70Toby. Santa Rachel y Todas las Aves

Año 25

Toby se despierta justo antes del alba. En la distancia hay un leonero, con su extraño rugido quejumbroso. Ladran los perros. Toby mueve los brazos, luego las piernas: está rígida como una losa de cemento. La humedad de la niebla le cala hasta la médula.

Aquí llega el sol, una rosa ardiente que se eleva de las nubes de color melocotón. Las hojas de los árboles están cubiertas de gotitas de rocío que brillan bajo una luz rosa cada vez más intensa. Todo tiene un aspecto muy fresco, como recién creado: las piedras en el tejado, los árboles, las telas de araña que cuelgan de rama en rama. La dormida Ren parece luminosa, como bañada en plata. Con el mono rosa en torno a su cara oval y la niebla goteando en sus largas pestañas, se la ve frágil y espiritual, como si estuviera hecha de nieve.

La luz se proyecta directamente sobre Ren, que abre los ojos.

—Oh, mierda, mierda —dice—. ¡Llego tarde! ¿Qué hora es?

—No llegas tarde a nada —dice Toby, y por alguna razón las dos se echan a reír.

Toby explora con los prismáticos. Al este, adonde van a dirigirse, no hay movimiento; en cambio, al oeste hay un grupo de cerdos, la mayor reunión que Toby ha visto hasta la fecha: seis adultos, dos crías. Están estirados a la vera del camino como perlas de carne redondas en un collar; tienen la cabeza baja y resoplan como si estuvieran siguiendo una pista.

Siguiendo nuestra pista, piensa Toby. Quizá son los mismos cerdos: los cerdos enfadados, los cerdos del funeral. Se levanta, agita el rifle y les grita:

—¡Alejaos! ¡Largo!

Al principio se quedan mirando, pero cuando Toby baja el rifle y les apunta se mueven con torpeza hacia los árboles.

—Es casi como si supieran lo que es un rifle —dice Ren.

Está mucho más firme esta mañana. Más fuerte.

—Oh, lo saben —dice Toby.

Bajan del árbol, y Toby enciende el Kelly. Aunque no hay señales de nadie alrededor, no quiere arriesgarse a hacer un fuego mayor. Está preocupada por el humo, ¿alguien lo olerá? La regla de Zeb era: los animales huyen del fuego, a los humanos los atrae.

Cuando el agua hierve, Toby prepara el té. Luego da un hervor más a la verdolaga. Eso les dará calor para su caminata temprana. Después pueden tomar más sopa de mohair, de las tres patas restantes.

Antes de salir, Toby verifica la habitación de la casa del guarda. Blanco está frío; huele todavía peor, si eso es posible. Lo hace rodar a la manta y lo arrastra a la tierra removida del lecho de flores. Es entonces cuando encuentra en el suelo la navaja que se le había caído. Afilada como una cuchilla; con ella rasga su camisa por delante. Torso velludo. Si hubiera sido concienzuda, lo habría abierto —los buitres se lo habrían agradecido—, pero recuerda el olor mareante de las entrañas del verraco muerto. Los cerdos se ocuparán de ello. Quizá verán a Blanco como una ofrenda de expiación para ellos y la perdonarán por haber disparado a su compañero. Deja el cuchillo entre las flores. Buena herramienta, pero mal karma.

Se las ve y se las desea para cerrar la verja de hierro forjado; el cierre electrónico no funciona, de modo que usa un trozo de la cuerda que lleva para cerrarlo. Si los cerdos deciden seguirlas, la verja no los detendrá mucho tiempo —pueden cavar un túnel—, pero al menos los entretendrá.

Ahora ella y Ren están fuera de los terrenos de AnooYoo, caminando por el sendero bordeado de hierba que atraviesa Heritage Park. Llegan a un claro con mesas de picnic; el kudzu crece en los cubos de basura, sobre las barbacoas, sobre las mesas y los bancos. A la luz del sol, que calienta más cada minuto, las mariposas flotan en el aire y vuelan en espiral.

Toby se orienta: colina abajo, al este, ha de estar la costa y luego el mar. Al suroeste, el Arboretum, con el arroyo donde los niños Jardineros dejaban sus arcas en miniatura. El camino que conduce a la entrada al Solar Space debería unirse en algún sitio cercano. Cerca de allí enterraron a Pilar: claro, allí está su saúco, que ahora es bastante alto y está en flor. Las abejas zumban alrededor.

Querida Pilar, piensa Toby. Si estuvieras aquí hoy tendrías algo sabio que decirnos. ¿Qué sería?

Más adelante oyen balidos y cinco, no, nueve, no, catorce mohair suben por la orilla y salen al camino. Plata, azul, morado, negro, uno rojo con el pelo trenzado... Y ahora hay un hombre. Un hombre con una sábana blanca, atada a la cintura. Es una imagen bíblica: incluso porta un báculo para azuzar a los mohair sin duda. Cuando las ve, se vuelve, observándolas en silencio. Se pone las gafas de sol; también tiene un pulverizador. Lo lleva como si tal cosa a un costado, pero deja que se vea con claridad. Tiene el sol a su espalda.

Toby se queda quieta, le pica la cabeza y los brazos. ¿Es uno de los painballers? La convertirá en un colador antes de que pueda apuntarlo con el rifle: la posición del sol le da ventaja a él.

—¡Es Croze! —dice Ren.

Corre hacia él con los brazos abiertos, y Toby ciertamente espera que tenga razón. Y ha de tenerla, porque el hombre se deja abrazar. Suelta el pulverizador y su báculo y agarra con fuerza a Ren, mientras los mohair caminan tranquilos, mascando flores.

El año del diluvio
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