Narra Monia
1
Vientos liberales
Mis ideas y las de mi mujer eran liberales. Con Fanny reconocíamos los beneficios que trajo a Inglaterra y al mundo la Revolución Gloriosa de 1688. De allí proviene no sólo el avance de Europa, sino la Revolución Americana, con su Constitución admirable. Más de un siglo después de esa Revolución Gloriosa y trece años después de la Americana, recién estalló la Revolución Francesa. En otras palabras, la Revolución Francesa no fue la inspiración, sino la consecuencia de otras revoluciones. Pero en el marxismo se acentúan los méritos de la Revolución Francesa en lugar de la inglesa, que fue anterior y esquivó la violencia.
En Inglaterra nació el liberalismo. John Locke y David Hume fueron colosos. Los leí y releí. También le gustaban a Fanny. Pero al principio no me animaba a conversar sobre esos temas con Liova, porque los jóvenes se entusiasman, son impulsivos y pueden llevar esas ideas a lugares donde espía el gobierno. En su presencia evitábamos la política. Durante las conversaciones que manteníamos con algunos amigos sobre sucesos inquietantes, los temas flotaban de forma elíptica, como por ejemplo “fue el año en que asesinaron al zar Alejandro II”. Parecían referencias neutras, como si dijésemos “en tal época se descubrió América”. Tanta prudencia empezó a enfadar al muchacho.
Bajo la gestión de Alejandro III aumentó la severidad. Este Zar pretendía vengar el asesinato de su padre, que había sido tolerante y progresista. Quiso reimponer la dureza tradicional. Aumentó la explotación campesina y el desprecio hacia la servidumbre. Las cosas han empeorado ahora bajo el actual Nicolás II. Rusia marcha a contramano de la historia.
Un compañero de Liova en el Instituto San Pablo era Vladimir. Al principio simpatizaron. Era rojo, fornido e hijo de un coronel. Al cabo de unos meses este muchacho pasó a ser el segundo de la clase, precedido por Liova. Pidió autorización a sus padres para invitarlo un domingo a su casa. Yo no puse reparos, aunque sospechaba que la cosa terminaría mal. En efecto, me contó que fue recibido con desdén. El militar le hizo preguntas hostiles. En las tres horas que pasó allí tuvo una sensación de desasosiego por la reiteración de temas vinculados a la religión y la autoridad. Los padres de Vladimir, en base a ese interrogatorio, decidieron que su hijo no debía proseguir con esa amistad. Después supe que un pariente del coronel había ganado prestigio en Odesa por sus trabajos en las Centurias negras, ferozmente antisemitas, y que inventaron un libelo de larga y sanguinaria vigencia llamado Protocolos de los sabios de Sión.
El choque con otro compañero fue todavía más grave. Sergei había ingresado en medio del curso y se comportaba como un elemento extraño. Sobresalía por su altura y tosquedad, aunque se aplicaba al estudio. Aprendía de memoria y sus dificultades en el razonamiento le generaban cómicos enredos. Si el profesor de geografía mostraba un mapa, Sergei empezaba a recitar: “Los mandamientos de la ley de Dios que Nuestro Señor Jesucristo dio al mundo…” Después de la clase de geografía venía la de religión, y entonces recitaba teoremas de geometría. A Liova se le ocurrió hacer durante el recreo una observación crítica sobre el director del Instituto y Sergei lo encaró rabioso.
—¿Cómo puedes hablar así del señor director?
—¿Por qué no? —se asombró Liova.
—Porque es un superior. Y si un superior te manda caminar de cabeza, hay que hacerlo de cabeza.
Liova quedó estupefacto. Me comentó el episodio y yo le expliqué, haciendo una elemental psicología, que su estúpido compañero no hacía más que repetir lo que en su familia ordenaban a los siervos: caminar de cabeza.