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Londres revolucionario
Nadeida me buscó un alojamiento permanente. Lo consiguió calles más abajo, en una casa donde vivían Vera Sasulich y Yuli Mártov, entre otros revolucionarios, a quienes fui presentado con mucha amabilidad. Las habitaciones, siguiendo la costumbre inglesa, no estaban en el mismo piso. Quedaba en lo alto una especie de buhardilla, que me fue asignada. El edificio poseía una suerte de sala común en planta baja, donde se tomaba café o té, se fumaba y charlaba. La vez que fue allí el famoso Georgi Plejánov dijo que el desorden de ese sitio era más repugnante que el de una cueva. Y los residentes, a las carcajadas, repetían esa afirmación como un mérito. En mi buhardilla había un lecho confortable, una pequeña mesa para escribir, una butaca giratoria y un perfecto espejito redondo encima de la cómoda. Casi la residencia de un príncipe.
Así comenzó mi etapa londinense.
Durante las primeras noches no pude dormir bien. A lo lejos ladraban perros. Los cascos de un caballo golpeaban a menudo el empedrado y me imaginaba que arrastraban un coche con las ruedas enllantadas. Me concentraba en su ritmo, que se apagaba de a poco. En ocasiones lo sucedían voces borrachas que intercambiaban risotadas. El insomnio aguza los sentidos y uno es capaz de captar sutilezas que en la vigilia se pierden. Daba vueltas en el lecho y golpeaba la almohada para hacerle desaparecer el hueco que le había dejado mi cabeza. Recordaba tramos de mi largo viaje por ciudades de Europa. Recordaba el rostro de Alexandra y el de nuestras hijas. Recordaba el irreal clima siberiano. El loco ataque de Félix Dzerdzinsky. Los ojos cansados de Víctor Adler. Mi paseo por Londres con Lenin. El pupitre de Marx. En mi desesperación por dormir empecé a sufrir latidos en las sienes. Con el pulgar apretaba la arteria bajo la raíz de la patilla y con los otros dedos comprimía mis órbitas. Me dije: son los celos del pasado, indignados por mis presurosas zancadas al futuro. A veces surgían imágenes de la lejana Iánovka, mi madre leyendo, papá dando instrucciones a los peones, Iván en su taller. ¿Cómo era posible que hubiese dormido en las condiciones inhumanas de las prisiones y no lo pudiera hacer en este confort casi nobiliario?
Encendía la lámpara y me aplicaba a devorar los números viejos de Iskra y volúmenes de Aurora, editados por la misma redacción. Contenían trabajos magníficos, dotados de profundidad y pasión. Sentí vergüenza por mi ignorancia. Mastiqué cientos de páginas como un animal hambriento. Al cabo de unos días fui a visitar la redacción misma y me encontré con montañas de papeles, carpetas y libros que impedían caminar. En ese desorden había unos escritorios de madera. Los muros sostenían anaqueles combados, llenos.
—Es un laberinto, ¿verdad? —dijo Vera—. Pero lo conocemos bien.
Asentí sorprendido.
Me propuso trabajar en el periódico.
—¿En serio?
Sentí tanta alegría que le besé las manos. Al principio, redacté con enorme tensión unas notas breves. A las dos semanas me invitó a bracear en los torrentes más sustanciosos del ensayo político. La miré pasmado.
Vera Sasulich era fascinante, de voz profunda, mirada intensa y un cutis surcado por las arrugas de su admirable historia. Sirvió de enlace con el viejo Frederich Engels, a quien había frecuentado en sus últimos años. Escribía con gran autoexigencia y corregía sus textos de forma obsesiva. Fumaba sin cesar y en su cenicero no sólo había colillas, sino cigarrillos que apagaba antes de tiempo, como si en ellos descargase su enojo. La ceniza le agrisaba la chaqueta, la blusa, la falda, los brazos y hasta caía sobre sus manuscritos y dentro de los vasos de té.
Su padre había sido un noble empobrecido que falleció cuando ella tenía tres años. Al terminar los estudios secundarios se empleó como oficinista. Grupos radicales la sacaron de la asfixia burocrática y empezó a enseñar en las horas libres a obreros de fábricas. Esa actividad fue considerada subversiva. Entonces, indignada, buscó los grupos anarquistas. Supo de un prisionero político que no aceptó quitarse la gorra ante el odiado coronel Trepov, quien ordenó que fuese humillado con azotes hasta que, tendido en tierra, implorase perdón a los gritos. Una corriente anarquista decidió asesinar a Trepov. Vera, sin comunicar sus planes, se apropió de un revólver que introdujo en un bolso del que no se separaba ni dormida. Estudió los trayectos habituales del oficial, lo siguió de a pie y en coche hasta que lo tuvo cerca. Entonces, con la calma de un cirujano metió sus dedos en el bolso, acomodó sus dedos en el mango y el gatillo, apuntó y, en el momento que disparaba, la custodia cayó sobre ella como un alud. A Trepov consiguió producirle heridas de consideración, pero no la muerte. El hecho estalló como volcán. La prensa dedicó primeras planas y numerosos artículos al juicio. El jurado, aunque recibía presiones del gobierno, sentía que la opinión pública simpatizaba con la acusada. Las reformas judiciales que había impuesto el liberal Alejandro II garantizaban una mayor independencia de los magistrados. El abogado de Vera pudo llevar el litigio a un punto en el cual parecía que la condena iba a caer sobre el oficial. En efecto, Vera fue declarada inocente. ¡Inocente! Pero esa victoria la indujo a cambiar de postura, manifestándose contra los asesinatos.
—¿Nunca más apoyaste la violencia? —pregunté.
—Mira, Kant decía que los sabios pueden equivocarse, y entonces cambian. Los necios no cambian nunca.
Aunque sus admiradores le reiteraban cariño y solidaridad, entendió que no podía seguir en Rusia. Viajó a Suiza y allí se convirtió al marxismo. Fundó un grupo político con Georgi Plejanov y Pavel Axelrod, que después trasladaron a Londres.
Como Vera dominaba el alemán y el inglés, tenía la trascendental misión de traducir al ruso las obras de Marx y Engels. Llenaba decenas de páginas diarias. En Suiza se unió a Vladimir Illich Lenin y Yuli Mártov, que por entonces parecían inseparables. Todos se mudaron a Londres y fundaron el diario Iskra del exilio, paralelo al Iskra de Rusia.
Una noche Lenin y su mujer me llevaron a una de las discusiones que tenían lugar en la legendaria Whitechapel, ubicada en la horrible calle del mismo nombre. Había sido parte de la antigua vía romana y allí se construyó una iglesia que pronto fue rodeada por albergues para los viajeros. Estaba fuera de las murallas y de los controles. Surgieron cervecerías, curtiembres, mataderos y hasta fundiciones. Los pastores religiosos no daban abasto en medio de una multitud carenciada y violenta. Entre sus glorias figuraba el haber fabricado la Campana de la Libertad de Filadelfia y el Big Ben de Londres. Las chozas se multiplicaban y apretaban como animales flacos. De esa forma se dibujó el abigarrado East End, enmohecido y hacinado, en el que se acumulaba basura y florecía la delincuencia. Una tienda de campaña erigida en medio del cementerio por un predicador tuvo la virtud de orientar muchas almas y atrajo al Ejército de Salvación, cuya actividad fue reconocida como una presencia que nadie se atrevía a mancillar. Numerosas mujeres no encontraron otro recurso que la prostitución. Justo allí, en Whitechapel, llevó a cabo sus proezas Jack el Destripador, que inspiró mucha literatura.
Ante la mirada silenciosa de Lenin discutí con un patriarca de la emigración rusa y con un fogoso anarquista. Me asombró la puerilidad de ambos y con cuánta ligereza pretendían pulverizar las teorías de Marx. El debate fue irrelevante. Un grupo de curiosos nos escuchó con más diversión que ganas por entender la verdad. Volví a mi cuarto con una extraña alegría. ¡Si ésos eran mis adversarios!
El domingo me llevaron a una iglesia, donde alternaba un mitin socialdemócrata con el recitado de los salmos. Otra rareza. Subió a la tribuna un trabajador que había llegado de Australia y habló sobre la revolución en ese país. Luego la multitud se puso de pie y empezó a cantar: “¡Oh, Dios todopoderoso, haz que no haya reyes ni haya ricos!” A la salida dijo Nadeida:
—En el proletariado inglés los elementos revolucionarios se combinan con ideas teológicas. Es una rara mezcla que deberíamos tener presente.
Comimos en la pequeña cocina de su casa.
Lenin mantenía una vida ordenada. Comentó que lo estructuraba una mentalidad de monje. Pasaba jornadas enteras en ese retiro, donde estudiaba y escribía. Reunirse con él, aunque fuese en las sesiones oficiales, constituía un pequeño acontecimiento. No participaba de la bohemia, que conocía de lejos, incluidos los nombres de muchos revolucionarios atrapados por su seducción intelectual. Algunos días se encerraba en la biblioteca del Museo Británico.
En vista de mi buen desempeño en Whitechapel, aconsejó que fuese a dar conferencias en Bruselas, Lieja y París. ¿Ya? Sí, ya. Debía defender el materialismo histórico de las ridículas críticas que le formulaba la escuela subjetivista rusa. De esa forma empezaría mi misión en Europa occidental. Los viajes serían agradables, aunque desprovistos de lujo. En cada sitio me esperarían y sería alojado en casa de exiliados y obreros, donde la pobreza era compensada por una digna solidaridad. La iniciativa me puso nervioso, pero me gustó como desafío. Estábamos avanzando hacia una gran batalla, aunque aún no se distinguía el horizonte. Sin decirlo, creo que Lenin sospechaba lo mismo.
El ciclo de disertaciones acabó pronto, sin embargo. Se había evaluado que mis virtudes eran más necesarias en Rusia. Debía regresar al zarismo. Allí habían aumentado las detenciones en masa y no se contaba con suficientes hombres para fogonear la resistencia. Me hubiera gustado proseguir la tarea de disertante por las hermosas ciudades europeas, pero no hice objeciones porque ansiaba lograr la libertad de Alexandra y mis hijas, aún en Siberia, cosa que era imposible desde el exilio. Incluso empecé a urdir planes con ese propósito, haciendo largas listas de parientes, amigos, profesores y funcionarios que podrían ayudar.
Cuando se acercó la fecha de mi partida, Lenin me llamó a su casa. Bebimos té y efectuó un rodeo con otros temas para no herirme. Por fin dijo que otra vez se habían cambiado los planes.
—¿Qué?
La cúpula revolucionaria instalada en Londres volvió a examinar mi caso y, por mayoría de votos, decidió que seguía siendo más útil dando conferencias en Europa. En París, por ejemplo, se había formado una gran colonia de estudiantes rusos que urgía reclutar. Mis credenciales de heroico camarada joven fugado de Siberia eran un buen anzuelo. Comenté que me dolía no poder impulsar la liberación de mi esposa y Lenin apoyó su mano sobre la mía.
—Comprendo. Y hoy mismo escribiré a varios camaradas para que muevan el caso con la máxima intensidad.
Cambié el contenido de mi maleta. No regresaba a Rusia, sino a Francia.