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Vivía con Lucerne y Zeb en un edificio situado a unas cinco manzanas del Jardín. Lo llamaban porque es lo que había sido, y todavía conservaba un tenue olor a queso. Después del queso lo reciclaron en lofts para artistas, pero ya no quedaban artistas y nadie parecía saber quién era el propietario. Entretanto, los Jardineros lo habían ocupado. Les gustaba vivir en sitios donde no tenían que pagar alquiler.

Nuestra vivienda era un espacio amplio, con algunos cubículos separados por cortinas: uno para mí, otro para Lucerne y Zeb, otro para el biodoro violeta, otro para la ducha. Las cortinas de los cubículos estaban hechas de tiras de bolsas de plástico y cinta aislante, y no insonorizaban en absoluto. Suponía un inconveniente, sobre todo en el caso del biodoro violeta. Los Jardineros decían que la digestión era sagrada y que no había nada gracioso ni terrible respecto a los olores y sonidos que formaban parte de la fase final del proceso nutritivo, pero en nuestro hogar esos productos finales resultaban difíciles de pasar por alto.

Comíamos en la sala principal, en una mesa hecha a partir de una puerta. Todos nuestros platos y ollas y sartenes eran rescatados —cosechados, decían los Jardineros—, salvo algunas de las bandejas más gruesas y tazas. Estas las habían fabricado los Jardineros en su periodo cerámico, antes de que decidieran que los hornos consumían demasiada energía.

Yo dormía en un futón relleno de farfolla y paja. Tenía una colcha hecha de retazos de tejanos y alfombrillas de ducha viejas y cada mañana empezaba por hacerme la cama, porque a los Jardineros les gustaban las camas bien hechas, aunque no eran tiquismiquis respecto a de qué estaban hechas. Luego cogía la ropa que tenía colgada de un clavo en la pared y me la ponía. Me la cambiaba cada siete días: los Jardineros no eran partidarios de gastar demasiada agua y jabón en lavarse en exceso. Mi ropa estaba siempre húmeda por el ambiente, y porque los Jardineros desaprobaban las secadoras. Nuala nos decía muchas veces que Dios hizo el sol por una razón, y según ella la razón era secar la ropa.

Lucerne seguía en la cama, que era su sitio favorito. Cuando vivíamos en HelthWyzer con mi verdadero padre, casi nunca se quedaba en casa, en cambio con los Jardineros apenas salía, salvo para ir al Tejado o a de Estética a ayudar a las otras mujeres Jardineras a pelar raíces de bardana, a hacer esas colchas abolladas o a tejer cortinas con bolsas de plástico, o a lo que fuera.

Zeb estaría en la ducha. «No hay duchas diarias» era una de las muchas reglas de los Jardineros que infringía. Nuestra agua de ducha salía de una manguera de jardín enganchada a un cubo de agua de lluvia y no usábamos más energía que la fuerza de gravedad. Ésa era la razón de que Zeb hiciera una excepción consigo mismo. Cantaba:

A nadie le importa un pimiento,

a nadie le importa un pimiento,

todo se va a tomar viento,

porque a nadie le importa un pimiento.

Todas sus canciones de ducha eran negativas de este modo, aunque él las cantaba entusiasmado, con esa voz de marcado acento ruso.

Tenía sentimientos encontrados respecto a Zeb. Podía dar miedo, pero también me tranquilizaba tener a alguien tan importante en mi familia. Zeb era un Adán, un Adán destacado. Te dabas cuenta por la forma en que lo miraban los demás. Era grande y robusto, con barba de motero y pelo largo —castaño y ligeramente salpicado de gris—, rostro curtido y cejas como alambre de espino. La pinta era de tener un diente de plata y un tatuaje, pero no tenía ninguna de las dos cosas. Era fuerte como un gorila, y su expresión era amenazadora pero simpática, como si pudiera partirte el cuello si fuera necesario, pero no por diversión.

En ocasiones jugaba conmigo al dominó. Los Jardineros andaban escasos de juegos —«la naturaleza es nuestro patio»— y los únicos juguetes que aprobaban estaban hechos de retales o tejidos con sobrantes de cuerda o eran figuras de ancianos arrugados con la cabeza hecha de manzanas silvestres secas. Eso sí, toleraban el dominó, porque hacían las fichas ellos mismos. Cuando ganaba yo, Zeb se reía y decía: «buena chica», y me daba unas capuchinas de premio.

Lucerne siempre me decía que fuera buena con él, porque aunque no era mi verdadero padre era como si lo fuera, y hería sus sentimientos si me comportaba de forma grosera con él. En cambio, no le hacía ninguna gracia que Zeb fuera amable conmigo. Así que me costaba mucho saber cómo actuar.

Mientras Zeb estaba cantando en la ducha, yo me preparaba algo de comer: bocaditos de soja secos o una hamburguesa vegetal que había sobrado de la cena. Lucerne era una cocinera pésima. Luego me iba a la escuela. Normalmente aún tenía hambre, pero podía contar con el almuerzo de la escuela. No era bueno, pero era comida. Como le gustaba decir a Adán Uno, el hambre es la mejor salsa.

No recordaba haber pasado hambre nunca en el complejo HelthWyzer. Me moría de ganas de volver allí. Echaba de menos a mi verdadero padre, que aún me querría: si hubiera sabido dónde estaba, seguramente habría venido a buscarme. Quería mi verdadera casa, con mi propia habitación y la cama con las sábanas rosa y el armario lleno de ropa diferente. Y por encima de todo, quería que mi madre volviera a ser como antes, cuando me llevaba de compras, o salía al club a jugar a golf, o iba al balneario AnooYoo para hacerse unos arreglillos, y luego volvía oliendo bien. Sin embargo, si yo mencionaba algo de nuestra antigua vida, ella me decía que todo eso era el pasado.

Tenía un montón de razones para huir con Zeb y unirse a los Jardineros. Decía que la forma de vida de los Jardineros era la mejor para la humanidad, y también para el resto de las criaturas de , y había actuado por amor, no sólo por Zeb sino por mí, porque quería que el mundo se sanara para que la vida no se extinguiera, y ¿no me hacía feliz saberlo?

Ella misma no parecía tan feliz. Se sentaba a la mesa a cepillarse el pelo, contemplándose en uno de los espejitos con expresión apesadumbrada, o crítica o quizá trágica. Llevaba el cabello largo como todas las mujeres Jardineras, y el cepillado, las trenzas y el tocado le daban mucho trabajo. En los días malos repetía todo el proceso cuatro o cinco veces.

Los días en que Zeb estaba fuera, Lucerne apenas me hablaba. O actuaba como si lo hubiera escondido yo. «¿Cuándo fue la última vez que lo viste? —decía—. ¿Estaba en la escuela?» Era como si quisiera espiarlo. Luego se ponía en plan disculpa y me decía: «¿Cómo estás?» Como si me hubiera hecho algo malo.

Cuando yo respondía, ella no estaba escuchando. En cambio, estaba pendiente de la llegada de Zeb. Se ponía cada vez más ansiosa e incluso enfadada; caminaba en círculos y miraba por la ventana, hablando consigo misma sobre lo mal que la había tratado; pero cuando por fin aparecía Zeb, se desvivía por él. Luego empezaba a darle la lata: ¿dónde había estado, con quién había estado, por qué no había vuelto antes? Zeb se encogía de hombros y decía: «No pasa nada, cielo, ahora estoy aquí. Te preocupas demasiado.» Entonces los dos desaparecían detrás de la cortina de tiras de plástico y cinta aislante, y mi madre hacía ruidos afligidos y abyectos que me mortificaban. En esos momentos la odiaba, porque no tenía orgullo ni control. Era como si estuviera corriendo desnuda por el centro comercial. ¿Por qué veneraba tanto a Zeb?

Ahora entiendo cómo ocurrió. Puedes enamorarte de cualquiera: de un loco, de un criminal, de un don nadie. No hay reglas que valgan.

La otra cosa que me desagradaba de los Jardineros era la ropa. Había Jardineros de todos los colores, pero sus ropas no lo eran. Si la naturaleza era hermosa, como afirmaban los Adanes y las Evas —si los lirios del campo eran nuestros modelos—, ¿por qué no podíamos parecemos más a las mariposas y menos a los aparcamientos? Éramos muy planos, lisos, gastados, oscuros.

Los niños de la calle —los plebiquillos— no eran ricos ni mucho menos, pero eran llamativos. Yo les envidiaba las cosas brillantes, las cosas deslumbrantes, como los teléfonos con cámara de televisión, rosas, morados y plateados, que destellaban en sus manos como las cartas de un mago, o los Sea/H/Ear Candies que se ponían en los oídos para escuchar música. Envidiaba su libertad chillona.

Nos tenían prohibido ser amigos de los plebiquillos, y ellos, por su parte, nos trataban como parias, tapándose la nariz y gritando, o lanzándonos cosas. Los Adanes y las Evas decían que nos perseguían por nuestra fe, pero era más probable que lo hicieran por nuestro vestuario: los plebiquillos tenían muy en cuenta la moda y llevaban las mejores ropas que podían comprar o robar. Así que no debíamos mezclarnos con ellos, pero parábamos la oreja. Pillábamos sus conocimientos así, como si se tratara de gérmenes. Contemplábamos la vida mundana prohibida como a través de una alambrada.

Una vez me encontré en la acera un precioso teléfono con cámara. Estaba embarrado y no daba señal, pero me lo llevé a casa de todos modos y las Evas me pillaron con él. «¿No se te ocurre nada mejor? —dijeron—. Esto puede hacerte daño. Te freirá el cerebro. Ni lo mires: si puedes verlo, puede verte a ti.»

El año del diluvio
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