«¡TE VAS SIN DESPEDIRTE!»

Hemos usado tanto la amabilidad que ya la gastamos. La cortesía se fue de nuestras calles para refugiarse en las películas mexicanas de los años cuarenta.

Escribo estas líneas desde la ciudad de México, conocido bastión del catastrofismo. Sé que en provincia se conservan hábitos ajenos a la prisa y la neurosis, pero también ahí he advertido el deterioro: la gentileza atraviesa una crisis nacional.

¿Qué tan grave es esto? Es obvio que un patán puede ser feliz. La cordialidad no garantiza el bienestar ni pertenece a los recursos más importantes de un país. Sin embargo, la forma en que nos saludamos describe la realidad que compartimos.

Cuando yo era niño, un caballero era una persona de urbanidad dramática, capaz de dirigirse a su vecina en estos términos: «¡A sus pies, señora!»

Un inútil sentido de la discreción impedía hacer preguntas directas. Como el estado habitual de la infancia es la confusión, nos hubiera encantado decir «¿qué?» a cada rato. Pero eso era grosero. Había que decir «¿mande?», como peones de hacienda.

En ese mundo, aún había hijos que le hablan a sus padres de usted y todos teníamos dos oficios, el de elección y el de atender a los demás. Resultaba tosco presentarse como «Venustiano Carranza»; había que decir: «Venustiano Carranza, servidor.»

La barroca cortesía nacional provocaba enredos como el de «la casa de usted». Aunque nadie deseaba abrir la puerta para rendir sus pantuflas, la convención obligaba a regalarle nuestra vivienda a los desconocidos. Este sentido inmobiliario de la cordialidad llevaba a equívocos como el siguiente:

—En la casa de usted hay un perro muy feo.

—Más respeto, joven, mi poodle tiene pedigrí.

—Me refiero a mi casa, o sea, la de usted.

—¿Se refiere a mi poodle?

—No: al perro mío en la casa de usted.

—¿Quiere que su perro viva en mi casa? ¿No dijo que es muy feo?

—Mi casa es su casa, pero su perro es su perro.

—Hombre, ¡pero qué amable! —exclamaba al fin el destinatario de tan barroca corrección.

Los mexicanos de entonces eran tan amables que se ofendían por cualquier cosa. Sólo un profesional de las costumbres salía bien librado.

De ese exceso pasamos al opuesto. Hoy en día las fórmulas serviles sólo perduraran en el trato mercantil de los meseros: «¿Más coñac, mi jefe?», «¿Cangrejo de Alaska, mi señor?», «¿Le traigo hielos importados, patrón?».

Poco a poco, la deseable espontaneidad ganó espacio en el idioma sin que dejáramos de ser uno de los países donde la gente se saluda más veces al día. En otros lados no se considera un desdoro seguir de largo sin devolver el saludo. En México, la ofensa sirve de atenuante en caso de asesinato.

Aunque abandonamos la cultura de los arrojadizos caballeros a los pies de las damas, mantuvimos una esmerada cortesía que no dejaba de sorprender a los extranjeros. Hace unos veinte años, el editor catalán Jorge Herralde me pidió que le descifrara la carta de un poeta mexicano. Herralde le había ofrecido traducir un libro y el autor contestaba con una prosa tan alambicada que un catalán no podía saber si aceptaba o no. Leí la carta. Para un mexicano, resultaba obvio que rechazaba la oferta, y que era muy amable.

¿Qué pasa con el lenguaje común en el México del crimen? Hemos llegado a una inversión simbólica en la que se considera sospechoso, e incluso «agresivo», pedir algo de modo elaborado. Usar muchas palabras, o muy selectas, ofende como un abuso de superioridad lingüística.

Como nada funciona y nadie desea hacerse responsable, el trato entre desconocidos se basa en la suspicacia. Si un cliente se atreve no digamos a quejarse, sino a pedir otra bolsa, el empleado contesta en forma defensiva: «La hubiera pedido antes.» El acercamiento sólo se produce si se marca una distancia. Atender a otra persona equivale a tener contacto con el enemigo: hay que evitar, a toda costa, que se aparte de lo estricto. No puede usar el teléfono, ni el baño, ni apoyarse en el mostrador.

Mientras más lujoso es el restaurante donde haces una reservación, más duras son sus admoniciones preventivas: «Tiene diez minutos de tolerancia.» ¡Cuidado con incumplir la promesa de llegar ahí!

El ejército mexicano contribuye al clima con el letrero que ha colocado en sus retenes: Precaución, Reacción, Desconfianza. Eso somos los mexicanos: sospechosos que debemos probar nuestra inocencia.

En las sociedades funcionales la confianza es un valor que puede perderse; en México, es algo que debe ganarse. En vez de suponer que el otro actuará bien, imaginamos que desea perjudicarnos. Si no lo hace, merece nuestra confianza.

Hay momentos de tensión en que dos personas se ven sin decir nada. Están esperando que la otra se debilite al ser amable.

«Que le vaya bonito», me dijo el otro día el dependiente de una tienda. Me sentí en una película del Indio Fernández. La posibilidad de recibir un mensaje de ese tipo es tan rara que me produjo una nostalgia ulterior, por una época que no viví.

La clave operativa del lenguaje en curso es el recelo. No es casual que las nuevas expresiones de afecto sean ultrajes reciclados. No puedo reproducir aquí todos los elogios que le escuché a una angelical estudiante de dieciséis años. Me limito a uno: «Ese güey es buen pedo.» Como los rufianes de otros tiempos, los piropos se fueron sin despedirse.

Ciertas personas viven en estado de alerta: «¿Te fijaste la cara que puso?» Aunque les digan algo normal, ellas descubren las cejas de la mala onda. No se necesita ser tan susceptible para percibir adónde hemos llegado. Sólo quedan fórmulas huecas. El empleado de la gasolinera dice en señal de deferencia: «La bomba está en ceros.» Sí, pero los litros están incompletos.

¿Hay vida en la Tierra?
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