28

Justo entonces un chico al que nunca había visto antes se acercó a nuestro puesto. Era un adolescente, mayor que nosotras. Delgado, alto y de cabello oscuro, y no llevaba la clase de ropa que se ponían los ricos. Iba todo de negro.

—¿Cómo puedo ayudarle, señor? —preguntó Amanda.

En ocasiones imitábamos a los esclavos asalariados del SecretBurgers cuando estábamos trabajando en los puestos.

—He de ver a Pilar —dijo el chico. Sin sonrisa, nada—. Esto no está bien.

Sacó de la mochila un tarro de miel Jardinera. Era extraño, porque ¿qué podía estar malo en la miel? Pilar decía que nunca se estropeaba a no ser que le echaras agua.

—Pilar no se siente bien —dije—. Deberías comentárselo a Toby. Está allí con las setas.

Miró a su alrededor, como si estuviera nervioso. No parecía que lo acompañara nadie, ni amigos ni padres.

—No —dijo—. Ha de ser Pilar.

Zeb se acercó desde el puesto de verduras, donde estaba vendiendo raíces de bardana y huauzontle.

—¿Pasa algo? —preguntó.

—Quiere hablar con Pilar —dijo Amanda—. Por algo de la miel.

Zeb y el chico se miraron el uno al otro, y me pareció que el chico negaba ligeramente con la cabeza.

—¿Te sirvo yo? —preguntó Zeb.

—Creo que debería ser ella —dijo el chico.

—Amanda y Ren te llevarán —dijo Zeb.

—¿Y quién venderá el vinagre? —pregunté—. Nuala ha tenido que irse.

—Yo lo vigilaré —dijo Zeb—. Éste es Glenn. Cuidadlo. No dejes que te coman vivo —le dijo a Glenn.

Atravesamos las calles de la plebilla, dirigiéndonos al Jardín del Edén en el Tejado.

—¿Cómo es que conoces a Zeb? —dijo Amanda.

—Oh, ya lo conocía —dijo el chico.

No era hablador. Ni siquiera quería caminar al lado de nosotras: después de una manzana, se quedó un poco atrás.

Llegamos al edificio de los Jardineros y subimos por la salida de incendios. Philo el Niebla y Katuro el Curvatubos estaban allí: nunca dejábamos el edificio vacío, por si acaso los plebiquillos trataban de colarse. Katuro estaba arreglando una de las mangueras; Philo sólo estaba sonriendo.

—¿Quién es éste? —preguntó Katuro cuando vio al chico.

—Zeb nos ha dicho que lo trajéramos aquí —dijo Amanda—. Está buscando a Pilar.

Katuro señaló con la cabeza por encima del hombro.

—En del Barbecho.

Pilar estaba tumbada en una hamaca con el tablero de ajedrez a su lado. Todas las piezas estaban colocadas: no había jugado. No tenía buen aspecto: estaba un poco hundida. Estaba con los ojos cerrados, pero los abrió cuando nos oyó llegar.

—Bienvenido, querido Glenn —dijo, como si lo estuviera esperando—. Espero que no hayas tenido ningún problema.

—Ningún problema —dijo el chico. Sacó el tarro—. No está bien —añadió.

—Todo está bien —dijo Pilar—. En la imagen global. Amanda, Ren, ¿me traeríais un vaso de agua?

—Lo iré a buscar —dije.

—Id las dos —dijo Pilar—. Por favor.

No nos quería allí. Dejamos del Barbecho lo más lentamente que pudimos. Ojalá hubiera podido oír lo que estaban diciendo: no era sobre la miel. El aspecto de Pilar me estaba asustando.

—No es de una plebilla —susurró Amanda—. Es de un complejo.

Yo pensaba lo mismo, pero dije:

—¿Cómo lo sabes?

En los complejos vivía la gente de las corporaciones: todos esos científicos y gente de negocios que Adán Uno decía que estaban destruyendo las viejas especies y creando nuevas y arruinando al mundo, aunque yo no podía creer que mi verdadero padre estuviera haciendo eso en HelthWyzer; en cualquier caso, ¿por qué Pilar saludaba siquiera a alguien de allí?

—Sólo es una sensación —dijo Amanda.

Cuando regresamos con el vaso de agua, Pilar volvía a tener los ojos cerrados. El chico estaba sentado a su lado; había movido unas pocas piezas de ajedrez. La reina blanca estaba encerrada: un movimiento más y estaría muerta.

—Gracias —dijo Pilar, cogiendo el vaso de agua de Amanda—. Y gracias por venir, querido Glenn —le dijo al chico.

El joven se levantó.

—Bueno, adiós —dijo con torpeza.

Y Pilar le sonrió. Su sonrisa era brillante aunque débil. Tuve ganas de abrazarla, se la veía muy pequeña y frágil.

Volviendo al Árbol de , Glenn caminó junto a nosotras.

—Está muy mal, ¿verdad? —dijo Amanda.

—La enfermedad es un defecto de diseño —dijo el chico—. Podría corregirse.

Sí, decididamente era de un complejo. Sólo los cerebritos de los complejos hablaban así: sin responder a tu pregunta, sino diciendo algo general, como si lo supieran todo a ciencia cierta. ¿Era así como hablaba mi verdadero padre? Quizás.

—Entonces, si estuvieras haciendo el mundo, ¿lo harías mejor? —dije.

Mejor que Dios, era lo que quería decir. De repente, me sentía piadosa, como Bernice. Como un Jardinero.

—Sí —dijo—. La verdad es que sí.

El año del diluvio
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