65Toby. Día de San Mahatma Gandhi

Año 25

Por la mañana, Ren no está tan caliente. Su pulso es más firme, e incluso es capaz de sostener la taza de agua caliente en sus manos temblorosas. Toby le ha puesto menta esta vez, además de miel y sal.

Una vez que Ren se vuelve a dormir, Toby lleva las sábanas sucias y las toallas al tejado para lavarlas. Se ha llevado sus prismáticos y, mientras las sábanas y las toallas se empapan, examina los terrenos del balneario.

Cerdos a lo lejos, en el rincón suroeste del prado. Dos mohair, uno azul y otro plateado, paciendo tranquilamente juntos. No hay leoneros. Perros ladrando en algún sitio. Buitres volando en torno al lugar funerario de los cerdos.

—Alejaos de aquí, arqueólogos —dice Toby.

Se siente aturdida, casi mareada, con el ánimo de contar chistes. Tres enormes mariposas rosas vuelan en círculos sobre su cabeza, se posan en las sábanas húmedas. Quizá creen que han encontrado la mariposa rosa más grande de todas. Quizás es una cuestión de amor. Están chupando. No se trata de amor, pues, sino de sal.

Algunos dirán que el amor es mera química, amigos míos, decía Adán Uno. Por supuesto, es químico: ¿dónde estaría cualquiera de nosotros sin química? Pero la ciencia es simplemente una forma de describir el mundo. Otra forma de describirlo sería decir: ¿dónde estaría cualquiera de nosotros sin amor?

Querido Adán Uno, piensa Toby. Estará muerto. Y Zeb, muerto también, pese a sus ilusiones. Aunque quizá no; porque si yo estoy viva —y lo que es más, si Ren está viva—, entonces cualquiera puede estar vivo también.

Dejó de escuchar en su radio de cuerda hace meses, porque el silencio era muy descorazonador. Sin embargo, sólo porque no oiga a nadie no quiere decir que no haya nadie. Lo cual había estado entre las pruebas hipotéticas de Adán Uno de la existencia de Dios.

Toby limpia la pierna infectada de Ren, aplica más miel. Ren come un poco, bebe un poco. Más elixir de hongos, más sauce. Después de mucho rebuscar, Toby encuentra un botiquín de primeros auxilios del balneario; hay un tubo de crema antibiótica, pero está caducado. No hay termómetro. ¿Quién pidió esta mierda?, piensa. Ah sí, yo.

En cualquier caso, los gusanos son mejores.

Por la tarde levanta los gusanos de la fiambrera y los mete en agua tibia. Luego los traslada a una gasa del botiquín de primeros auxilios, aplica otra gasa encima y las fija a la herida. Los gusanos no tardarán en comerse la gasa: saben lo que les gusta.

—Esto dolerá —le dice a Ren—, pero te hará sentir mejor. Trata de no mover la pierna.

—¿Qué son? —dice Ren.

—Son tus amigos —dice Toby—. Pero no hace falta que mires.

Su impulso homicida de la noche anterior ha terminado: no arrastrará a Ren muerta al prado para que la devoren los cerdos y los buitres. Ahora le gustaría curarla, acariciarla, porque ¿acaso no es un milagro que Ren esté ahí? ¿Que haya superado el Diluvio Seco sin daños graves? O no muy graves. Sólo tener una segunda persona en las instalaciones —incluso una persona débil, incluso una persona enferma que duerme la mayor parte del tiempo— basta para que el balneario parezca una morada acogedora y no una casa encantada.

Yo era el fantasma, piensa Toby.

El año del diluvio
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