MI CITA CON FRANK
Ya me he referido al amigo que se convirtió en la conciencia crítica de mi generación. Ninguno de nosotros ha querido emularlo porque su vida ha sido desgraciada. Lo respetamos desde que tuvo el valor de perjudicarse a sí mismo en un examen de autoevaluación en la preparatoria. A partir de ese momento lo vimos como un mártir de la responsabilidad personal.
Reprobarse le permitió juzgarnos con legítima dureza. A diferencia de los magistrados que cobran millones por evaluar el orden común, Frank actúa como cristiano primitivo: su autoridad deriva de sus voluntarias privaciones.
Nuestros reencuentros habían dependido del azar o las reuniones de generación, pero a últimas fechas todos lo buscamos. La polarización del país y las discrepancias entre personas que antes se entendían o creían hacerlo, han provocado que lo visitemos para saber qué diablos pasa con nosotros. Obviamente se trata de un último recurso. Frank no culpa al pan, el PRD, Fidel Castro o el Opus Dei de nuestras confusiones. Verlo significa asomarse a un duro espejo que sólo refleja deficiencias.
Esperé mi turno varias semanas. Mi amigo vive en la parte trasera de un salón de belleza, propiedad de su madre. El desorden de su cuarto explica en cierta forma el fracaso de sus tres matrimonios. Me ofreció asiento en una silla con casco para hacer permanente y preguntó:
—¿Qué onda, mi buen?
Aunque su tono era jovial, su mirada me llevó a preguntarme si ahora cobraría por las sesiones. ¿Había profesionalizado su habilidad de descubrirle defectos a los amigos?
Hablé de mi alma dividida, de mi patológico e inútil afán de concordia, y recordé una frase de un periodista de la antigua Yugoslavia: «Lo más extraño de Milosevic es que nunca se sintió culpable; en cambio, yo me siento culpable de todo.» Los tiranos duermen con tranquilidad, sedados por la mentira que se asignaron y que custodia un ejército. En cambio, el narrador se desvela para interrogar el mundo; depende de las preguntas, no de las certezas, hasta que un día amanece en un territorio de opiniones sin fisuras: el matiz, la posposición, el raro privilegio de aceptar que el otro está en lo cierto, desaparecen en ese panorama del todo o la nada, el blanco y el negro.
Ciertos oficios dependen de la fuerza creativa de las dudas, otros de suprimirlas, como muestra Truffaut en su película La noche americana, donde encarna a un director de cine. Un empleado llega al set, le muestra dos pistolas y pregunta cuál debe usar en la siguiente escena. Truffaut elige una sin vacilaciones. Un testigo de la escena le pregunta cómo sabe cuál es la adecuada. Él responde que no tiene la menor idea acerca de las armas, pero debía tomar una decisión veloz para no ponerse en entredicho como director. Se diría que la realidad nacional exige que todos seamos directores de cine.
¿Qué otros modos tenemos de enfrentar lo real? En su Ensayo sobre el cansancio Peter Handke valora el privilegio moral de quien se agota de sí mismo y suspende sus creencias en espera de que se le ocurra algo distinto. El papel del escritor consiste en preguntar para que otros respondan. Esta postura estimula la fecundidad estética. Curiosamente, al dejar el lápiz en reposo y observar la realidad, Handke decidió apoyar al genocida Milosevic. El novelista actuó como si no se hubiera leído a sí mismo. La conciencia es un producto sin garantía.
Frank se hartó de mis devaneos literarios:
—Toda tu vida se ordena alrededor de la culpa —me interrumpió—. Necesitas sentirte mal. Ahí está lo de la Torre Eiffel. Acuérdate: te viste muy mamón y muy pendejo.
¡En mala hora le conté lo que me pasa con la Torre! Cada vez que debo opinar sobre un tema del que no estoy seguro, me castigo imaginándome en París ante el proyecto de la Torre Eiffel. ¿Qué habría dicho de ese vértigo de hierro? Aunque el asunto ya fue resuelto sin mi ayuda, recupero ese momento crucial del urbanismo y me encaro con honestidad: ¿a qué opinión me habrían llevado mis gustos, mis lecturas, mi pretendida sensatez? Confieso sin tapujos que la idea de construir la Torre me hubiera parecido horrorosa. Me imagino firmando desplegados, escribiendo textos satíricos, asistiendo a reuniones contra el adefesio. Lo más grave es que habría cometido cada uno de esos errores creyendo salvar a mi ciudad (cuando pienso en eso, soy parisino de varias generaciones). Escribo esto en 2006 y sé que la Torre es un triunfo de la audacia. «Tour Eiffel / Guitare du ciel», cantó Huidobro. Sin embargo, cada vez que me sitúo en la época, rechazo la prepotente elevación de esa chatarra. El asunto me deja bastante deprimido. Si hubiera fallado entonces, ¿no estaré fallando ante todo lo demás?
Más allá de las culpas provocadas por criticar con tanto retraso el símbolo de París, el asunto permite revisar la falta de consenso que generan las formas del futuro. No es fácil anticipar que un borrador será una obra maestra mejorada por el tiempo. Cuando sólo existía como posibilidad, la Torre Eiffel tuvo notables opositores. Uno de ellos, Guy de Maupassant, se presentó un día en el restaurante mirador. Un amigo le preguntó qué hacía ahí. «Es el único sitio desde el que no se ve la Torre Eiffel», contestó el escritor.
Estar en la ilustre compañía de Maupassant no significa estar en lo correcto. Frank lo sabe. Por eso cada vez que le recomiendo un disco o una película, contesta:
—¿Puedo creerle a un enemigo de la Torre Eiffel?
Encaré a Frank, en espera de su crítica bienhechora.
—¿Sabes lo peor que podría pasarte? —Hizo una pausa para que yo pensara en ir a Irak o en concursar en Bailando por un sueño. Luego dijo—: Dejar de sentirte culpable. Es lo único que sabes hacer. Tus culpas son historias. —Iba a contestar algo, pero me atajó—: Opinar no es lo tuyo: los confundidos escriben historias para que los demás opinen.