta era inferior al impuesto predial y no podíamos vender el edificio porque la fachada tenía valor histórico.

Aunque a veces los bancos y las cafeterías se instalan en casas de ese tipo, la de mi tío se ubicaba en una calle perdida en la Colonia Guerrero. La expropiación parecía la mejor salida para un inmueble destinado a desplomarse sobre sus inquilinos.

En media hora avanzamos una ficha. Si seguíamos así nos iban a atender al día siguiente.

«Vamos con el coyote», dijo mi vecino de asiento. Pensé que aún se refería a los cruces ilegales en la frontera, pero señaló a un tipo que parecía un enjuto cantante de flamenco. No hacía falta que abriera la boca para saber que le faltaban dientes.

El coyote habló como un apostador en el hipódromo: por doscientos pesos podíamos avanzar diez fichas; por quinientos, treinta; por mil nos llevaba a una puerta lateral. Lo dijo con tal seguridad que pensé que disponía de todas las fichas y la gente que llenaba la oficina era un elenco que simulaba una paciente espera.

Incluso la transa tiene grados y yo actué con la mediocridad de quien da un paso para que el destino dé los demás: pagué para adelantar diez fichas. En cambio, el profeta del Juárez transcultural compró el atajo de las soluciones rápidas. ¿Qué hubiera pensado Benito de nosotros? Nada bueno, de seguro. De niño, el rostro de Juárez me recordaba que no había hecho la tarea. Nadie se ha superado tanto entre nosotros (el tránsito de Guelatao a la presidencia es en sí mismo una proeza; además, ahí están la intervención francesa, el cargo ejercido a bordo de una carreta, el intento de asesinato, las frases célebres…). Ante él, sólo podemos estar en falta. Un héroe para pedir perdón.

Al cabo de seis horas fui enviado a una ventanilla donde llené una solicitud que me devolvieron con estas palabras: «Un placer, señora.» Creí haber oído mal, pero el funcionario agregó: «Feliz Día de la Mujer.» Revisé la solicitud recién sellada. Mi nombre era Juana Martina Villoro. Pregunté si el cheque correspondiente al pago por la expropiación saldría con ese nombre. La respuesta tuvo una inquietante forma de ser tranquilizadora: «No se preocupe, mi jefa. El cheque sale bien. Éste es un trámite interno.»

Volví con el coyote. «El cambio de sexo le sale en un milagro», me dijo. Obviamente no se refería a los prodigios en los que creía mi tío jesuita, sino a los mil pesos que no había querido darle.

La oficina cobró un aspecto de terminal de autobuses. La gente se disponía a dormir para continuar sus gestiones al día siguiente. Si yo hubiera pagado mil pesos, no estaría ahí, administrativamente convertido en mujer. El Estado primero expropiaba los bienes y luego el sexo. Vi el retrato de Juárez y corregí mis pensamientos: si fuera honesto, estaría extendiendo un sarape en el piso, con mi identidad intacta. «Vieja rejega», dijo el coyote cuando rechacé su oferta.

La burocracia es el único enigma que nunca se vuelve interesante. Ahí, todo suceso es posible, a condición de que sea molesto.

Cené una torta de chile relleno. Un anciano, que parecía haber peregrinado desde su juventud a esa oficina, insistió en cederme el asiento. Era noche cerrada y yo contaba los focos fundidos en el techo cuando el coyote se acercó: «Nada más por tratarse de ti, chula, te va a recibir el licenciado.»

Pasé a un despacho donde los papeles se alzaban en columnas. «Me dijeron que está usted en estado interesante», dijo con amabilidad el hombre. La vida es rara, yo quería salir de ahí, me rasqué la barba y dije: «Sí.» El licenciado me felicitó y hurgó en sus papeles. El desorden de su escritorio se volvió admirable cuando encontró el cheque: «¿No le importa que esté a nombre de Juan?» Como ya había perdido prejuicios en ese sentido, dije que no. «¿Espera niño o niña?», preguntó solícito. Ya entrados en convenciones, respondí: «Lo que Dios quiera.» Revisé el cheque. Sentí la devoción del mexicano ante el trámite absuelto. En el Estado laico, ningún misterio teológico supera al de la burocracia. Agradecí con efusividad.

«A sus pies, señora», dijo el licenciado.

¿Hay vida en la Tierra?
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