Narra Liova

4

Liga Obrera del Sur de Rusia

Nikolaiev ya nos quedaba chica. Me encargaron establecer relaciones con Odesa, a la que yo conocía bien. Fui al puerto con ropa decente, por un rublo compré un pasaje de tercera clase y, al descender la noche, me tendí en cubierta junto a la chimenea para soportar los correazos del frío. La bolsa con proclamas me servía de almohada y el remendado abrigo, de colcha. Cené los trozos de pan que llevaba en mis bolsillos y desperté en la estridente Odesa, cuyos muelles siempre volvían a producirme la impresión de una fábrica.

Me lavé en la tina que usaban los marineros y bajé a tierra firme. Inhalé el perfumado aire de los bulevares y me lancé por las avenidas con una lista de direcciones en mi mano derecha y el pesado bolso atado al hombro izquierdo. Evité el barrio de mis primos, obviamente. Fui a cada domicilio, tiraba el hilo de la campanilla o hacía sonar la aldaba de bronce o me resignaba a golpear la puerta cuando no existían esos medios de llamada. Excepto en cuatro sitios, di con todos los destinatarios. Entregaba un fajo de papeles y daba una breve explicación. En once lugares me invitaron a tomar té con masitas y en dos a quedarme para el almuerzo. Por lo menos en cinco oportunidades me crucé con policías a caballo. Entonces estiraba mi gabán, acomodaba mi bolso y miraba con desafío a la distancia.

En el quinto viaje me quedó tiempo libre. Hacía mucho que no pisaba la biblioteca pública. En el hall me rocé con un compañero del Instituto. Nos miramos en silencio y supimos algo que no necesitaba palabras. Es notable cómo se reconoce la gente que milita en la subversión. Luego de inspeccionar las novedades en el catálogo y echar una mirada a las revistas expuestas sobre lustrosas mesas de dos aguas, se acercó sigiloso y me invitó a caminar. Era como un flirteo, sólo que el loco amor no éramos nosotros, sino el movimiento revolucionario. Él se llamaba Albert y era obrero impresor. Le dije que yo era un impresor novato y trabajaba en un sótano dirigido por un ciego. Nos sentamos en el banco de una plaza, protegidos por las tristes cortinas de un sauce. Me quedaban pocas hojas y se las di a leer. Sus cejas se levantaban con asombro y hasta emitió un breve silbido al chocar con una frase. Propuso asociarnos en la tarea: desde aquel día no sólo me ayudaría a distribuir los materiales, sino que yo llevaría a Nikolaiev volantes impresos en Odesa. Albert también me iba a donar textos recién publicados en Europa occidental.

A mi regreso dije:

—Nuestro círculo de la huerta, o grupo de chiflados, o lo que diablos fuese, necesita un nombre más potente. Basta de cobardes reticencias. Debe llamarse algo así como “Liga Obrera del Sur de Rusia”. De ese modo podremos atraer a otras ciudades y regiones.

Franz, el impresor ciego, mis tres compañeros tuberculosos y el resto de los camaradas (más los espías infiltrados) aceptaron subir a ese camino triunfal. Sólo faltaba Alexandra, la brillante Alexandra, pero nadie se atrevió a mencionar su nombre.

Redacté los estatutos de la Liga basado en modelos socialdemócratas. Fueron debatidos y aprobados, como se hace en una democracia verdadera. Bebimos un néctar fabuloso y extraño bajo el zarismo: discutir amistosamente, votar. Ahora correspondía difundir la flamante Liga. Copiamos un maremoto de volantes en la penumbra del sótano. Largas horas nocturnas convirtieron ese lugar en la forja de Hefestos. A las fábricas y los talleres llegaron hojas y más hojas. La agresión hirió en el pecho a capataces y directivos, tal como habíamos deseado. Pero no tardaron en ponerse de acuerdo y exhortar a sus obreros a que no leyesen tanta basura. El efecto fue opuesto, porque nos hacían una publicidad indirecta. Empezó a correr la voz sobre “los locos de la huerta”.

El carpintero Zósimo inventó una canción provocativa que elogiaba a Marx. Era un tácito homenaje a la ausente Alexandra. La cantaba al comenzar nuestras reuniones y también cuando se marchaba. Entusiasmado, la cantó cerca de un policía. El policía lo creyó un borracho agresivo y lo arrastró a la cárcel. Allí se aterrorizó al ser despojado de su camisa y ver el brillo del látigo. Le empezó a sangrar la espalda bajo las rayas profundas del cuero. Cuando le dieron con un palo en la cara, rogó clemencia. Otro palo y dijo que iba a confesar. Las lágrimas le impedían ver. Tendido en el piso, declaró que todo el círculo de la huerta era un movimiento terrorista. ¡Usó el vocablo “terrorista”! El comisario anotó cada una de sus palabras y liberaron a Zósimo.

Trastabillando hizo una vuelta para disimular y llegó a la huerta para contarnos su traición. Franz propuso disolver el encuentro de inmediato y reunirnos a la noche en el cementerio. Allí, protegidos por el matorral de lápidas que ocultaría nuestra presencia, distribuiríamos todos los paquetes con proclamas a unos obreros fieles que él mismo se ocuparía de convocar. Su relato nos hizo tomar conciencia del peligro y vaciamos la huerta. Cada uno se fue en distinta dirección. Al oscurecer saltamos la tapia del cementerio y nos fuimos concentrando en un rincón. Desde abajo nos miraban los muertos y quizá manifestaban congoja. Fue doloroso que recién en ese instante alguien comentase que Alexandra se había marchado a Iekaterinoslav. Estuve a punto de cambiar mi plan de fuga y dirigirme hacia allí, pero ella me hubiera rechazado. Todavía su desdén me revolvía los sesos: “¡Nunca volveré a estrechar tu mano! ¡Imbécil!”

Las detenciones empezaron a la madrugada e incluyeron a casi todos los compañeros, incluidos los tuberculosos. La represión fue más allá de nuestro círculo, porque se abatió sobre obreros, estudiantes y pequeño-burgueses que jamás habían pisado la huerta de Franz. No eran decenas, sino centenas las víctimas. Los mastines estaban hambrientos. Los expertos en torturas se relamían al proveerse de más látigos, bastones y cadenas. Supe que uno de los presos fue desmayado por los golpes; apenas se recuperó pudo arrastrarse hasta la ventana y tirarse al vacío. Otro gritaba incoherencias hasta que lo callaron destruyéndole las órbitas con los planazos de una espada. Un tercero se cortó las venas con un trozo de vidrio.

Nikolaiev quedó sin revolucionarios sueltos. Por las calles se notaba el nerviosismo y la cautela. Por unas horas, sólo por unas ñoras, pude esquivar mi captura.

Liova corre hacia el poder
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