22

San Allan Sparrow del Aire Puro: hasta el momento el día no había hecho honor a su nombre. Toby se abrió camino por entre las calles repletas de las plebillas, con su bolsa de hierbas secas y botellas de medicamentos ocultos bajo su mono de trabajo. Pese a que la tormenta de la tarde había limpiado un poco el aire de humos y partículas, ella llevaba un cono negro en la nariz en honor de san Sparrow. Como era costumbre.

Se sentía más segura en la calle desde que habían puesto a Blanco en Painball; aun así, nunca paseaba ni se entretenía, aunque —recordando las instrucciones de Zeb— tampoco corría. Era mejor mostrarse decidida, como si estuviera en una misión. No hacía caso de las miradas de los viandantes ni de las difamaciones anti-Jardineras, pero permanecía atenta a cualquier movimiento repentino o cuando alguien se acercaba demasiado. Una banda de plebiquillos le había robado los hongos en cierta ocasión; por fortuna para ellos, no llevaba nada letal en ese momento.

Se dirigía al edificio de para cumplir con la solicitud de Zeb. Era la tercera vez que iba. Si los dolores de cabeza de Lucerne eran reales y no sólo una llamada de atención, un analgésico somnífero sin receta de HelthWyzer le habría solucionado el problema, o bien curándola o bien matándola. Sin embargo, las pastillas de las corporaciones eran tabú entre los Jardineros, así que había estado dándole extracto de sauce, seguido de valeriana, con un poco de adormidera añadida; aunque no demasiada adormidera, porque tenía efectos adictivos.

—¿Qué lleva esto? —preguntaba Lucerne cada vez que Toby le daba algo—. Sabe mejor cuando lo prepara Pilar.

Toby se guardaba de decir que lo había hecho Pilar, e instaba a Lucerne a tragar la dosis. Luego le ponía una compresa fría en la frente y se sentaba a la vera de su cama, tratando de desconectar de los silbidos de Lucerne.

Se esperaba de los Jardineros que evitaran cualquier difusión de sus problemas personales: endilgarle a otro tu basura mental no estaba bien visto. Nuala enseñaba a los niños que para beber Vida había dos copas. Lo que hay en ellas puede ser exactamente lo mismo, pero vaya, el gusto es muy diferente.

La Copa del del No es amarga, del Sí es buena.

Dime tú con cuál prefieres tener la barriga llena.

Éste era un credo básico de los Jardineros. Ahora bien, aunque Lucerne podía pronunciar los eslóganes, no había interiorizado las enseñanzas: Toby sabía detectar a un farsante en cuanto lo veía, porque también ella lo era. En cuanto Toby se situaba en la posición de pastor espiritual, todo lo que se estaba pudriendo dentro de Lucerne salía a borbotones. Toby asentía en silencio, con la esperanza de dar la impresión de compasión, aunque en realidad estaba considerando cuántas gotas de adormidera hacían falta para dejar a Lucerne inconsciente antes de que ella, Toby, cediera a sus peores impulsos y la estrangulara.

Mientras recorría las calles con paso ligero, Toby anticipó las quejas de Lucerne. Si seguían el modelo habitual serían sobre Zeb: ¿por qué no estaba nunca presente cuando lo necesitaba? ¿Cómo había terminado ella en esa fosa séptica antihigiénica con ese puñado de soñadores («No me refiero a ti, Toby. Tú tienes sentido común») que no tenían ni la menor idea de cómo funcionaba el mundo? Ella estaba enterrada viva ahí con un monstruo de egoísmo, con un hombre que sólo se preocupaba de sus necesidades. Hablar con él era como hablar con una patata; no, con una piedra. No te oía, nunca te decía lo que estaba pensando, era duro como el pedernal.

No es que Lucerne no lo hubiera intentado. Quería ser una persona responsable, creía de verdad que Adán Uno tenía razón respecto a muchas cosas, y nadie amaba a los animales tanto como ella, pero había un límite y Lucerne no creía ni por un instante que las babosas tuvieran sistema nervioso central, y decir que tenían alma era burlarse de la idea misma del alma, y ella lo lamentaba, porque nadie tenía más respeto por las almas que ella, que siempre había sido una persona espiritual. En cuanto a salvar el mundo, nadie deseaba salvar el mundo tanto como ella, pero por más que los Jardineros se privaran de comer y vestirse como es debido, y hasta de ducharse como es debido, por el amor de Dios, y por más que se sintieran más elevados y poderosos y virtuosos que todos los demás, la verdad era que no cambiarían nada. Eran como aquellas personas que se azotaban durante , esos flagrantes.

—Flagelantes —la había corregido Toby, la primera vez que lo mencionó.

Entonces Lucerne le dijo que no tenía nada contra los Jardineros, que sólo se sentía desmoralizada por el dolor de cabeza. También porque la miraban mal por proceder de una corporación, y por abandonar a su marido para huir con Zeb. No confiaban en ella. Pensaban que era una zorra. Contaban chistes sobre ella a sus espaldas. O los contaban los niños, ¿no?

—Los niños hacen chistes guarros de cualquiera —había dicho Toby—, hasta de mí.

—¿De ti? —se había extrañado Lucerne, abriendo sus grandes ojos de pestañas oscuras—. ¿Por qué iban a hacer chistes guarros de ti?

«No hay nada sexual en ti», era lo que había querido decir. Plana como una tabla por delante y por detrás. Abeja obrera.

Había una ventaja en eso: al menos Lucerne no estaba celosa de ella. En ese sentido, Toby se alzaba sola entre las mujeres Jardineras.

—No te menosprecian —había dicho Toby—. No creen que eres una zorra. Ahora relájate y cierra los ojos y visualiza el sauce moviéndose por tu organismo, hasta la cabeza, donde está el dolor.

Era cierto que los Jardineros no menospreciaban a Lucerne, o al menos no por las razones que ella pensaba. Tal vez les molestaba la forma en que haraganeaba en el cumplimiento de las tareas o que no hubiera aprendido nunca a trocear una zanahoria, podían ser desdeñosos con el desorden de su espacio vital, con su patético intento de cultivar tomates en el alféizar o con la cantidad de tiempo que se pasaba en la cama, pero no les importaba su infidelidad, o su adulterio, o como lo hubieran llamado en otro momento.

Eso era porque a los Jardineros no les preocupaban los certificados de matrimonio. Aprobaban la fidelidad porque las relaciones de pareja eran habituales, pero no constaba que el primer Adán y la primera Eva se hubieran casado, así que a sus ojos ni los clérigos de otras religiones ni ninguna autoridad secular ostentaban el poder de casar a la gente. En cuanto a Corpsegur, eran partidarios de los matrimonios oficiales sólo como medio de capturar tu imagen de iris, tomarte las huellas dactilares y registrar tu ADN para controlarte mejor. O eso afirmaban los Jardineros, y ésa era una de las afirmaciones que Toby podía creer sin reservas.

Entre los Jardineros, las bodas eran asuntos simples. Ambas partes tenían que proclamar delante de testigos que se amaban. Intercambiaban hojas verdes, para simbolizar el crecimiento y la fertilidad, y saltaban una hoguera que simbolizaba la energía del universo, luego se declaraban casados y se iban a la cama. En los divorcios lo hacían todo al revés: una declaración pública de desamor y separación, el intercambio de ramitas secas y un saltito por encima de una pila de cenizas frías.

Una queja habitual de Lucerne —que sin duda surgiría si Toby no se daba prisa con la adormidera— era que Zeb nunca la había invitado a la ceremonia de hojas verdes y salto de hogueras.

—No es que yo crea que tiene ningún significado —diría—. Pero él ha de creerlo, porque es uno de ellos, ¿no? Así que, al no hacerlo, está rechazando el compromiso. ¿Estás de acuerdo?

—Nunca sé lo que nadie piensa —diría Toby.

—Pero si se tratara de ti, ¿no pensarías que está rehuyendo su responsabilidad?

—¿Por qué no se lo preguntas? —diría Toby—. Pregunta por qué no te ha... —¿Era «propuesto» la palabra correcta?

—Sólo se cabrearía —diría Lucerne, con un suspiro—. ¡Era tan diferente cuando lo conocí!

Luego a Toby se le ofrecería la historia de Lucerne y Zeb: una historia que Lucerne nunca se cansaba de contar.

El año del diluvio
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