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Diferencias y desgarros

Viajé a Copenhague para asistir a otro congreso. En una estación de trasbordo me encontré por casualidad con Lenin, quien llegaba desde Francia. Teníamos que esperar una hora. Ambos estábamos ansiosos por volver a acercarnos. En un principio hablamos de manera afectuosa en torno a generalidades. Él me apreciaba y yo le tenía admiración y gratitud. Pese a nuestros desencuentros tácticos, siempre me escuchaba con interés. Ambos corríamos hacia el poder y cada uno prefería un camino distinto. Cercanos, es verdad, pero no idénticos.

Le repetí de memoria un artículo que acababa de enviar a la prensa. Ahí criticaba a mencheviques y bolcheviques por sus respectivos errores. Uno de los pasajes se refería a las expropiaciones. Las consideraba peligrosas y hasta contraproducentes. Sostenía que después de una revolución fracasada, las expropiaciones y los asaltos terroristas aumentarían la desorganización, aun del partido más sólido. Ya en el congreso de Londres se había decretado, con los votos unidos de mencheviques, polacos y una parte de los bolcheviques, la prohibición de expropiar con violencia. No era bueno, trastornaba la productividad. Y sin productividad no había progreso ni trabajo, pero sí hambre.

—¿De veras crees eso? —reprochó Lenin—. Estás equivocado. Mejor retiras tus cuartillas cuanto antes, por telégrafo, si hay tiempo.

—No hay tiempo, porque aparecerá mañana. Tampoco retiraría el artículo. Sigo pensando que las expropiaciones son un remedio peor que la enfermedad.

—Disculpa, pero eres un ingenuo —dijo.

Nos despedimos angustiados.

En el congreso Lenin quiso generar una amplia condena a mi artículo. Fueron los instantes de mayor hostilidad. Por otro lado, Lenin padecía un dolor de muelas y aparecía con una venda en la cara. Le costaba hablar, pero su postura fogoneó antipatías contra mi persona. Los mencheviques, contra quienes se dirigían los principales disparos, tampoco andaban satisfechos. Plejánov, que no me podía ver, aprovechó la oportunidad para pedir un juicio que podía terminar con mi expulsión. Pero el efecto resultó paradójico, porque el encendido debate produjo curiosidad por mis ideas, que sonaban diferentes, o más provocativas. Muchos delegados sólo conocían mis artículos de oídas. Zinoviev, pegándose a Lenin, quiso demostrar que no era necesario leer mi último artículo para darse cuenta de que era un riesgoso veneno. Pero fue leído y traducido para quienes no sabían ruso ni alemán. Adquirió más relieve del que pudo haber logrado en circunstancias normales. Por un pasillo se murmuraba que era un texto horrible y en otro que merecía mucha reflexión. Yo insistía que la ignorancia política del aldeano lo lleva a saquear al terrateniente, sin saber qué hacer luego con sus campos; y cuando a ese campesino le ponían un uniforme militar, a menudo disparaba contra los obreros. Esa mentalidad miope —agregué— contribuyó a frustrar la grandiosa revolución de 1905. Había que poner las cosas en su sitio y no caer en la trampa de la violencia.

La condena a mi trabajo y a mi persona fue rechazada. Sentí tanto alivio como si me hubiesen sacado del fondo del mar. Pero me dolió la mirada sombría del derrotado Lenin. Quise acercarme para darle un abrazo y decirle que le perdonaba todo, incluso el mal momento que me había hecho pasar. Pero no ocurrió. Nuestro vínculo se había alterado y no sabíamos qué curso iba a seguir.

De regreso en Viena asistí al lanzamiento de un nuevo periódico ruso llamado Pravda (Verdad), destinado al gran público obrero. Sería enviado a Rusia por circuitos ilegales, parte por la frontera de Galitzia y parte por el Mar Negro. Aunque sólo aparecía dos veces al mes, imponía un trabajo agotador. Las comunicaciones con Rusia quitaban mucho tiempo. Mi principal colaborador en Pravda fue Adolf Joffe, que luego habría de hacerse célebre como diplomático. De aquella época data nuestra amistad. Joffe era muy sensible y entregado por entero a la causa. Padecía una enfermedad nerviosa y se trataba con Alfred Adler, que había empezado su carrera como discípulo de Sigmund Freud. Joffe me inició en las teorías del psicoanálisis, que me fascinaron a pesar de considerarlo un terreno inseguro. Su vida tuvo un fin trágico. Serias enfermedades hereditarias le minaron la salud. No pudiendo luchar contra ellas, más adelante puso fin a su vida.

La industria rusa, pese al oprobioso régimen, crecía rápido. Ese crecimiento vino acompañado por muchas huelgas. El fusilamiento de varios trabajadores en las minas de oro tuvo una resonancia gigantesca. En 1914 la crisis ya era innegable. San Petersburgo volvió a llenarse de barricadas. El belicoso Raymond Poincaré, flamante presidente de Francia y huésped del Zar en vísperas de la guerra, pudo ser testigo y recordar las desestabilizantes protestas que habían estallado en Francia décadas atrás. Los artículos de Pravda le sacaron ronchas al Zar y a su corte de imbéciles.

En Viena seguíamos manteniendo nuestra vida cotidiana con modestia. Los ingresos provenían sólo de mis artículos, porque Natasha no podía competir con la miríada de pintores, dibujantes y copistas que ofrecían sus productos en palacios, palacetes y lujosas avenidas. Desovillaba su tiempo para ayudarme en el recorte de notas y estadísticas; también revisaba mis textos y subrayaba repeticiones innecesarias o porciones oscuras. También era la que hacía el camino hasta la casa de empeños para vender algunos de nuestros volúmenes en una librería y, de esa forma, mejorar los recursos.

El Kievskaia Mysl (El Pensamiento de Kiev) me ofreció un puesto de corresponsal en la guerra que acababa de estallar en los Balcanes. La propuesta me cayó bien porque ansiaba regresar a la aventura y desintoxicarme de las aburridas intrigas que mantenían apoltronados a los socialistas de Austria.

Como despedida, salimos a dar largos paseos por los bosques y las riberas del Danubio. A veces llevábamos a nuestros dos hijos, que retozaban como liebres. Un regalo final consistió en degustar el té con una genuina sachertorte en un café del centro.

Liova corre hacia el poder
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