Capítulo tres
Habían pasado dos días desde que Pharaun había tomado contacto con su maestro, y las noticias recibidas seguían apesadumbrando al mago. El conjuro sólo permitió la transmisión de un breve mensaje a través del Tejido, desde el Lago de las Sombras hasta Menzoberranzan, y un mensaje de respuesta igualmente corto.
El barco del caos es nuestro —rezaba el mensaje de Pharaun, evitando las palabras innecesarias por más que eso iba en contra de sus inclinaciones naturales—. Aconsejar sobre dieta adecuada. No confiar en el capitán. ¿Se sabe algo de Ryld Argith o de Halisstra Melarn? Enviar a casa para informe detallado.
Había esperado interminables segundos para obtener una respuesta, preguntándose constantemente si habrían llegado los tiempos que él había estado esperando, el momento en que Gomph Baenre, archimago de Menzoberranzan, dejaría de responder. Ése sería el momento en que Pharaun sabría que ellos habían fallado, que no tenían ciudad a la que volver ni civilización que proteger.
Sin embargo, todavía no habían llegado esos tiempos.
Alimenta a las almas —le había respondido el archimago—. A todas las que puedas. El capitán se pondrá al servicio del poder. El maestro Argith y la maestra Melarn no están aquí. Déjate de peleas y ponte en marcha.
Pharaun no dejaba de preguntarse cómo había sabido Gomph que las tenues alianzas se estaban debilitando dentro de la expedición. Gomph también era drow, después de todo, y probablemente lo daba por supuesto. De haber pensado que iba a tener tiempo, Pharaun podría haber estudiado ese punto con mucha más atención, tratando de establecer hasta qué punto conocía Gomph las actividades de la expedición, pero había que ponerse a trabajar.
Un demonio de almas no era la criatura más intimidadora ni para convocarlo ni para controlarlo, pero de todos modos era un demonio. Tendría que usar sus poderosos hechizos para convocarlos y unirlos a todos, al tiempo que mantenía cierto control sobre el capitán uridezu, que decía llamarse Raashub. Habían sido dos largos, difíciles y agotadores días para Pharaun. Sólo había disfrutado de una dosis suficiente de Ensoñación para dar contenido a sus conjuros y estaba haciendo todo lo que su considerable formación le permitía para llevar hasta el límite el alcance de los mismos. El desfile de subdemonios monstruosos, rastreros, irritables, que trajo al puente del barco empezaban a asombrarlo incluso a él, y Pharaun esperaba que Quenthel y los demás estuviesen tomando nota de ello. Los que pudieran apreciar esas capacidades tendrían que estar impresionados, y si lo estaban deberían estar asustados. Y en la medida en que estuviesen asustados, él estaría a salvo.
Mientras conducía a una fila de malolientes diablos a las rechinantes fauces de las bodegas del barco demoníaco, Pharaun hizo un repaso mental del resto de aquella expedición. Ryld no había llegado aún a Menzoberranzan, pero eso podía significar cualquier cosa. Podía estar muerto en cualquier punto entre aquella cueva del Mundo de Arriba y la Ciudad de las Arañas, o tal vez estuviese aún de camino. No había líneas rectas entre dos puntos cualesquiera en la Antípoda Oscura, y podía ser que se encontrase a pocos kilómetros mientras el gusano horadaba desde Menzoberranzan y tuviese aún por delante un viaje de varias jornadas.
Era posible que Ryld estuviese aún resentido por el hecho de que Pharaun los hubiera abandonado días atrás en la ciudad, pero Pharaun sabía que seguía teniendo un poderoso aliado en el maestro de Melee-Magthere. Podía ser que el guerrero hubiera caído bajo el hechizo de la primogénita de la casa de Melarn, pero si Halisstra seguía viva lo más seguro es que también estuviera de camino hacia Menzoberranzan. Pharaun no imaginaba que la sacerdotisa sin casa tuviese algún otro lugar adonde ir.
Sin Ryld a su lado, Pharaun había dado a Quenthel y a su sobrino draegloth Jeggred tanto espacio como permitía el atestado puente. Ellos no habían comprendido que Pharaun los hubiese dejado dando vueltas mientras él se había ido a rescatar a Valas y Danifae. Incluso a éstos les había extrañado, pero Pharaun había aprendido hacía mucho tiempo que siempre que sea posible un drow cauto deja que sus enemigos se desesperen por un momento, aunque sólo sea para recordarles que puede hacerlo.
De todos modos, la Señora de Arach-Tinilith estaba más que contrariada, y Jeggred había hecho otro firme intento de llevar a cabo un asalto físico. Quenthel lo había retenido y había encargado al draegloth la vigilancia del uridezu. Ambos estaban en la misma situación: eran dos demonios anclados en la dimensión equivocada, obligados a servir al drow que estaba dispuesto a devolverlos al Abismo que los había engendrado. Pharaun dejó escapar un suspiro ante ese pensamiento. Sabía que aparentemente era una mala idea eso de ir al Abismo, pero ya habían dejado atrás lo que era aceptable hacía mucho. Estaban en un nuevo territorio. Los encabezaba la propia Reina Araña y justo cuando Lloth parecía menos proclive a darles la bienvenida.
Pharaun estaba seguro de que no era el único que tenía dudas acerca de la expedición, independientemente de la vehemencia con que había defendido que siguiera adelante. Para un maestro de Sorcere aquella misión podía convertirlo en archimago de Menzoberranzan. En lo que a ella se refería, Quenthel ya había alcanzado el puesto más encumbrado al que podía aspirar. Como Señora de Arach-Tinilith, Quenthel era la directora espiritual de todo Menzoberranzan y la segunda mujer de la ciudad por su poder. Algunos aducirían que incluso era más poderosa que su hermana Triel.
Entre todos los drows que estaban bajo Faerun, ella era la que mejor acogida tendría en los dominios de Lloth, suponiendo que hubiera aún una Lloth o una red demoníaca de pozos, pero incluso así la gran sacerdotisa tenía los nervios de punta. La severa contención que le era habitual se había convertido casi en rigidez, y sus movimientos resultaban bruscos y crispados. Cualquier comentario de la jornada que tenían por delante la hacía dar vueltas por el puente, sin la menor preocupación por los demonios que frecuentemente la agarraban o se estiraban para intentarlo.
Incluso Pharaun, con lo cínico que era, no quería creer que la Señora de Arach-Tinilith pudiera estar perdiendo su fe.
El hecho de que Jeggred también percibiese la incomodidad de Quenthel no contribuía a tranquilizar al mago. Las expresiones del draegloth no siempre eran tan fáciles de interpretar, por más que el demonio era el menos sagaz del grupo, pero desde que había llegado al Lago de las Sombras —tal vez incluso antes— Jeggred había mirado a su tía de forma muy diferente. Podía percibir su agitación, aunque podría haber pensado que era miedo, y no le gustaba. No le gustaba nada.
Pharaun cerró los ojos y respiró hondamente cuando las últimas almas del día descendieron a las entrañas del barco. Se sentía lo suficientemente cansado como para dormir como un humano. Sin molestarse en cruzar el puente para llegar hasta su petate, Pharaun se dejó caer sobre los gruesos tablones y se quedó sentado.
—Antes de que te sumas en la Ensoñación —dijo detrás de él Valas Hune—, tenemos que hablar de asuntos prácticos.
Pharaun se dio la vuelta, miró al explorador de Bregan D’aerthe y le dedicó una sonrisa sinuosa.
—¿Asuntos prácticos? —preguntó el mago—. A estas alturas estoy demasiado cansado para abordar otros asuntos… que no sean los que…
Pharaun cerró los ojos y sacudió la cabeza.
—¿Qué te pasa? —preguntó el explorador en un tono que revelaba ausencia de preocupación.
—Se me ha ido la cabeza —respondió Pharaun—. Debo de estar realmente cansado.
El explorador asintió.
—Necesitamos provisiones —informó dirigiéndose a los cuatro.
Quenthel no levantó la vista, y Jeggred sólo apartó la mirada del demonio encadenado por un segundo.
El draegloth se encogió de hombros.
—Yo me puedo comer al capitán.
Pharaun ni se molestó en mirar al uridezu para demandar una explicación, y el demonio, prudentemente, tampoco dijo nada.
—Bueno, yo no puedo —replicó Valas—. Ni tampoco pueden los demás.
—¿No podremos parar en el camino? —preguntó Danifae.
Pharaun miró a la hermosa y enigmática prisionera de guerra con una leve sonrisa en los labios.
—Navegaremos desde este lago a través de la Linde y hasta la Profundidad Oscura —dijo—. Desde allí hasta la interminable Astral, y desde ahí hasta el Abismo. Todos los albergues del camino serán… poco seguros, por decirlo suavemente.
—Eso quiere decir —cortó Valas— que no habrá ninguno.
—¿Qué habías pensado, Valas? —preguntó Pharaun—. ¿Cuántas veces hemos hablado de eso?
El explorador hizo intención de encogerse de hombros y se volvió hacia Quenthel.
—¿Cuánto tiempo estaremos fuera? —preguntó el explorador.
Quenthel casi rechazó la pregunta, y Jeggred volvió a fulminarla con la mirada, a sus espaldas, por un instante antes de fijar de nuevo su atención en el uridezu capturado.
—Un mes —respondió Pharaun por ella—, dieciséis días, tres horas y cuarenta y cuatro minutos.
Quenthel miró con dureza a Pharaun. Estaba pálida.
—Creo que ha perdido el juicio, maestro de Sorcere —comentó Danifae volviéndose hacia Quenthel—. A mi parecer, es una pregunta imposible de contestar con exactitud, Señora, pero supongo que con un cálculo adecuado puede encontrarse una respuesta.
Miró a Valas, enarcadas las cejas blancas en su tersa frente negra.
Valas asintió, sin dejar de mirar a Quenthel.
—A decir verdad, no tengo ni la menor idea —dijo al fin la Señora de Arach-Tinilith.
Los demás drows enarcaron las cejas. Los ojos de Jeggred se achicaron. Eso no era lo que ellos esperaban que dijera.
—Ninguno de nosotros la tiene —prosiguió ella haciendo caso omiso de la reacción—, y en primer lugar ni siquiera sabemos a ciencia cierta por qué seguimos adelante. Lloth hará con nosotros lo que le plazca una vez que estemos en la Red Demoníaca de Pozos. Si tenemos que recibir suministros, entonces necesitaremos provisiones para todo el viaje de ida y tal vez para el de regreso. Si Lloth decide proveernos mientras estamos allí, que así sea. Si no es así, no necesitaremos sustento alguno, al menos ninguno que pueda conseguirse en este mundo.
La suma sacerdotisa apoyó las manos sobre los brazos y un estremecimiento la recorrió. Todos los presentes la vieron temblar con indisimulado miedo. Pharaun también se quedó sorprendido al ver las reacciones de los demás. Finalmente, atrajo su atención un oscuro y estruendoso gruñido de Jeggred, y vio que el draegloth clavaba su mirada en Quenthel, el cual había logrado desentenderse de su sobrino con éxito.
—Habláis como los humanos —gruñó el draegloth—. Os referís al Abismo como si fuera un perro feroz que teméis que os vaya a morder el culo, por eso nunca os levantáis de vuestros asientos. Olvidáis que para vosotros el Abismo ha sido un terreno de caza, aunque cobráis la mayor parte de vuestras piezas en todos los demás planos. ¿Acaso no sois drows? ¿Señores de este mundo y del que viene? ¿O sois más bien…?
Jeggred se detuvo, apretadas la mandíbula y la garganta, y volvió a centrar su dura mirada en el uridezu. El demonio capitán apartó la vista.
—Das muchas cosas por supuestas, honorable draegloth —dijo Danifae con su voz clara, que el eco propagó por las tranquilas aguas—. No es el miedo el que nos alienta en nuestro viaje, estoy segura, sino la necesidad.
Jeggred se volvió lentamente, pero sin mirar a Danifae. En cambio, sus ojos volvieron a centrarse, una vez más, en la Señora de Arach-Tinilith. Quenthel parecía haber sucumbido, al menos así lo veía Pharaun, a la Ensoñación. Jeggred emitió una breve y cortante exhalación por las amplias ventanas de su nariz y dedicó a Danifae una sonrisa forzada.
—El miedo —dijo el draegloth— se huele.
Danifae le respondió.
—Seguro que el miedo de la Reina Araña es el que tiene el olor más dulce.
—Sí —intervino Valas, aunque Danifae y el draegloth siguieron mirándose con una expresión imposible de describir—. Bueno, todo está muy bien y es estupendo, pero seguro que alguien sabe cuánto tiempo nos llevará llegar hasta allí y cuánto el camino de regreso.
—Diez jornadas —respondió Pharaun, sin más base para su cálculo que el deseo de poner fin a aquello para poder descansar y reponer su magia—. Cada trayecto.
El explorador asintió, y nadie más planteó controversia alguna. Jeggred volvió a mirar al capitán y Danifae echó mano de una piedra humedecida para afilar un puñal. Las víboras del látigo de Quenthel se envolvieron cariñosamente sobre ella y empezaron, una tras otra, a caer en un profundo sopor.
—Entonces yo me voy —dijo Valas.
—¿Te vas? —preguntó Pharaun—. ¿Adónde?
—A Sshamath, creo —contestó el explorador—. Está razonablemente cerca y tengo contactos allí. Si voy solo, puedo ir y volver en poco tiempo y nadie que no tema a Bregan D’aerthe sabrá que estoy allí.
—No —intervino de repente Danifae, sobresaltando tanto a Valas como a Pharaun.
—¿Tiene la joven señora una idea mejor? —preguntó Pharaun.
—Sschindylryn —apuntó ella.
—¿Y por qué motivo? —preguntó Pharaun.
—Está más cerca —respondió Danifae— y no está gobernada por los vhaeraunitas.
Ella lanzó una mirada de inteligencia en dirección a Valas, y Pharaun esbozó una sonrisa forzada.
—Estoy cansado —dijo el maestro de Sorcere—, de modo que me faltan fuerzas para hablar en nombre de Valas. Él se debe a Bregan D’aerthe, joven señora, y su lealtad pertenece a quien le paga. No creo que tengamos el problema de que nuestro guía nos eche encima a los dioses. Si puede llegar a Sshamath, entrar y salir rápidamente, dejemos que haga aquello para lo que ha sido contratado.
—Irá a Sschindylryn —intervino Quenthel con una voz tan apagada que Pharaun no estaba seguro de haberla oído bien.
—¿Señora? —inquirió él.
—¿Me has oído? —dijo mirándolo finalmente. Ella mantuvo por un instante su heladora mirada, y Pharaun no apartó la suya. Luego se volvió hacia Valas—. Sschindylryn.
Si el explorador pensaba oponer alguna resistencia, abandonó la idea de inmediato.
—Como deseéis, Señora —respondió Valas.
—Iré contigo —dijo Danifae, dirigiéndose a Valas, pero mirando a Quenthel.
—Puedo ir más rápido si voy solo —replicó el explorador.
—Tenemos tiempo suficiente —repuso la cautiva de la batalla, sin dejar de mirar a Quenthel.
La suma sacerdotisa se volvió lentamente hacia Danifae. Sus heladores ojos rojos se templaron a medida que pasaba la vista por las curvas de la chica. La prisionera de guerra se inclinó más levemente que nunca, provocando una sonrisa de Pharaun, que estaba tan impresionado como divertido.
—Sschindylryn… —evocó el mago—. Pasé por allí una o dos veces. Portales, sí, portales. Es una ciudad llena de portales que lo pueden llevar a uno, en un instante, de un confín a otro de la Antípoda Oscura… o a cualquier otra parte.
Danifae se volvió hacia Pharaun y le devolvió la sonrisa, impresionada y divertida.
—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó Valas, que seguía ajeno a la más sutil y silenciosa conversación dentro de la conversación.
Pharaun se encogió de hombros.
—Cinco días… o tal vez incluso siete. Yo tendré el barco aprovisionado con los víveres necesarios para entonces.
—Puedo conseguirlo —respondió Valas—. Ajustadamente.
El explorador miró a Quenthel buscando una respuesta, y Pharaun suspiró para expresar su frustración. También él miró a Quenthel, que golpeaba suavemente la cabeza de una de las víboras de su látigo. La serpiente balanceaba la cabeza el aire cerca de la suave mejilla de ébano de la sacerdotisa mientras las demás dormían. Pharaun tuvo la clara impresión de que la serpiente hablaba con ella.
Un ruido atrajo la atención de Pharaun y vio a Jeggred que se revolvía incómodo. La mirada del draegloth iba y venía de su tía a la serpiente. Pharaun se preguntó si sería capaz de oír algún silencioso diálogo mental entre la suma sacerdotisa y su látigo. De ser eso cierto, lo que estaba percibiendo empezaba a ponerlo nervioso.
—Te acompañará Danifae —dijo Quenthel, sin apartar la vista de la serpiente.
Si Valas estaba molesto no lo dejó traslucir. Se limitó a asentir con la cabeza.
—Partid cuando estéis listos —concluyó la gran sacerdotisa.
—Yo ya estoy preparado —respondió el explorador, tal vez con cierta precipitación.
La serpiente volvió la cabeza para mirar al explorador, que miró a los ojos negros del animal con el entrecejo fruncido. Pharaun estaba fascinado con aquel diálogo, pero el cansancio lo iba agotando a medida que se alargaba la conversación.
Quenthel se recostó para descansar sobre la amura de hueso del barco no muerto. La última serpiente apoyó su cabeza sobre el muslo de la sacerdotisa.
—Entonces, Pharaun y yo nos sumiremos en la Ensoñación —dijo la Señora de la Academia—. Jeggred se quedará de guardia y vosotros dos os pondréis en camino.
Danifae no se movió.
—Gracias, S… —dijo en voz baja.
Quenthel la cortó con un brusco movimiento de su mano, luego la gran sacerdotisa cerró los ojos y se sentó muy quieta. Jeggred gruñó de nuevo, sordamente. Pharaun también se preparó para sumirse en la Ensoñación, pero no podía evitar sentirse incómodo por la forma en que el draegloth estaba mirando a su señora.
Danifae se deslizó sobre su petate mientras Valas miraba su propio equipo. La prisionera de guerra caminó hacia Jeggred y pasó ligeramente su mano sobre la revuelta cabellera blanca del draegloth.
—Todo va bien, Jeggred —le susurró—. Todos estamos cansados.
Jeggred se inclinó ante aquel suave contacto, y Pharaun apartó la vista. El draegloth dejó de gruñir, pero Pharaun sintió que el semidemonio vigilaba todos los movimientos de Danifae hasta que ésta, finalmente, siguió a Valas a través de un portal dimensional hecho por el explorador y desapareció.
«¿Por qué Sschindylryn?», se preguntó Pharaun.
El responsable de que el mago se sumiese con incomodidad en la Ensoñación fue el contacto apaciguador de la prisionera de guerra con el draegloth.