Capítulo diez
Danifae estuvo sentada en el suelo del portal durante un tiempo que le pareció larguísimo. No se había permitido pensar mucho en su vida antes de su cautiverio. Sólo había unas cuantas formas de sobrevivir como prisionera de guerra, y una ellas era convencerse de que siempre lo había sido.
Antes de la batida en la que había acabado en poder de la casa Melarn, Danifae había estado tomando clases con el mago de la casa Yauntyrr. Zinnirit era un profesor capaz y muy detallista, y Danifae había aprendido mucho de él, especialmente en los campos de la teletransportación, la translocación y los viajes tridimensionales. En realidad no habían empezado con su estudio del arte arcano antes de que su casa fuera arrollada, pero Zinnirit había familiarizado a la hija menor de la casa Yauntyrr con un gran número de artículos encantados.
Danifae tocó el anillo de su madre y sintió que el metal se calentaba al contacto de su piel. El anillo podía impulsarla a través de la Antípoda Oscura, pero sólo a ella y a otro más. Para sus planes, Danifae necesitaba más.
Sus ojos se posaron en la mano inerte del mago muerto.
—Más anillos —musitó mientras esbozaba una sonrisa.
Todo lo que necesitaba era recordar cómo funcionaban.
El uridezu ya se estaba preparando para volver a golpear con la cola a Quenthel cuando Jeggred se lanzó sobre él. El draegloth asió el pesado apéndice caudal con sus manos mayores. El impulso de la cola se detuvo tan repentinamente que el uridezu perdió el equilibrio y cayó en medio de los restos de la barandilla arrancada. Astillas de hueso de bordes irregulares se clavaron profundamente en el cuerpo ya sangrante del demonio. Al mismo tiempo, las cinco víboras del látigo de Quenthel atacaron en puntos sensibles y volvieron a morder. El cuerpo del demonio se sacudió en convulsiones de agonía y al toser empezó a expulsar unas flemas sanguinolentas.
—Te… —articuló el demonio con dificultad—. Te veremos en el Abismo… ¡Maldito drow!
«¿Veremos?», pensó Pharaun, con una mirada de soslayo a Raashub, que contemplaba la escena con gran interés.
—Mátalo ya, Jeggred —ordenó Quenthel, cuya voz todavía sonaba medio ahogada y jadeante—. Mata este uridezu antes de que vuelva al Abismo.
Una luz feroz brilló en los ojos del draegloth cuando clavó su garra en el vientre del uridezu. La afilada garra se hundió en la carne del demonio casi veinte centímetros. Jeggred abrió en el abdomen de la criatura una brecha suficiente para formar una pila con los amarillentos intestinos, humeantes, sobre la cubierta del barco del caos.
El demonio dio un grito cuyo eco se propagó de una forma antinatural antes de desvanecerse, al tiempo que el uridezu se evaporaba. Estaba volviendo al Abismo sin haber muerto todavía.
Pharaun tuvo que admitir que no estaba seguro de cuánto podría vivir un demonio después de ser destripado, pero más de uno era capaz de regenerarse totalmente después de una herida semejante.
No obstante, cuando el demonio empezó a desvanecerse, Jeggred retiró rápidamente su garra y cogió la cabeza del uridezu entre sus manos mayores. El draegloth retorció y tiró tan fuerte que Pharaun podía ver sus venas hinchadas contra sus músculos en tensión.
Hubo un crujido cartilaginoso y de repente, con un ruido, la cabeza del demonio se desprendió, quedando sostenida entre las manos de Jeggred.
El resto del cuerpo del demonio desapareció, pero quedaron la cabeza y las entrañas. Los ojos negros quedaron mirando fijamente a la nada. Las tripas empezaron a crepitar y Pharaun observó que, lentamente, eran absorbidas por el propio barco. El mago se dio cuenta de que la mayor parte de los fragmentos de la barandilla destrozada también habían desaparecido. El barco se estaba alimentando por su cuenta, reparando los desperfectos.
Ajeno a las capacidades regenerativas del barco del caos, Jeggred tiró la cabeza del uridezu por la borda y se volvió a mirar al capitán.
Raashub se retrajo todo lo que permitían sus ataduras, levantó las manos en gesto suplicante y miró para otro lado.
Jeggred, con un bronco rugido que salía del fondo de su garganta, avanzó a grandes zancadas hacia el uridezu cautivo con claras intenciones.
—No lo sé, sobrino —dijo Quenthel, que empezaba a hablar y a respirar con normalidad. Sangraba, pero no prestó atención a sus heridas—. Todavía tengo que tomar una decisión.
Las víboras hervían de furia en el extremo de su látigo y Quenthel miró a una de ellas como si estuviera escuchando lo que decía, y sin duda lo hacía, aunque Pharaun todavía no tenía acceso a esa comunicación.
—Espera —dijo el mago acercándose, pero cuidándose mucho de ponerse en medio de Jeggred y el uridezu—. Me temo que todavía lo necesitamos.
Jeggred gruñó sin mirar a Pharaun, pero vaciló.
—Era de esperar —dijo Pharaun—. Ambos habéis trabajado con demonios otras veces ¿verdad? Trató de matarnos y falló.
Quenthel volvió la cabeza hacia él. El repentino movimiento sacudió a las víboras de su látigo, que también se volvieron hacia el mago.
—No puedes controlarlo —le dijo a Pharaun—. ¿Cómo puedes impedir que vuelva a intentarlo?
—No fui yo, señora —suplicaba Raashub con una voz cargada de falsa humildad—. En el Lago de las Sombras viven muchos de mi especie.
Pharaun alzó una ceja ante una mentira tan obvia y empezó a lanzar un conjuro.
—Deja que me coma sus riñones —gruñó Jeggred sin apartar la mirada del uridezu—. Aunque sea sólo uno.
Haciendo caso omiso del draegloth, Pharaun acabó su conjuro.
Raashub dio un grito.
El sonido fue tan repentino y tan fuerte que hasta Jeggred dio un paso atrás. Un horror desatado recorrió el cuerpo del uridezu en oleadas. Raashub alzó las manos tratando de asir algo en el aire, frente a sí, sollozando, gimiendo y gritando, bajo la mirada de Pharaun, Quenthel y Jeggred.
—¿Qué le estás haciendo? —preguntó Jeggred, confundido.
—Le estoy dando una lección —respondió Pharaun.
Miró a Quenthel, que, evidentemente, esperaba una explicación más detallada.
—Hasta los demonios tienen pesadillas, señora —explicó el maestro de Sorcere—. Mi conjuro hace que algunas de ellas se reproduzcan. Os aseguro a los dos que es una experiencia que nuestro querido amigo Raashub no olvidará en mucho tiempo y, además, ahora sabe que puedo repetirla.
Jeggred suspiró tan hondo que hasta Pharaun llegó el olor rancio de su aliento. Después se acercó a Raashub.
—No, Jeggred —ordenó Quenthel.
El draegloth vaciló antes de acatar la orden, pero finalmente se detuvo.
—Raashub todavía sirve para algo —dijo la suma sacerdotisa, que ya empezaba a evaluar sus heridas.
Jeggred se volvió a mirarla, pero ella no le prestó atención.
—¿Quién te lo dijo? —preguntó el draegloth con un ronco gruñido—. ¿El caballero —señaló a Pharaun— o las serpientes?
Quenthel pasó por alto la pregunta, pero Pharaun pensó largamente en ella.
A Danifae le llevó un poco más de lo que esperaba recordar las palabras imperiosas favoritas de Zinnirit y determinar cuál correspondía a cada anillo. A continuación se dedicó a estudiar los detalles de los portales que había «heredado» del difunto mago de la casa Yauntyrr.
No sólo había perdido toda noción del tiempo mientras estudiaba la colección de pergaminos y volúmenes de Zinnirit sobre el tema, hacía unos cuantos recorridos exploratorios por los portales abiertos y desestimaba hacer una invocación de Valas, sino que, además, había agotado los límites de su familiaridad con el Arte arcano. Danifae no era maga, pero afortunadamente no necesitaba serlo para usar muchos de los poderes de Zinnirit.
Las puertas se usaban fundamentalmente para transportación, es decir para trasladar a una persona u objeto a cientos o incluso miles de kilómetros en un abrir y cerrar de ojos, pero también podían usarse para encontrar a alguien. Aunque el fuerte vínculo psíquico había desaparecido, Danifae todavía tenía cierta conexión con su antigua ama. Conocía a Halisstra mejor que nadie, incluso mejor que los principales miembros de la casa Melarn. La hermana de Halisstra había tratado de matarla, y su madre siempre había sido el modelo de la distante y controladora madre matrona. Danifae, aunque reconcomida por el odio, siempre había servido leal y eficazmente a Halisstra cada minuto del día.
En fin, todo lo que tenía que hacer Danifae era recordarla. Sólo tenía que imaginar cómo era Halisstra, visualizarla y activar uno de los portales de la manera adecuada. Al menos eso creía ella.
Después de varios inicios en falso e intentos fallidos, Danifae salió del portal y empezó a pasearse. Mientras lo hacía, jugueteaba con uno de sus anillos, después con otro de la otra mano y…
Se detuvo y se miró las manos. Danifae le había quitado tres anillos al mago. Dos los había guardado cuidadosamente en un bolsillo. Llevaba puesto el que Zinnirit había hecho para su madre, el que la traería de vuelta al portal desde cualquier lugar, pero también otro, uno que casi había olvidado. Pertenecía a Ryld Argith, el maestro de armas menzoberranio que, al igual que la antigua señora de Danifae, había abandonado la expedición.
Ryld y Halisstra pasaban mucho tiempo juntos. Incluso en la cueva donde Pharaun había invocado al demonio Belshazu, Danifae había sospechado que Ryld se escabullía para reunirse con Halisstra. De ser así, podía usar el anillo como punto de referencia.
Fueron necesarios varios intentos más hasta que Danifae finalmente encontró a su señora. La antigua prisionera de guerra había compartido con el menzoberranio la impresión de que Halisstra había ido a la Ciudad de las Arañas para informar de sus progresos (o falta de ellos), y Danifae había dedicado mucho tiempo a buscarla allí. Horas después, Danifae se dio cuenta de que Halisstra no estaba ni siquiera en la Antípoda Oscura: estaba en el extraño paisaje del Mundo de Arriba.
Danifae había sospechado que Halisstra estaba en vías de abandonar el culto a Lloth. Todos habían visto su reacción ante la caótica y vacía Red Demoníaca de Pozos.
A pesar de haber visto con sus propios ojos aquel plano en ruinas, Danifae había sido sacerdotisa de Lloth cuando era libre y vivía en Eryndlyn, y había servido a la diosa con mayor fidelidad y sinceridad que a la casa Melarn más tarde, de modo que su fe permanecía incólume. Tal vez más cauta, menos incondicional, pero incólume. Danifae no se atrevería a cuestionar la voluntad de la diosa, y el compromiso de Halisstra con la Reina Araña no era de su incumbencia. Estaba dispuesta a dejar a un lado la religión si era necesario, pero jamás renunciaría a su venganza. Halisstra Melarn tenía que morir, y no en nombre de Lloth. Para Danifae era imperativo.
Estando todo lo segura que podía estar de que el portal se encontraba debidamente sintonizado con el lugar del Mundo de Arriba donde se hallaban Halisstra y Ryld, Danifae lo traspasó. Sintió como si la estuvieran volviendo de arriba abajo y de dentro a fuera al mismo tiempo, aunque no experimentó dolor, sólo un vértigo sordo, palpitante… y de repente, allí estaba.
Era de noche, y Danifae dio gracias a Lloth. Sus ojos todavía tenían que adaptarse al brillante resplandor de las estrellas sobre la blanca nieve, pero no estaba cegada. Aparentemente había aparecido, en silencio y sin la manifestación de luces y relámpagos que solían acompañar a la magia arcana, frente a un edificio en ruinas. La estructura estaba cubierta por la vegetación y no había indicios de luz ni de fuego en el interior.
Danifae se cubrió bien los hombros con el piwafwi para protegerse del gélido frío reinante. Se dirigió con gran sigilo hacia la entrada. Sus ojos se iban adaptando poco a poco, y para cuando llegó al edificio en ruinas ya veía bastante bien. En el interior, Halisstra y Ryld estaban sentados, espalda contra espalda. Los dos estaban sumidos en una profunda Ensoñación, y por la posición de los cuerpos supo todo lo que necesitaba saber sobre la relación que había entre ambos.
La antigua prisionera de guerra sintió que aumentaba el respeto que sentía por Halisstra, pero también su desprecio. Halisstra había conseguido burlar a Quenthel y a los demás, seducir al resuelto maestro de armas —algo admirable incluso para alguien que había dedicado toda su vida a la manipulación y el engaño— y había establecido un dulce y pequeño hogar para ambos en el bosque helado e infestado de animales, un acto extraño e indecoroso de traición contra la naturaleza esencial de los elfos oscuros.
Danifae cogió aire y lo dejó salir en un silbido agudo, aflautado. Halisstra abandonó la Ensoñación sin pestañear y la miró. La primogénita de la casa Melarn había establecido ese sonido como señal entre ambas hacía años, y ambas habían tenido ocasión de usarlo más de una vez.
Halisstra esbozó una media sonrisa y señaló a Ryld con un lento movimiento de los ojos. Danifae asintió con la cabeza.
Halisstra se puso de pie lenta y cuidadosamente para no molestar a Ryld.
—¿Estás bien? —preguntó en un susurro el maestro de armas sin ni siquiera abrir los ojos.
—Estoy bien. En seguida vuelvo —respondió Halisstra en el mismo tono.
Ryld asintió y volvió a su meditación mientras Halisstra salía sin hacer ruido de la estructura en ruinas. Segura de que Ryld no la había visto, Danifae condujo a su antigua señora a una distancia conveniente de las ruinas, esperando a que Halisstra dijera que ya estaban bastante lejos. Se detuvieron y se miraron la una a la otra por primera vez como dos drows libres.
¿Y el Vinculo?, inquirió Halisstra por señas.
Eliminado por Quenthel…, respondió Danifae. En realidad por Pharaun, pero por orden de Quenthel. Hemos encontrado un barco del caos que nos llevará de vuelta al Abismo.
Halisstra se retrajo visiblemente antes de hablar.
Ya veo por qué escapaste.
En realidad no lo hice, replicó Danifae. Me enviaron junto con el maestro de Hune a buscar provisiones para nuestro funesto viaje.
¿Cuánto queda para la partida?, preguntó Halisstra.
Algunos días todavía, respondió Danifae.
¿Por qué vienes a contarme esto?, quiso saber Halisstra. Ahora eres libre. Vuelve a Eryndlyn si te atreves, o sigue con los menzoberranios hasta el día inevitable en que todos mueran. Haz lo que quieras, pero ya no necesitas mi permiso.
Te servía a ti, replicó Danifae, y ahora sirvo a Quenthel. No soy tan libre como piensas, con o sin Vínculo.
Sobrevino un breve silencio mientras ambas se estudiaban en la oscuridad. Danifae percibía lo mucho que Halisstra se había apartado del camino de Lloth, cosa que unos segundos más tarde confirmó la propia Halisstra.
Ahora sirvo a Eilistraee, Danifae. Para mí ya no habrá más esclavos.
Danifae hizo como si estuviera pensando en esas palabras. En su fuero interno, lo que intentaba era que su cabeza dejara de dar vueltas. La traición de su antigua señora era más profunda de lo que había imaginado. Danifae no podía creer que se hubiera dejado apresar por una señora tan débil, capaz de volver la espalda a toda su cultura a la menor provocación, al menor indicio de debilidad. Ese pensamiento fue el que sacó a Danifae de su confusión. Halisstra debía de haber interpretado el Silencio de Lloth como un signo de debilidad, aprovechando la oportunidad para escapar. Pero ¿cómo era posible que una sacerdotisa tratara de escapar del servicio de Lloth?
Me gusta cómo suena, dijo Danifae por señas, pero todos somos esclavos tarde o temprano.
No tenemos por qué serlo, fue la rápida respuesta de Halisstra.
Danifae pestañeó al ver con qué claridad, convicción y despreocupación manifestaba Halisstra sus ideas.
Lloth no va a volver ¿verdad?, preguntó Danifae.
No lo sé, dijo Halisstra, pero no tiene un buen cariz.
Si muero mientras la sirvo, preguntó Danifae, ¿adónde irá mi alma? No había almas de drow en la Red Demoníaca de Pozos, ni entrada alguna más allá de las puertas selladas. ¿Dónde están todas esas almas?
Halisstra miró a su antigua cautiva con una expresión dolida, franca, que hizo que a Danifae se le erizara la piel.
¿Qué intenciones traes?, preguntó Danifae.
Has sido tú quien me encontró, respondió su antigua señora. Dime, ¿cuáles son tus intenciones? ¿Me estás espiando para los burócratas Baenre?
No, respondió Danifae con tono cortante. Le di el esquinazo a Valas en Sschindylryn. Era el único lugar donde podía encontrar un portal y dar contigo. No me fío de los menzoberranios.
No tienes motivos para hacerlo, replicó Halisstra estudiando a su antigua cautiva.
¿Qué está haciendo aquí el maestro de armas?, inquirió Danifae.
Pudo ver por la reacción de Halisstra que las cosas entre ella y el maestro de armas habían tomado un inesperado cariz. La luz y el aire del Mundo de Arriba indudablemente habrían afectado a Halisstra de una manera imprevisible. Danifae se maravilló de que pudieran suceder cosas así.
¿Te sientas en Ensoñación contra su espalda?, preguntó.
Halisstra se irguió cuan alta era y trató de recuperar el porte de una dueña de esclavos. Danifae no estaba dispuesta a desempeñar el papel de una prisionera de guerra.
En lugar de montar en cólera, Halisstra se relajó.
¿Tú te sientas de la misma manera con Quenthel?, le preguntó por signos.
Danifae se mostró convincentemente incómoda ante la pregunta. Ella intimaba con Quenthel no por alguna extraña emoción como el amor o la compasión, sino porque sabía que podía ayudarla. Quenthel, por su parte, utilizaba a Danifae para obtener placer físico y también para tener a alguien que le diera coba. Todo era perfectamente natural. Halisstra, en cambio, parecía haber trascendido un límite con Ryld Argith, y eso era algo que Danifae comprendía que le podría ser de utilidad.
Dijiste que Quenthel está llevando la expedición de vuelta al Abismo, dijo Halisstra por señas. ¿Por qué? ¿Para qué hacer eso? ¿Qué sentido tiene?
Danifae podía haberle dado algunas razones, pero el hecho era que había otras que ella no tenía claras.
Puedo explicarlo todo, mintió Danifae, pero debo volver a Sschindylryn. Valas empezará a sospechar y se marchará sin mí. Debo volver a la Antípoda Oscura y después al Lago de las Sombras. Volveré a ponerme en contacto contigo.
Halisstra la estudió de arriba abajo.
—Te estaré esperando —susurró al oído de Danifae.
Danifae asintió, la saludó con una leve inclinación de cabeza e hizo todo lo posible por mirar a la primogénita de la casa Melarn con aire fraternal y amistoso.
Cuando Halisstra hubo desaparecido en el interior del bosque oscuro, Danifae añadió algo por señas a sus espaldas.
Volveremos a vernos muy pronto, Halisstra Melarn. Antes de lo que piensas.
Danifae tocó el anillo que le había quitado al moribundo Zinnirit y después de uno o dos segundos de extraña sensación se encontró de vuelta en el portal.
«Perfecto —pensó Danifae—. Ha funcionado a la perfección».