Narra Iván
5
Los dolores de Rusia
Una abeja se había posado sobre los pétalos de un girasol. Liova arrancó una hoja de salvia y la recogió. Pronto sintió una punzada horrible y corrió chillando a mi taller, donde le extraje el aguijón clavado en su muñeca. Después lo unté con un líquido que esfumó el dolor. Lo fabricaba con tarantelas.
—¿Con tarantelas?
Sí, le mostré cómo las tenía nadando en un frasco de aceite. El curioso niño preguntó cómo las cazaba. Es fácil: ato un pedacito de cera en el extremo de un hilo que introduzco por el agujero. Las patitas de los bichos se pegan a la cera. Entonces las retiro y guardo en este aceite. Liova se apasionó, juntó cera, varios hilos y se dedicó a la caza de tarantelas. Reunió casi un centenar.
—¡Ahora podré curar los dolores de toda Rusia! —exclamó feliz.
Además le encantaba trepar al granero y arrojarse desde arriba sobre los colchones de trigo. Se enterraba hasta la cintura. Decía disfrutar el fresco del galpón y respirar gozoso el polvillo que nublaba el aire.
No sólo visitaba a diario mi taller, sino que le gustaba acercarse al único molino de la zona, cuyo perfil se alzaba sobre un monte como si fuese un castillo. En su entraña funcionaba noche y día una máquina a vapor. Durante el verano llegaban los mujiks con las parvas para moler y se quedaban durmiendo bajo las estrellas. El dueño de ese molino era un gigante de brazos robustos que perdió un ojo peleando en la guerra. Dictaba el precio y destrozaba a golpes cualquier resistencia. El chico, escondido entre las bolsas, fue testigo de escenas brutales. Una de ellas lo dejó temblando horas, y sólo se tranquilizó cuando le hice terminar en mi taller la construcción de una silla.
Me dijo que un campesino se había quejado por la desaparición de una brida de su aparejo. Otro murmuró que había visto al hijo de otro labriego poniendo la misma brida en su caballo. A las pocas horas reapareció la brida, pero en el carro del padre del chico sospechoso. Este hombre, de mirada sombría, se santiguó vuelto hacia Oriente y reconoció en voz alta que el robo lo cometió el monstruo que parió su mujer. Juró arrancarle las tripas. Como no le creyeron, atrapó a su hijo por el pescuezo, lo derribó en tierra y se puso a azotarlo con la brida robada hasta dejarlo inconsciente sobre un charco de sangre.
En esos días mi patrón decidió no llevar más su cosecha al molino, porque un serbio le había explicado que podía venderla directamente a un mayorista en el puerto de Nikolaiev. Liova me preguntó asustado si el molinero, al enterarse del cambio, se vengaría de su padre. No, le contesté, porque tiene muchísimo trabajo. Por otra parte, a mi patrón le vino bien el consejo del serbio. Incluso me contó que tu madre le ayudó a escribir una carta a la Coronela ofreciendo comprarle más campos. ¿Qué contestó? Contestó que lo haría con gusto si no fuese por un nuevo úcase que prohibía la venta de tierra a los judíos. A cambio, proponía arrendarle otros lotes.
Liova llegó corriendo a mi taller para rogar mi ayuda. Corrimos a la casa y vi que mi patrón daba puñetazos a la mesa hasta conseguir partirla. Maldecía el úcase mientras seguía rompiendo sillas con sus falanges fracturadas. Ana y los otros niños imploraban que se calmase. Yo lo agarré por la espalda y sujeté sus brazos hasta que empezó a serenarse. Entonces se derrumbó extenuado.
Me ocupé de lavarle las heridas con agua jabonosa y luego aplicarles un tenso vendaje. Mi patrón dejaba hacer, pero de pronto rompió a llorar. Dolía en el alma contemplar a ese luchador fuerte y valiente convertido en una temblorosa masa de moretones. Liova me miraba asombrado, no comprendía la causa de tanta furia, pero creo que percibía la razón más honda: había sido objeto de una injusticia. La injusticia era intolerable para su papá. Y después fue el motor de su propia vida. Se arrastró hacia sus piernas extendidas sobre el sofá y le tironeó el extremo inferior de los pantalones para que lo mirase. Mi patrón levantó un poco la cabeza, sonrió a su hijito y le acercó la mano vendada a sus cabellos.