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Las trampas de París

Me consiguieron un cuarto tan pequeño y oscuro que parecía un calabozo, aunque por la ventana podía espiar la calle. Cansado, me dejé caer sobre la única silla. Quedé dormido un rato y desperté de golpe, asustado. La jofaina estaba llena de agua y me lavé de pies a cabeza. Salí con un abrigo, gorra y bufanda. En un bistró pedí el desayunó. La algarabía de gente simple me caldeó el ánimo. Imité a los parroquianos que mojaban su croissant en el café con leche. Otros bebían vino rojo para acompañar una baguette con queso. Después salí a caminar. Crucé una fuente y miré los edificios de paredes blanquecinas, balcones de hierro y tejados de pizarra. La famosa París me pareció una ciudad vieja y sucia. Había zanjas en el pavimento y algunas aceras estaban cubiertas de lodo. A medida que me aproximaba al centro aumentaban el atropello y el desorden. Circulaban carruajes de todo tipo y también tranvías a vapor y eléctricos. Empezó a caer una garúa. Aunque ya era media mañana, el gas seguía encendido en muchas tiendas.

Tenía las señas de Jacques Mirabeau, gerente de una librería, y quizás descendiente del famoso revolucionario. Ingresé en su establecimiento, donde los volúmenes estaban distribuidos con gusto; había mesitas y sillones para que los visitantes pudieran leer. Con un golpe de vista distinguí el sector de obras modernas y otro de las antiguas. Había espacios con volúmenes gruesos, de lomos dorados, que sólo comprarían los clientes de fortuna. Pregunté por Jacques y un hombre de librea dijo que no lo conocía. Pensé que lo había pronunciado mal. Mi insistencia no cambió la situación y me sentí desconcertado. Volví a la puerta y en ese momento alguien me llamó. Era Jacques, que se acercaba sonriente, con las manos extendidas.

—Te preparé esta sorpresita para ambientarte. Atención, ¡París es muy tramposa!

Tenía abundante cabello rubio y un cutis graso con pecas. Compensaba su fealdad con una levita enteramente abrochada y una camisa marfil con corbata a rayas azules y rojas. Hablaba casi a los gritos. Por consideración a mi francés poco fluido, lo hacía con cierta lentitud. Expresó que algunos me esperaban con entusiasmo: eran quienes, como él, habían escuchado alguna de mis disertaciones. Pero —tras excusarse por la franqueza—, agregó que otros camaradas suponían que no me sería fácil conquistar al exigente público de París.

Pidió que aguardase mientras atendía a una señora de mediana edad, cabellos rubios y facciones regocijadas. Charlaron unos minutos y Jacques pidió a un empleado que le alcanzara unos libros. La mujer siguió conversando mientras sus ojos se desviaban hacia mi persona. Advirtió mi incomodidad y tuvo la deferencia de obsequiarme una sonrisa insinuante. Jacques la acompañó hasta la puerta y se deshizo en galanterías.

—Es una escritora de éxito. Mediocre, pero de éxito —comentó con un guiño—. Parece que le caíste simpático. ¿Querrías un encuentro?

—Tal vez. Pero antes…

—¡Conocer París! Sólo la viste de pasada. Arreglo unos asuntos y salimos.

En las animadas calles Jacques se detenía para saludar. Describía los edificios y me ponía al tanto de la literatura francesa. Opinaba que se había saturado de autores superficiales. La crítica había perdido su rumbo cuando se interesó con excesiva pasión en los amores de la esposa de Víctor Hugo con Sainte-Beuve o en los exóticos amantes de George Sand. Algunos, para justificar esa “nada creativa”, propugnaban “el arte por el arte” que, en realidad, era “el arte por el dinero de los idiotas”.

Jacques opinaba que los escritores se tomaban mucho trabajo para imponer la falsa percepción de que abrían una nueva etapa literaria. No. Eran conservadores. ¡Puro ingenio onanista! La Academia Francesa era peor que la Cámara de los Lores. Bastaba ver sus trajes bufonescos en las ceremonias oficiales.

Mientras almorzamos en un bodegón, señaló afligido que muchos compañeros se negaron a solventar mi viaje. Decían que era demasiado joven para meter en los universitarios mis ideas revolucionarias. No bastaba haber sufrido en Siberia ni padecer un simulacro de fusilamiento. Mis antecedentes eran más raquíticos que ese perro hurgando en la basura de la calle. No obstante, accedieron a probarme por la insistencia de Londres. Le pregunté entonces a Jacques si quería meterme miedo. Su respuesta fue una nerviosa risita.

Cuando al día siguiente me condujo al aula donde debía hablar, algo de miedo tuve, claro. Trepé con vacilación los escalones que me llevaban al proscenio. El público no era numeroso. La presentación estuvo a cargo de un camarada local, que mencionó algunas de mis peripecias. Yo lo miraba con rabia, porque parecía querer rogar que no me arrojasen tomates y repollos.

Carraspeé. Agradecí la oportunidad que me brindaban y narré una anécdota literaria “en el país de la gran literatura”. Un recurso cínico para ganar su simpatía. Me di cuenta de que no los alcancé a seducir. Entonces recurrí a un chiste. Lo conté tranquilo y me salió bien. Al estallar carcajadas supe que había quebrado el hielo. Entonces evoqué la libertad que siempre había reinado en Francia. Hasta en la época de Luis XIV los poetas con pelucas empolvadas se permitían hacer críticas: Voltaire azotaba la religión y se burlaba de la guerra, Molière escarnecía todo. Luego me aboqué a desarrollar los asuntos teóricos anunciados. A cada uno, sin excepción, los ilustré con ejemplos de la vida cotidiana. Miraba a los ojos de mis oyentes. A veces me quedaba tan fijo en una cara que el resto de la audiencia giraba hacia ella, como si fuese el eje de mi exposición. Al rato apuntaba durante varios minutos a otra cara, y así sucesivamente. En una de mis pausas aplaudieron. Luego aplaudieron de nuevo cada vez que redondeaba un párrafo vehemente. Me regalaron un largo aplauso final. Varios se acercaron para tenderme la mano. Dos gigantes me estrecharon con un abrazo que casi me quebró las costillas. Tuve más éxito del que hubiese querido, porque ahora debía preparar cada conferencia con más cuidado para mantener el alto perfil. Jacques Mirabeau me abrazó y golpeó la espalda un largo minuto, como para disculparse.

—¡Tengo que llevarte a la Academia!… ¡Para que la derribes!

En la siguiente conferencia descubrí a una muchacha de cabellos negros cuyos ojos tenían un encanto diferente al de las demás mujeres. Procuré descender enseguida de la tribuna y alcanzarla antes de que se fuera. Resultó sencillo acercarme, porque me estuvo esperando. Sonreía. Podía ser la sonrisa de una admiradora intelectual. Pero yo había aprendido a distinguir otros ingredientes más sutiles en el dibujo de los labios. Cuando estuve cerca, no supe qué decirle. Ella me tendió la mano y felicitó.

—Muy didáctico… Y apasionado.

“Apasionado”, reflexioné. Palabra que deriva de pasión. ¿Qué pasión cruza por la mente de esta bella muchacha?

Liova corre hacia el poder
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