Narra Liova
3
Peligrosas migraciones
El gobernador de Irkutsk revelaba súbitos ataques de bondad y autorizaba de vez en cuando el traslado a otra aldea de su vasta región. Tal vez no era bondad, sino la certeza de que era imposible escapar de Siberia y podía entonces dejarnos ir de un sitio a otro, porque al fin y al cabo seguíamos en el mismo lugar. Era una suerte de engaño que lo divertía, porque él también necesitaba alguna diversión en ese maldito destino. Decidí aprovechar su gesto. Me había enterado por varias bocas de que convenía instalarnos a unos doscientas cincuenta kilómetros hacia el este, junto al río Ilim. Aunque me alejaba otro poco de Europa, allí vivían conocidos de Nikolaiev. Se trataba de unos populistas que, pese a haber hecho dinero, fueron igualmente desterrados. Pero su dinero les permitía una mejor comunicación con su ciudad de origen y hasta con San Petersburgo.
Alboreó cierta esperanza. Fuimos con Alexandra en un trineo arrastrado por media docena de perros, siempre vigilados por gendarmes aburridos. Hicimos el abrumador trayecto en cuatro días, envueltos por una montaña de pieles. De noche encendíamos una fogata, calentábamos té, sopa y asábamos pescados y conejos. Una vez cenamos el alce que un oficial derribó de un tiro. Decían que había lobos. Llegamos a la otra aldea, escondida entre las montañas que rodean al hermoso lago Baikal. Allí nos dejaron en una pequeña choza provista de más comodidades que las precarias de Usti-Kut.
—Empezamos bien —sonreí.
Y pudimos entregarnos a los placeres del sexo inmediatamente. En ese lugar, por razones que no logro descubrir, estábamos más excitados que nunca. Soplara el viento, cayese la lluvia, congelase el hielo o nos atacaran piojos y mosquitos, nuestros cuerpos se buscaban ansiosos por lo menos dos veces al día. Bajo una sábana en verano o bajo pieles en invierno, estallaba el placer de sentirnos juntos y cómplices.
Nos contaron que la aldea había crecido en los años recientes por la cantidad de deportados polacos que construían caminos para facilitar el acceso a la ciudad de Irkutsk, sede de la gobernación regional. Ya circulaba un considerable tráfico de mercaderías y funcionaban dos sistemas postales, uno legal y otro clandestino. Habernos ubicado allí había sido una decisión sabia, coincidimos; un auténtico triunfo.
Lo mejor de todo fue conseguir ganarme el aprecio de un mercader rico y audaz, cuyos almacenes de pieles, tiendas con ropa y muchas tabernas bien provistas de alcohol estaban dispersos por una superficie tan grande como Bélgica y Holanda juntas. Era un señor feudal bruto y codicioso al que le habían volado el ojo izquierdo y la mitad de una oreja. Tenía sometidos a miles de tungusos que llamaba con desprecio “mis tungusitos”. No sabía siquiera escribir su nombre. Pero firmaba con un garabato que tenía la fuerza de un cetro real. En su foja pesaban muchas muertes, a las que nadie mencionaba por el nombre, sino que brillaban como credenciales de su poder imbatible. En el trato personal emitía seguridad, tenía voz grave y solía despedirme con un abrazo que me estremecía. Le gustó que yo fuese rápido para los cálculos, que nunca hubiese cometido un error y jamás le hubiese robado un kopek.
Su paga se tornó generosa. Pude ahorrar dinero y financiar el franqueo de los artículos que empecé a escribir sin cesar. Los mandaba a diversas organizaciones revolucionarias. Sentía que había regresado al campo de batalla. Mi cerebro se volvió más caliente que el agua de las locomotoras a vapor. Pero de vez en cuando evocaba los idílicos tiempos de mi adolescencia. El repaso de antiguas aventuras me inspiraba. Miradas con superficialidad, no tenían relación. Pero esas experiencias nutrían el comienzo, el desarrollo y el fin de casi todos mis textos. Iánovka, Bobrinez, Elizavetgrad, Odesa y Nikolaiev se mantenían rozagantes en mi corazón como las flores de un invernadero.
Hasta que por fin, desgraciadamente, el gobernador fue llamado al orden desde la capital. Exigió que regresáramos al caserío de Usti-Kut después de permanecer más de dos años cerca del lago Baikal. Sufríamos por entonces un invierno terrible. Sasha, el rústico siberiano que nos condujo de vuelta, arrancaba con sus manos enguantadas los carámbanos que colgaban del hocico de los caballos, para que no bloqueasen su respiración. Llevábamos sobre nuestro regazo la niña de diez meses que nos había nacido sanita y rozagante. Alexandra había estudiado obstetricia en Nikolaiev y dirigió su propio parto dando instrucciones a las mujeres que la ayudaban. Yo nunca había asistido a un parto y creo que pocos tienen la oportunidad de asistir a un alumbramiento tan extraño: la futura madre lanzaba gritos de dolor, pujaba con fuerza y, en las pausas, tenía aliento para indicar a sus ayudantes qué debían hacer.
La crianza no presentó dificultades. Alexandra estaba feliz y yo asustado. No creía posible que sobreviviese a las inclemencias siberianas.
—La gente sobrevive —respondió mi valiente mujer mientras amamantaba.
El poderoso mercader nos proveyó comida y abrigos como pago adicional a mis tareas contables. Pese a su brutalidad, era un hombre agradecido. Con Alexandra nos reíamos de nuestra propia hipocresía: había estado al servicio de un explotador artero e infame.
En el traslado a Usti-Kut procuramos que el frío no llegase ni siquiera a las mejillas de nuestra hijita. Alexandra inventó una especie de chimenea mediante un tubo que le instaló encima de la boca, por entre las pieles. Era la única forma de mantenerla aislada del hielo. En ese viaje no nos acompañaron gendarmes, pese a que era un trayecto que cualquier recluso tomaría con placer, puesto que lo acercaba a Europa. Negruzcos y densos bosques de abetos descendían hasta las márgenes de los ríos helados. El viento despojaba a sus copas de los mantos de escarcha y les otorgaban el aspecto de pirámides vivas, amenazantes. En medio de esa desolación Sasha descubría mínimos caseríos, donde rogábamos la hospitalidad que nunca era negada. Esa vida era una escuela de imprescindibles gestos solidarios. Instalábamos a la diminuta Elizabeta en un mueble cercano a la estufa y la desenvolvíamos con extremo cuidado. En esa operación, que Alexandra realizaba con pericia, yo miraba ansioso, temiendo que ya no respirase. Nuestro conductor compraba provisiones y cargaba leña para el resto de la travesía.
El aliento se congelaba al salir de los hocicos de los animales y se adhería a las crines. Nuestro trineo constaba de patines largos. En la parte delantera se doblaban hacia arriba. Fuera del ruido del galope, imperaba el silencio. Cuando la luz del día empezaba a desaparecer, se escuchaban gritos lejanos que cortaban el aire.
—Son lobos —maldijo Sasha crujiendo los pocos dientes que le quedaban.
Uno de esos quejidos se dilató por varios minutos, ascendió hasta alcanzar un alto timbre y se mantuvo desafiante. Con Alexandra cruzamos una mirada de terror. Luego vino otro grito, también taladrante. Sasha extrajo el rifle de entre unas mantas enrolladas. No había señal de otra vida que los pinos. Teníamos que detenernos a prender una fogata.
—El fuego nos protegerá —quiso tranquilizarnos. Mientras calentábamos agua en las llamas generosas y crepitantes pude distinguir brillos en la oscuridad.
—No son estrellas —suspiró escupiendo a un costado—. Son lobos.
—¿Atacarán?
—No mientras haya fuego. Y un disparo los ahuyentará enseguida. Pero son varios. Tienen hambre, siempre tienen hambre.
El círculo de ojos encendidos se iba estrechando en torno a la fogata. Pese a la oscuridad, reconocí bultos que se movían. Los caballos estaban más nerviosos que nosotros y se apretaban entre ellos. Confieso que me costó dormir, aunque caí exhausto a las pocas horas. Después le dije a Sasha que yo me haría cargo del rifle mientras él se permitía una cabeceada.
En el perezoso amanecer la fogata había disminuido su fuerza, pese a las ramas de abeto que los tres arrojábamos cada tanto. El círculo de lobos se había acercado demasiado. Entonces el conductor se hizo cargo del rifle, apuntó y estremeció la planicie con un estampido. Oímos el prolongado quejido de la víctima. Sus compañeros emprendieron la fuga.
—Es el momento de ensillar y seguir viaje —dijo.
En unos días terminamos de recorrer los doscientos cincuenta kilómetros que separaban el punto de partida con el de llegada, sin sufrir más accidentes que el temor de un asalto por parte de una legión de colmillos. De vez en cuando se nos volvió a aproximar el aullido famélico de la jauría. Yo entonces empuñaba el látigo, con la esperanza de que fuese un arma tan eficaz como la que había usado Iván en Iánovka, por si no alcanzaba con las balas del rifle.
Al llegar por fin a Usti-Kut fuimos a la misma choza ubicada al término de la aldea, en el límite con la nada. Sus dueños seguían borrachos. Nos reconocieron, sin embargo, y festejaron con gritos a nuestra hijita. Advertimos cuán miserable era esa vivienda en comparación con la que debimos abandonar. Supuse que nos abatiría la estrechez. Pero evitamos conversar sobre esos miedos. Era mejor negarlos y tratar de hallar alguna solución. Me tomé el trabajo de escribir dos veces por semana al gobernador con tenacidad, aunque mis cartas fuesen arrojadas a la estufa sin haber sido abiertas. Le rogaba misericordia por una recién nacida y hasta le mandaba poemas inspirados en los colores de Iánovka. Seguro que también necesitaba algo de tibieza esteparia para escapar del frío asesino de Siberia. Mis poemas contenían tramos cómicos y otros románticos. Deberían mejorarle el humor. Y así fue.
Pasados algunos meses tuvo otro gesto de bondad y autorizó que nos trasladásemos más al sur, a Werjolensk.
En esa localidad la aristocracia del destierro estaba constituida por los viejos narodniki. Los marxistas formaban un grupo aparte, nuevo y más reducido. Por aquella época empezaron a llegar los primeros obreros condenados por delito de huelga; habían sido elegidos al azar y muchos no sabían leer ni escribir. Alexandra sentenció:
—Para estos obreros el exilio será una escuela.
Faltaba decir que era una escuela sui generis. Las diferencias de opinión llevaban a énfasis que terminaban a los golpes. También los conflictos íntimos y hasta los sentimentales incrementaban su intensidad. A menudo se llegaba a la tentación del crimen. Y los hubo. También algo más triste: los suicidios. No pasaba un mes sin uno o dos cadáveres con las venas cortadas o una horca en la viga del techo.
En Werjolensk decidimos turnarnos para vigilar a un talentoso y desesperado estudiante de Kiev, que demostró ser un erudito en literatura clásica. Un día vi brillar encima de su mesa unos pedazos de metal; luego supe que había estado torneando balas de plomo para su escopeta de caza. No lo pudimos evitar. Al menor descuido de sus devotos guardianes apoyó el cañón contra su pecho y apretó el gatillo con un dedo del pie. Fue sentido como un gran fracaso. Esa muerte nos aplastó. Llevamos el rústico ataúd fabricado con las maderas del bosque local y lo depositamos al borde de la fosa, en lo alto de una colina. Queríamos despedirlo con algún rito o un discurso. No hubo rito, nadie era sacerdote y casi nadie ya confiaba en Dios. Tampoco se adelantó uno solo para pronunciar el discurso de circunstancias, porque los prisioneros habíamos aprendido que en esa ocasión las palabras suelen ser falsas. Todos los discursos ante una tumba abierta derraman elogios que se escamotean en vida y pueden ofender al muerto. Alrededor lloraban las tumbas de otros suicidas. Lo enterramos en silencio. Fue el entierro más agobiante de mis años en Siberia.
Aprendí que para soportar el ostracismo, mejor que el vodka y la queja, es el trabajo intelectual. Tuve que reconocer ante Alexandra que sus amigos marxistas eran los que más trabajaban teóricamente y, por eso, aguardaban con mayor esperanza la llegada del cambio.
—Esperan al Mesías —la agredí.
Ella contestó serena.
—No, al Mesías no: a los tiempos mesiánicos.
—¡Ah!
Puedo reconocer que en Werjolensk empecé a levantar vuelo. Mis alas se conectaron con un periódico de Irkutsk llamado Revista Oriental. Era una publicación provinciana creada por viejos narodniki. Pero de forma subrepticia los marxistas infiltraban sus páginas. No les faltaba osadía a esos muchachos. En mi corazón volvió a encenderse el anhelo de publicar y enviaba cartas conceptuosas hasta que apareció la primera. Animado por el éxito, escribí ensayos breves y algunas críticas literarias. Apenas revisados, los mandaba para su publicación. Los editores tuvieron la cortesía de avisarme que no imprimirían todos mis textos, sino algunas colaboraciones breves. Bailé feliz con mi pequeña en brazos. También me sugerían utilizar un seudónimo para evitar la censura. No se me había ocurrido tomar antes esa precaución. Comenzó entonces mi etapa de sucesivos seudónimos. Para encontrar alguno eficiente abrí al azar un diccionario italiano. Di con la palabra “antídoto”. Me acompañaba la fortuna, porque era el que necesitaba. En el acto había advertido que podía dividirlo en dos palabras: mi apellido “Oto” y mi nombre “Antid”. Fue tan perfecto el hallazgo que durante años firmé incontables artículos con el seudónimo Antid Oto.
Quise provocar la sonrisa de Alexandra y le expliqué mi objetivo de verter sutil contraveneno marxista, para acabar con la ponzoña de sus calumniadores.
—¿Apoyarás al marxismo de una santa vez? —preguntó.
—Sí, pero no de forma directa, sino con metáforas y comparaciones exóticas.
—Exóticas… Podrías agregar un poema bucólico, o algún chiste.
—¿Sabes? No es mala idea.
Cuando menos lo esperaba Revista Oriental ofreció pagarme tres kopeks por línea. No era mucho, pero ¿qué mejor muestra de reconocimiento? Mis artículos aumentaron en variedad y cantidad. Para seducir al lector hacía frecuentes referencias a los nombres más leídos: Ibsen, Hauptmann, Dostoievski, Nietzsche, Tolstoi, Maupassant, Zola, Andreiev, Flaubert, Gorki. Pasaba las noches puliendo línea por línea con la obsesión de un orfebre. Citar a esos escritores me hacía sentir parte de una familia gloriosa. De vez en cuando introducía una reflexión proveniente del materialismo dialéctico. A pesar de mi obstinada resistencia a ciertos postulados, Marx y Engels estaban ganando mi corazón.
—Reconozco que escriben como científicos —confesé a la suspicaz Alexandra—. Quieren llegar al fondo; su metodología es árida, pero seria.
Había advertido que se podía utilizar el materialismo dialéctico para descifrar muchos jeroglíficos desde un ángulo novedoso, incluidos el amor, la muerte, la amistad, el pesimismo. Porque el hombre ama, odia o espera de distinta forma según la época y las condiciones en que se mueve. Así como el árbol nutre a las hojas por medio de las raíces hundidas en la tierra, la personalidad humana extrae de los fundamentos económicos el alimento de sus ideas y emociones.