Narra Alexandra
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Testimonio enamorado
Lo contemplaba dormido, con un mechón de pelo cubriéndole la frente. Su respiración apenas movía ese mechón. Se lo corrí hacia el matorral de su cabellera broncínea, como una caricia. Me gustaban sus pómulos fuertes, su insolente nariz, los labios rosados que podían enloquecerme. Seguro que soñaba, era una máquina que jamás se detenía. A veces me contaba sus oníricas peripecias, que incluían debates, nostalgias esteparias y una intensa ternura hacia los animales. En sueños recordaba largos párrafos de sus lecturas, en especial las que serían objeto de un próximo comentario; su memoria era excepcional, incluso dormido. Ciertas noches se agitaba y se refería a los monstruosos profesores del Instituto, a la turba que en Bobrinez quiso matar a la hija de un ladrón de caballos, a una legión de ciegos sobre el horizonte. Cuando lo agitaba una pesadilla, le besaba la boca hasta despertarlo. A veces instalábamos a la beba entre nosotros, para darle más calor, a veces teníamos necesidad de prolongar durante casi toda la noche nuestro abrazo en la cama y la ponía de mi lado, protegiéndola con un alto almohadón para que no resbalase al suelo.
El marxismo se iba convirtiendo en una moda dentro de Rusia. ¿Se trataba de un fenómeno pasajero? También los críticos europeos del marxismo encontraban gran mercado en Rusia. El revisionista Eduard Bernstein fue uno de los más conocidos. Liova lo había elogiado para llevarme la contra. Sostenía que Bernstein tenía razón al afirmar que Marx había errado algunos pronósticos, “porque los obreros empiezan a vivir mejor que antes; avanza una legislación social progresista y más humana; las clases sociales se tornan más complejas y permeables de lo que Marx ha descrito”. Bernstein sostenía que en lugar de una revolución, había que luchar por una evolución sostenida; los grandes cambios son graduales, no súbitos. Los cambios súbitos explotan con gran estruendo, pero no duran. También decía que el sufragio universal aumentaba el poder de las masas sin necesidad de verter sangre. ¡Las masas adquieren protagonismo político!, afirmaba exaltado.
Debatimos mucho la puja entre marxismo y revisionismo. Yo consideraba que el revisionismo sólo servía para confundir y demorar la revolución, no era aliado de un cambio real. Liova quizá pensaba lo mismo, pero se divertía apoyando el revisionismo para llevarme la contra, como en la huerta. Por momentos parecía más Bernstein que Bernstein. Era su forma de enojarme y hacer que lo amase con más furia. También le encantaba criticar a Marx, dejando a un lado la admiración creciente que sentía por sus trabajos. Lo criticaba a partir de los más irrelevantes datos que cayesen en su poder. Por ejemplo, no haber visitado una sola fábrica en su vida, ni siquiera la de su amigo Engels. Y yo lo refutaba diciendo que para una cabeza como la de Marx no hacía falta ver una fábrica por dentro, así como un buen médico no necesita despanzurrar a un paciente para diagnosticar qué pasa en su interior. “¡Fue un pequeño-burgués resentido!”, contestaba.
Pasábamos horas para determinar si era mejor la revolución inglesa o la francesa. Yo decía que la francesa, y él me tendía su índice acusador: “¡También eres resentida, te gustan las decapitaciones, el griterío de los fanáticos y la purga de los aristócratas!” “¡Sí, por eso mismo!”, le respondía antes de enredarnos en un beso que terminaba en la cama.
Llegó a Werjolensk un maestro de escuela que habíamos conocido en la cárcel de Moscú. Era solitario y severo. Amaba el anarquismo y sentía una especial predilección por los presos por delitos comunes. Decía que los delincuentes son los mejores revolucionarios, pero a su manera. Coleccionaba historias de robos y crímenes. “¡Purificarán la humanidad!”, exclamaba. En una de las polémicas que se iba a convertir en una batalla a garrotazos, Liova le preguntó cómo el anarquismo, en su más limpia expresión, organizaría y controlaría el sistema de los ferrocarriles, por ejemplo. El maestro dudó un instante y espetó: “¿Para qué diablos necesitaré yo viajar en tren si triunfa el anarquismo?” Todos nos rascamos la cabeza, algunos rieron y el hombre tuvo ganas de romperle la cara a Liova.
En la época de las grandes inundaciones a ese maestro, borracho, se le ocurrió cruzar el Lena en una barca. El río embravecido arrastraba pedazos de árboles. No obstante, Liova se entusiasmó con la aventura: hacerlo con un borracho en esas circunstancias lo devolvía a las peripecias de Iánovka. Entre grandes remolinos flotaban cadáveres de animales. La piel de algunos sería útil, murmuró, como si fuese de caza. Yo me cansé de rogarle que no se arriesgara con semejante locura. Fue inútil. Será un sacrifico absurdo, le insistí al verlo trepar al bote. Yo sostenía a nuestra niña en brazos y me mordía las uñas. La excursión fue una lucha despiadada de los remos contra la corriente. Penosamente llegaron hasta la otra orilla y emprendieron el regreso, que fue más ímprobo, porque las aguas insistían en alejarlo de nuestra costa. Al volver agotados, el maestro ablandó su ceño y rindió un teatral homenaje a Liova: “¡Eres un camarada excepcional!” Mejoraron sus relaciones, pero ninguno volvió a mencionar el tema de los ferrocarriles.
Poco después llegó una orden para que el anarquista fuera desplazado hacia el norte. Lo querían lejos y bien congelado. Supimos que en el trayecto volvió a defender sus ideas y terminó con una puñalada en el hombro. Perdió sangre, pero consiguió recuperarse. Nos llegó la noticia de que aún vendado, disculpó a su agresor. Dijo que el intento de crimen se justificaba porque era una denuncia contra la opresión del Estado. Nadie pudo convencerlo de que ese sujeto no era el Estado. Ni de que la matanza de inocentes jamás liberaría al mundo. No sé cómo terminó, pero lo más probable es que con su carne se hayan indigestado algunos lobos. Miré a Liova dormido y, pese a mi simpatía por ese anarquista, me alivió saber que no regresaría jamás.