6

Comisarios del Pueblo

Tres días más tarde Natasha vino al cuarto de las grandes decisiones, donde estábamos deliberando media docena de dirigentes. Dos jóvenes hacían guardia en el pasillo y la miraron de arriba abajo antes de reconocerla. Giró el picaporte y empujó la puerta labrada. La impresionó vernos con las caras amarillas y los ojos hinchados. Llevábamos horas sin dormir y nuestros cuellos estaban mugrientos. Nos rodeaba un círculo de militantes pegados a las paredes, que esperaba órdenes. Pronunciábamos las órdenes con fatiga. Ella avanzó con timidez, temerosa de perturbar. Pero no podía dominar su tentación de verme ejerciendo el gobierno.

Antes de llegar a mi lado fue reconocida por Lenin. Abrió grande los ojos, feliz por la sorpresa. Natasha quedó paralizada. Él estiró su mano hasta la de ella y la acercó a la mesa, donde se amontonaban papeles y carpetas.

—¿Qué te parece?

—Que estoy en otro mundo.

Asintió. Pero enseguida movió lento su cabeza en el plano horizontal y se mordió los labios.

—No sé qué piensas, Natasha… Pero así, tan de repente, en efecto… Ahora el poder está en nuestras manos. ¿Qué haremos? La persecución y la ilegalidad todavía impregnan mi piel, es el pasado reciente. Pero el país está aún lleno de enemigos, es el presente complicado… —se detuvo para buscar una expresión justa—. ¡Me da vértigo! La nueva y repentina situación me da vértigo.

Se quedaron mirándose un largo minuto. Hizo esfuerzos para sonreír, pero en la boca de ese hombre duro no había asomo de sonrisa esta vez. Tampoco paz. Bajó la palma sobre los documentos y dijo que reanudábamos la sesión.

—Puedes quedarte, si quieres —invitó a Natasha.

—No, mejor salgo. Esto no es un espectáculo teatral. Sólo quería verlos, disfrutarlos —se acercó a mi diestra y corrió hasta atrás de mi oreja el crecido pelo que me tapaba la frente y la mitad de los anteojos. Pasó un dedo sobre mi cuello sucio e hizo una mueca de reproche.

En el corredor tropezó con María Ulianova, la hermana de Lenin. Sus brazos cargaban paquetes con volantes. Con una risita cómplice sugirió que el nuevo gobierno debía vestir cuellos limpios.

—¡Sí, sí! ¡Tienes razón!

—Son el Gobierno, nuestro Gobierno —agregó para convencerse a ella misma de la poco creíble realidad.

Lenin decidió quedarse por ahora en el Smolny y ocupar un despacho en un extremo del tercer piso. Indicó que yo me instalase en el otro extremo. Le parecía que, de esa forma, daríamos una sensación de coherencia y unidad.

El pasillo que nos separaba era tan largo que se le ocurrió un día, bromeando, organizar un servicio de bicicletas. Nos comunicábamos por teléfono y, además, nos hacíamos visitas recíprocas para mover las piernas. El corredor no estaba vacío, sino que era un ancho tubo donde hormigueaban apurados nuevos y viejos funcionarios cargados de expedientes. Los secretarios corrían de un cuarto a otro, subían y bajaban pisos, llevaban esquelas escritas a mano, concisas y firmes. En sus mensajes Lenin subrayaba algunas palabras tres o más veces. A menudo nos formulábamos preguntas incómodas, sin reticencias ni secretos; estábamos en medio del mar. En sus esquelas navegaban borradores de decretos y la exigencia de devolver enseguida la opinión que merecían. Procuraba difundir la idea de dinamismo, entusiasmo, creatividad. En los archivos crecía la montaña de los documentos que producía la nueva etapa.

Entre los mensajes que me llegaban presté atención a una carta de Vera. Hacía tiempo que no nos veíamos, porque la postraban sucesivas enfermedades. La abrí contento, era una mujer a quien debía mucho desde mis iniciales pasos en Londres. Siempre emitía pensamientos que hacían pensar. Luego de felicitarme y desear que las cosas marchasen bien, dejó caer una lágrima. Dijo que era una lágrima de verdad, que dejó secarse sobre el papel. Lloraba porque temía que la nueva criatura de la que yo era el partero, nacida de forma violenta, olvidase su misión pacificadora y democrática. Al pie me mandaba un beso fraternal. Mantuve la hoja en mis manos por varios minutos. Creo que mi mano empezó a temblar. No, me dije, está anciana y débil. Débil de cuerpo y mente. Aún sufre por el atentado que perpetró en su juventud. ¿Le muestro la carta a Lenin? Tras pensarlo bien, decidí romperla. Mientras lo hacía, recordé similares palabras de Rosa Luxemburgo.

Esa tarde Natasha fue testigo de una decisión vinculada al lenguaje. La tentaba volver al cubículo donde nosotros, unos magos con fiebre, nos esmerábamos por hacer sustentable el tiempo nuevo. Quienes hacían guardia la volvieron a mirar de arriba abajo, pese a reconocerla; se estaban haciendo burócratas. Pero estaba bien que tomasen recaudos, porque los enemigos aún pugnaban por hacernos trizas. No se acercó a la mesa, sino que se acomodó entre los camaradas pegados a la pared esperando órdenes. Nos hicimos un guiño, pero volví a concentrarme en el debate que ya llevaba una hora.

—¿Cómo llamaremos a los integrantes de nuestro Gobierno? —preguntó Lenin—. Debemos usar cualquier palabra menos “ministro”, ¿no les parece? Ministro suena a caduco, para nosotros es irritante.

—Por qué no los llamamos… ¿comisarios? —propuse yo—. Comisarios, es decir comisionados por el pueblo, gente que actúa por mandato, que representan al pueblo. Pero —me corregí—, ya hay demasiados comisarios, y muchos son horribles. Esto podría generar equívocos. Entonces digamos “Altos Comisarios”… Aunque no, eso de “Alto” suena arrogante. Elijamos entonces Comisarios del Pueblo. Así de simple.

—Comisarios del Pueblo… —reflexionó Lenin—. No está mal. Comisarios del Pueblo —repitió—. ¿Y cómo llamar al Gobierno en su conjunto? No más Gobierno provisional, ni definitivo, ni sujeto a los caprichos del Zar o cualquier otro poder.

—Llamémoslo Soviet, naturalmente —propuse al instante—. Soviet es el concejo de los obreros, soldados y campesinos, lo más representativo y democrático que ha tenido Rusia hasta hoy. Es la palabra que más ha resonado en los últimos tiempos. Se la asocia con la revolución y una genuina representatividad. Es novedosa, propia, identitaria. Merece vivir.

—Entonces constituiremos el Soviet de los Comisarios del Pueblo. ¿Qué opinan? A mí me gusta.

Pese a la fatiga, estábamos inspirados.

Más tarde Natasha confesó que nunca olvidaría esos instantes de nacimiento y bautismo. Estaba feliz por habérsele ocurrido visitarnos en ese justo momento.

—Recién empezamos —contesté luego, mientras me bañaba en una tina con abundante jabón.

Que recién empezábamos lo confirmó Lenin cuando al día siguiente nos tomó del brazo en el pasillo. Un velo de angustia aún cubría sus ojos. Habló con voz afónica, como si formulara un secreto.

—¿Qué pasará si las Guardias Blancas nos quitan de en medio? —lanzó a boca de jarro.

—¡Hombre! —repliqué con una risita impostada—. ¡Quizá no puedan quitarnos de en medio así nomás!

—Vaya uno a saber —replicó Lenin y se puso también a reír, pero sin convicción—. Las cosas se precipitan mucho, ¿verdad? Bueno, es lógico.

—Es lógico que se precipiten los acontecimientos y que tengamos una montaña de problemas simultáneos. Y que no es fácil mantener la moral si no conseguimos demostrar que lo nuestro es mejor.

Me palmeó.

—Me gusta tu optimismo. Hace bien, ayuda a vivir. Veo que, paradójicamente, tus prisiones y exilios obraron el milagro de aumentarte el optimismo. A la mayoría le produce un efecto contrario.

Liova corre hacia el poder
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