Narra David

4

El forastero

Liova regresó a Iánovka durante las vacaciones. Estaba cambiado. Lo deformaban sus gafas. Gafas grandes, horribles, recetadas antes de tiempo. Para Ana eran un progreso y se puso contenta. Le besó la mejilla, lo abrazó, dijo que anunciaban su éxito universitario. Ya parecía un doctor. Pero nuestro hijo recién avanzaba en el Instituto. Yo no pensaba igual. Sus gafas eran un arnés. Ridículo, además. Propio de las ciudades. Una degeneración. ¡Cómo ponerse en medio de la cara ese artefacto! En la estepa nadie anda con máscaras. Liova decía que no podía leer a cierta distancia, ni reconocía el contorno de los árboles ni de los animales. Por supuesto que no le creí, porque no era un viejo para ver tan mal.

Tuvo que esconder sus gafas. De noche las guardaba bajo el colchón, en un duro estuche. Tenía miedo que yo las rompiese. Pero no se las rompería. Estaba acostumbrado a tolerar cosas peores.

Fuera de ese detalle, me di cuenta que Iánovka le encantaba. Cambió sus ropas elegantes por las rotosas del campesino. Así debía ser. Se sintió libre de las presiones que aguantaba en Odesa. Y pasó horas en su ámbito más querido, el taller de Iván. Algunas mañanas galopaba hasta Bobrinez. Allí, en la diminuta villa, se paseaba tranquilo con sus espantosas gafas dándose aires de intelectual. Una tarde cayó del caballo porque una piedra le dio en medio de la espalda. Se la había tirado un chico rodeado de cómplices. Lo miraban muertos risa. En el campo no gustan los “doctores” vanidosos.

Pero Liova no era vanidoso. No. Le encantaba provocar, eso sí. Había provocado con sus gafas y después tuvo la ocurrencia de volver a provocar por otros medios. Un día quiso hacerse notar poniéndose ropa elegante para ir al trabajo. Más ridícula que sus gafas. Sacó de su baúl prendas demasiado finas. No sé para qué las había traído. No sé por qué Monia le permitió transportarlas a Iánovka, donde nadie las usa. Y bien, se las puso. Hacía calor, no era el clima agradable de Odesa. Era el calor de la estepa en verano. Un fuego. A su rebeldía la empujaba el disparate. Vistió un caliente traje de lana. ¡De lana! Con un talle ceñido, al revés de nuestras camisas grandes y ventiladas. Se puso un cinturón de cuero con hebilla de bronce. Cubrió su pelo con una gorra blanca adornada con un escudo y cintas amarillas. Un payaso. Lo miré con rabia. Quise ordenarle que se cambiase. Pero me callé. Me callé para que él mismo reconociera su conducta de idiota.

Salimos al campo. Marchó a mi lado con desubicada prestancia, porque dirigíamos la columna de segadores y gavilladores. Nos detuvimos en medio de las mieses y empezamos a cortar con guadañas. Liova no lo había hecho nunca. Antes de irse a Odesa trabajó en el taller de Iván, jugó en el granero, armó un palomar, cazó hurones, coleccionó tarantelas e hizo tareas de la casa y los jardines. Pero no había empuñado una guadaña. El aire parecía provenir de un horno de pan. Los labriegos más afortunados se prendían las blusas con botones de hueso, otros se cubrían con sayas agujereadas y algunos sólo tenían puesta una larga camisa sucia. Sólo Liova estaba vestido como un noble. Gotas de sudor le caían desde la gorra hasta los pies. Eran gruesas y largas como trenzas. Su traje ceñido se mojaba como en una tina. Pero no se aflojó el cinturón, ni desabrochó el cuello, ni abrió la chaqueta. Caprichoso como una mula.

Las guadañas silbaban con notas más hermosas que las de los violines. Liova empezó a golpear con su guadaña. Mal, muy mal.

—¡Trae aquí! —dije molesto—. Te voy a enseñar cómo se hace.

Me paré donde él había estado y lo miré a sus ojos sin gafas, porque no las usaba en mi presencia. Mostré cómo debía empuñar la herramienta. Cómo afirmar los pies en el suelo. Cómo girar la cintura. Cómo inclinar los hombros. Di pasos cortos y suaves. Tanteaba el piso blando para apoyarme con seguridad. Los círculos de la guadaña dejaban rapado el suelo de un modo prolijo. Las mieses segadas formaban bultos redondos. Varios labradores gozaron mi lección, eran los que me tenían simpatía. Otros no, pensaban que yo hago las cosas bien porque el trigo me pertenece.

Me alejé para inspeccionar otro sector. Y para que Liova no se sintiera cohibido por mi vigilancia. Pero alcancé a escuchar que le advertían sus errores apenas reanudó la tarea.

—¡Cuidado, la mies se corta con el filo, pero la punta queda libre!

La tensión no lo dejaba reproducir mi arte. El sudor le tapaba los ojos. Al tercer golpe hincó la punta en tierra. Un segador viejo no pudo contenerse.

—¡A ese paso va a romper la guadaña, jovencito!

La burla también bailó en los ojos de las mujeres. Y esto lo debió haber herido más. Salió corriendo. La ridícula boina con escudo y cintas amarillas cayó sin que él se interesase por recuperarla.

—¡Ve con tu mamita a comer pasteles! —gritó alguien sin contener la risa.

Se cambió e hizo lavar esa ropa de ciudad. Después la guardó en el fondo del baúl. Había aprendido que no todas las rebeliones dan placer. Fue un buen anuncio de lo que iba a padecer más adelante, cuando se lanzó al abismo.

Mi presunta crueldad era miel en comparación con la de los uriadniks. Miel pura. Liova nunca había visto a un burócrata cínico en plena acción, como en esa oportunidad. Un uriadnik llegó en su lujoso carruaje y me exigió, con prepotencia de mariscal, los permisos de los jornaleros. Nadie del pueblo podía trasladarse en Rusia sin el debido permiso. Los permisos eran otra herramienta de seguridad que inventaron los servidores del Zar. O el Zar mismo. Así habían inventado el palio, el numerus clausus y otras cosas horribles.

Comprobó en las planillas que a dos de mis trabajadores ya se les había vencido el plazo. Ordenó que comparecieran enseguida. Uno era viejo y se apoyaba en una muleta quebrada; el otro, su sobrino, era un joven sin dientes. Al llegar a la puerta de la granja hincaron sus rodillas, primero el viejo y enseguida el joven. Tocaron casi el suelo con la cabeza. Suplicaron que les tuviera compasión. Liova, a mi lado, temblaba. El uriadnik pidió a sus ayudantes que los atasen como a delincuentes para regresarlos al distrito original. Las víctimas siguieron implorando con lágrimas.

El déspota, fornido y sudoroso, jugaba con su sable desenvainado mientras bebía el vaso de leche fresca que le habían subido desde la bodega.

—¡Sólo gasto mi compasión en los días feriados, y hoy no me toca! —se rió de las víctimas, pateándoles el culo.

Liova se aventuró a pronunciar una suave protesta.

—Usted, jovencito, no se meta en esto.

Mi hija Olga le hizo señas para que se callase. El uriadnik terminó su leche y se limpió los labios con la manga. Con tironeos gozosos arrastró a los trabajadores hasta su volanta. Liova murmuró:

—¡Ojalá se muera!

Antes de regresar al Instituto manifestó en la cena sus peligrosas ideas democráticas.

—Hijo, la democracia no se verá en Rusia ni en tres siglos.

En el momento de la partida decidí recordarle que aún lo quería. No con palabras. Las palabras no me salen. Decidí recurrir a un gesto. Y el gesto era acompañarlo hasta Odesa. Un viaje cansador, es cierto. Liova lo interpretó bien, lo interpretó como en realidad era: su padre seco e implacable sentía amor por él, pese a no dejarlo usar gafas.

En el puerto no quise pedir ayuda.

—Ambos somos fuertes —dije—. Carguemos el equipaje como verdaderos campesinos.

Yo subí al hombro los bultos más pesados. Liova protestó, sentía pena de verme agobiado por la carga. Finalmente el peso de los bultos me persuadió de contratar a alguien que llevase al menos los baúles con regalos para los parientes.

Liova corre hacia el poder
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