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Bisagra histórica
En Rusia el año 1905 fue huracanado. Se multiplicaban las huelgas y la agitación del campo crecía de mes en mes. Las universidades hervían. Los periódicos horadaban la hermética censura. Aumentaban los ataques terroristas, entre los que se contaba el asesinato de un príncipe. La represión no se hizo esperar, desde luego, y desembocó en el trágico Domingo del pope Gapon.
La residencia central de Iskra prosiguió en Ginebra. Allí pude normalizar mi vida con Natasha, quien dedicaba algunas horas a dibujar retratos y pintar. Recorría bares y restaurantes de buen nivel para ofrecer su arte. También leía algunos de mis artículos antes de que los mandase a la imprenta y me sorprendía con lúcidas observaciones. Le dije que en algún momento la propondría de redactora. Contestó que bastaba con uno como yo. Hacíamos el amor en cualquier sitio, con bastante irresponsabilidad, y estirábamos nuestras piernas mediante caminatas en torno al lago. Varias veces reflexionamos acerca de cómo fue posible que ante paisajes tan bellos hubiera tenido éxito un represor como Calvino.
Cada mes hacía algún viaje de conferencias. En una ocasión, apenas regresado, compré el diario y me enteré de la procesión obrera que se realizaría frente al Palacio de Invierno en San Petersburgo, conducida por un pope con fama de santo. No me di cuenta que era un número atrasado. Fui a la redacción y encontré a Mártov descompuesto, con los sucios anteojos colgándole de la nariz.
—Es la procesión —supuse—, ¿no se ha realizado todavía?
—¡Cómo que no! —hundió sus uñas en las mejillas—. Hemos pasado toda la noche ordenando telegramas. Fue algo espantoso. ¿No estás enterado? Lee, lee, lee… —me tendió un fajo.
Las noticias causaban horror.
El pope Yuri Gapon había nacido entre campesinos y fue educado en un seminario teológico. Enviudó a los pocos años de casarse y se trasladó a San Petersburgo con el alma en pena. Luego fue enviado a enseñar en un orfanato. Mostraba una profunda sumisión, pero bajo la piel se le iba prendiendo la rebeldía. Citaba con frecuencia las páginas bíblicas referidas a los marginados. Para no irritar a sus superiores, en forma secreta visitó fábricas y se introdujo en las casas de las familias pobres. La amarga realidad incrementó el fuego de su sangre. Para que no lo etiquetasen de subversivo —mote que se aplicaba con rapidez a quienes expresaban lástima por los sufrientes— hizo gestiones ante la Ojrana. Dijo que deseaba ofrecer a los trabajadores un continuo apoyo espiritual para desactivar las tendencias anarquistas y convencerlos de que mediante la oración y las buenas acciones mejorarían su vida. Dispuso que sólo podrían concurrir a sus misas los miembros de la religión ortodoxa rusa.
En pocos años lo empezaron a seguir millares de personas. Yuri Gapon se sintió poderoso. Y se mareó. Hasta se animó a decir que odiaba a la autocracia. El domingo 9 de enero encabezó una fantástica procesión hacia el Palacio de Invierno para entregar un pedido de reformas al zar Nicolás II. Entre otras cosas, pedía una jornada laboral de ocho horas, el fin de la guerra ruso-japonesa y la introducción del sufragio universal. En ese momento significaba una bofetada al régimen. San Petersburgo acababa de sufrir una huelga de ochenta mil trabajadores, la más grande de toda la historia. El día previo la ciudad se había quedado sin electricidad. El inteligente ministro Witte manifestó a sus íntimos que no atacaría esa procesión porque tenía un carácter pacífico. En efecto, las columnas portaban iconos y cantaban himnos mientras caía la nieve cuyos copos se fundían al tocar el suelo, haciéndolo más barroso. Enronquecían al cantar con fuerza piezas patrióticas como Dios salve al Zar. Venían hombres, mujeres y niños, algunos con las manitas moradas por la helada. Ciertos cálculos afirmaban que a la procesión la engrosaban ciento cincuenta mil personas, un maremoto. Su éxito establecería un grave precedente.
Cuando la masa humana se acercó demasiado al Palacio, los soldados procuraron detenerla. Pero no pudieron frenar su avance ni con gritos de advertencia, ni con disparos al aire. La gente seguía llegando por oleadas. Creía que su respetuosa solicitud no ofendería al “Padrecito Zar”. Alzaban los iconos y los niños por sobre sus cabezas y elevaban el volumen de sus cánticos. Entonces los soldados bajaron el cañón de sus armas, apuntaron a la gente y tiraron a matar.
En torno a Gapon, que avanzaba adelante, empezaron a caer varios cuerpos. Por decenas, por centenas. Unos encima de otros. Los desordenados alaridos llegaban al confín de la ciudad. El mismo pope estaba en la mira de los fusileros, qué duda podía caber. Un socialdemócrata infiltrado en la multitud se le arrojó encima para salvarlo. Las municiones rayaban el aire. Se arrastraron entre cadáveres, heridos y charcos de sangre hasta llegar a una esquina y alejarse a la disparada. El sacerdote decidió buscar refugio lejos de su iglesia, porque lo irían a buscar sus ex aliados de la policía. Se sintió confundido, impotente. Nunca hubiera imaginado ese final. Los telegramas insistían que mucha gente le aconsejaba huir del país antes de que lo cortaran en pedazos dentro de una cárcel. Nos mirábamos perplejos y paralizados.
En los meses sucesivos trascendió cómo terminó su aventura. Nadie, en la redacción, pudo en aquel momento haberlo imaginado.
Con ayuda de contrabandistas cruzó la frontera y se arrojó en los brazos de eminentes personalidades rusas. Los periódicos exaltaron su coraje en varias lenguas. La cifra de muertos que había generado su embestida heroica superaba los cuatro mil, tal vez más. Fue un crimen que nadie podía ocultar. El zarismo había sufrido una derrota moral de proporciones. Pese a que ordenó barrer con urgencia las huellas de la masacre, sus consecuencias crecían dentro y fuera de sus límites. Brotaron huelgas de repudio que llegaron a comprometer en pocos meses a casi medio millón de personas. La oleada rebelde se extendió a Polonia, Armenia, Georgia.
Para evitar una nueva masacre, el Zar se avino a firmar un Manifiesto sobre la Constitución y algunas urgentes reformas, que le escribió el hábil ministro Witte, de quien desconfiaba sin embargo. Meses después, ante los resultados débiles, lanzó otro Manifiesto en el que prometía un parlamento nuevo. Pero no avanzó con sinceridad hacia la democracia. La añosa estructura absolutista prefería los métodos de la represión salvaje. Las Centurias Negras desencadenaron un festival de muerte en ciudades y aldeas. Asesinaron a millares de trabajadores e hirieron a muchos más. En un solo día fueron muertos en Odesa quinientos judíos; el propio Zar estimulaba la dirección de las agresiones al afirmar que casi todos los revolucionarios eran judíos. Una huelga en Moscú dejó el saldo de mil cadáveres y porciones enteras de la ciudad quedaron en ruinas.
Esos crímenes energizaron al Soviet de San Petersburgo, que en las semanas y meses sucesivos formó milicias obreras y se empeñó en conseguir armas por todos los medios legales o ilegales a su alcance. Entre los militantes del campo revolucionario se tenía la impresión de que por fin venía algo distinto. Mi pecho mantenía una taquicardia permanente y tuve que consular a un médico, que me prescribió sedantes. Ese año prometía dar una vuelta de página a la historia.
Mientras, Yuri Gapon recorría varios países. Se entrevistó con Plejánov, Lenin, Kropotkin y también con otras figuras no rusas como Jean Jaurès y George Clemenceau. Repetía los detalles de su trágica epopeya como un poema aprendido de memoria. Fundó un santuario en Ginebra, al que ninguno de mis amigos quiso acercarse siquiera, y otro en Londres. En septiembre le otorgaron permiso para volver a Rusia, gracias a que no había interrumpido su discreta correspondencia con la Ojrana. El gobierno le garantizaba su seguridad si no irritaba al régimen y facilitaba la delación de revolucionarios. Yuri Gapon estaba encadenado a una contradicción: era un sincero pope de la reaccionaria iglesia ortodoxa, pero deseaba mayor justicia social. El pobre creía que su ambivalencia beneficiaría a los trabajadores y sería grata a los ojos de Dios.
Años después, en un encuentro con Víctor Adler en su confortable estudio, me sorprendió con una reflexión dura.
—¿Sabes? Yuri Gapon se ha declarado socialdemócrata. ¡Un pope socialdemócrata! No me alegra. Al contrario, me da lástima… Si hubiera desaparecido para siempre en la masacre del Domingo Sangriento, habría dejado una hermosa leyenda. En el destierro, en cambio, hizo el ridículo. Mire usted —añadió, y el fuego que había en sus ojos explicaba la crueldad de su ironía— …a hombres como ése conviene tenerlos de mártires, no de compañeros en el partido.
Como si sus palabras hubiesen sido adivinadas previamente por el diablo, a las pocas semanas de regresar, Gapon fue ahorcado en un cottage cercano a San Petersburgo. Se dijo que lo liquidaron sus propios seguidores, indignados por la continuidad de sus vínculos con los represores. Otros afirmaban que fue obra de la implacable Ojrana, famosa por sus maldades, no por su clemencia.