Capítulo cinco

Valas se dio cuenta de que Danifae no se había percatado del dragón que tenía detrás hasta el momento en que su flecha desgarró la fina membrana del ala de la criatura. El ser alado emitió un gutural ronquido, y eso, unido al ruido de la flecha cuando atravesó el tejido y al espasmo en que acabó el ágil movimiento del dragón, fueron suficientes para que la hembra percibiera que algo sucedía a sus espaldas y se volviera. Ese reflejo le salvó la vida a Danifae.

Aunque el dragón se olvidó del blanco de su ataque, aterrizó pesadamente, y se deslizó de lado. La habría derribado si ella no se hubiera apartado de un salto, lo que consiguió a duras penas.

El dragón del portal se revolvió hacia donde había salido la flecha de Valas. De su boca abierta chorreaba saliva, que, tras superar la barrera de sus dientes, caía en el suelo de la cueva formando charcos humeantes. Valas vio un brillo de inteligencia en los ojos del monstruo, fruto de siglos de vigilancia ante los portales mágicos de la Antípoda Oscura, y también una ira fría, intensa.

El dragón lo buscó en la oscuridad, pero Valas sabía que no lo vería. No quería que lo viera; era así de simple.

Detrás de la criatura, Danifae se puso de pie con dificultad mientras sacaba su estrella matutina. Valas ya tenía dispuesta otra flecha y mientras se desplazaba por el borde de las sombras, la colocó en el arco y tensó la cuerda. El dragón pareció responder a ese movimiento llenando de aire sus pulmones. No podía ver a Valas, pero al parecer había llegado a la conclusión de que sólo tenía que acercarse más. Era una conclusión que, desgraciadamente, Valas encontraba inobjetable.

Después de tomarse un instante para apuntar, Valas disparó. El dragón exhaló, lanzando al aire una nube ondulante de vapor verde y aceitoso que rugió y se expandió al abandonar la boca del dragón.

Danifae atacó desde atrás con su estrella matutina, un arma encantada con el poder del relámpago, y el dragón del portal hizo un violento movimiento hacia adelante. La flecha de Valas penetró profundamente en el pecho de la criatura, tras encontrar el resquicio que necesitaba entre dos coriáceas escamas. La piel blindada del monstruo se estremeció, sus músculos se tensaron y, al cortársele la respiración, la nube dejó de salir, aunque el gas exhalado avanzó hacia donde se encontraba Valas.

El explorador lo vio venir. Había sido lanzado más hacia él que sobre él, de modo que retrocedió para evitarlo. No había forma de protegerse contra el gas tóxico, lo cual contrarió a Valas. Todo lo que podía hacer era evitarlo. Pero sabía cómo hacerlo.

—Ocúltate entre las sombras si quieres, drow —dijo el dragón del portal con acento sibilante en la baja lengua común. Su voz era fría y áspera, casi mecánica, y se propagó con el eco por la elevada bóveda con un sonido como de cristal que se rompe—. No puedo verte.

Acto seguido, se volvió hacia Danifae, que hacía molinetes con su estrella matutina, la mirada fija en los ojos del dragón mientras retrocedía.

—Pero puedo verla a ella —añadió.

Danifae sonrió, y su expresión hizo que un escalofrío corriera por la espalda de Valas, que se detuvo sorprendido y confundido.

Cuando la prisionera de guerra volvió a lanzar un trallazo de su arma encantada, el dragón lo esquivó sin dificultad.

—¿Qué esperabas, lagarto? —preguntó Danifae al dragón—. ¿Pensabas que se iba a revelar para salvarme? ¿Es el primer elfo oscuro con el que te encuentras?

Valas, que estaba a punto de sacar otra flecha, la dejó caer en su aljaba sin hacer el menor ruido. Se colgó el arco al hombro y rodeó al dragón por detrás, pegado a la pared de la caverna, hasta colocarse frente al gigante. Calculó rápidamente el número de pasos, el número de segundos, y midió el ruido de fondo para la cobertura sonora.

—¿Elfos oscuros? —dijo el dragón—. Me he comido uno o dos a lo largo de mi vida.

Danifae volvió a tratar de hacer impacto sobre él y el animal le lanzó una dentellada. Ambos se apartaron al mismo tiempo, lo que dejó sin efecto el mutuo ataque.

—Déjanos pasar —dijo Danifae con un tono imperativo que llamó la atención de Valas y del dragón.

—No —respondió la criatura.

Danifae se adelantó con una rapidez de la que Valas no la hubiera creído capaz.

La estrella matutina alcanzó al dragón en el costado izquierdo, y Valas parpadeó deslumbrado por el destello dolorosamente brillante de luz azulada. La candente iluminación trazó dibujos en el aire que parecían telarañas resplandecientes. La bestia se retrajo y volvió a rugir, evidenciando su ira y su dolor por la forma en que sus labios dejaron los dientes a la vista.

Danifae retrocedió, haciendo molinetes otra vez con su arma. El dragón se agachó, y Valas se detuvo y se quedó rígido. La bestia no se lanzó hacia ella, sino que levantó vuelo con un ensordecedor batir de alas. En menos de un segundo había tomado altura suficiente para desaparecer en las tinieblas de lo alto de la catedral.

Valas se adelantó y removió con los pies la gravilla. Danifae levantó la vista hacia él.

Corre a refugiarte en el túnel, dijo Valas usando el lenguaje de signos. ¡Rápido!

Danifae lo vio y sin molestarse siquiera en asentir se dio la vuelta y corrió. Valas volvió a ocultarse en las sombras, se echó su piwafwi por encima de la cabeza y dando una voltereta volvió a colocarse en un lugar donde nadie pudiera verlo.

Valas vio correr a la prisionera de guerra, sabedor de que ella no sería capaz de ver al dragón del portal. Sacó otra flecha del carcaj sin hacer el menor ruido y la giró y torció unos milímetros aquí, una pizca allá, de modo que la punta de acero no reflejara ninguna luz. Respirando lentamente por la boca, el explorador de Bregan D’aerthe esperó, pero no por mucho tiempo.

El sonido del batir de alas del dragón le llegó desde arriba, multiplicado por dos, luego por cuatro o tal vez más… no era sólo efecto del eco.

«Cinco», contó Valas.

Protegido todavía por auras de invisibilidad y por la penumbra de la caverna tanto tiempo abandonada, Valas avanzó.

Cinco dragones del portal se lanzaron desde las sombras en formación. Los dos más alejados volaron hacia el centro y otros dos hacia los extremos. Aunque cambiaban sus puestos mientras volaban, su objetivo era el mismo.

Danifae vaciló. Valas lo percibió en su paso. La cautiva los oyó y supo que podían volar más rápido, varias veces más rápido que ella. Sin embargo, había que decir a su favor que no se paró para mirar hacia atrás.

Los cinco dragones del portal eran idénticos en todos los detalles, y nadie que hubiera viajado tanto como Valas se hubiera dejado engañar durante mucho tiempo. Sólo tres golpes de ala. Valas supo qué eran.

No todos los artilugios que Valas llevaba estaban encantados, pero el pequeño objeto ovoidal de bronce sí lo estaba, y Valas lo tocó mientras corría. El calor de sus dedos despertó la magia y sólo fue necesario un pensamiento para activarlo. Sucedió sin un ruido, y Valas no perdió un solo movimiento ni se reveló en modo alguno.

De repente, Danifae se detuvo y Valas se empezó a preguntar por qué.

Igualmente sorprendidos, los dragones del portal refrenaron el vuelo, aleteando hasta hacer un alto que les hizo cruzarse los unos en la trayectoria de los otros y correr peligro de chocar.

Danifae les sonrió mientras se preparaban para despedazarla con sus afiladas garras.

—Ahora con cuidado —dijo—. Mirad hacia atrás.

La mueca con la que respondieron las criaturas se dibujó al mismo tiempo en todas ellas.

Valas dejó volar su flecha, y las cuatro imágenes conjuradas hicieron lo propio. El pequeño objeto ovoidal, un recipiente para un conjuro, que había sido fabricado de forma muy especial por un antiguo mago cuyos secretos se habían perdido hacía tiempo, había cumplido su función, y por cada uno de los cinco dragones de portal había un Valas, y por cada uno, una flecha.

El dragón podría haberlas oído o percibido de algún otro modo, o puede que su curiosidad fuera más fuerte. La criatura giró en redondo y recibió la flecha en su ojo derecho. Cuatro de las flechas desaparecieron de golpe en cuanto tomaron contacto con los dragones falsos, y los dragones ilusorios también desaparecieron. Sólo quedaron una flecha auténtica, un dragón auténtico y un ojo auténtico.

La fuerza del impacto hizo que la criatura se crispara y retrocediera un paso, aturdida.

Valas se dio cuenta de que el dragón podía verlo, en sus cinco versiones, con su único ojo bueno.

—Te voy a comer vivo —dijo el dragón de portal con voz ronca— por esto.

Valas sacó su kukris, y lo mismo hicieron sus otras imágenes. El dragón, de cuyo ojo derecho manaba sangre, ni siquiera se paró a arrancar la flecha que tenía clavada en él. En lugar de eso atacó, con las alas hacia arriba, las garras extendidas y las mandíbulas abiertas.

Valas dio un paso hacia un lado, colocándose en el punto muerto de la visión del dragón. Era evidente que la criatura nunca había combatido con un solo ojo y se dejó engañar por la finta. Valas le lanzó dos rápidas estocadas y a cada una de ellas respondió la criatura con un par de sonoros gruñidos.

El dragón lo atacó con una garra y Valas dio un paso hacia atrás y hacia el lado, dejando que una de las imágenes se cruzara en su camino. La garra del dragón tocó el hombro de la imagen. Cuando la garra llegó al abdomen del falso explorador, la ilusión había desaparecido.

El dragón rugió frustrado mientras Valas volvía al ataque. La criatura se puso fuera de su alcance retorciéndose y le lanzó una dentellada, peligrosamente cerca del auténtico elfo oscuro. Cuando el único ojo del dragón se entrecerró y el fuego brilló en él, el explorador supo que la bestia lo había localizado.

Con un ágil paso, Valas se colocó en el punto muerto del dragón, dio un paso atrás y empezó a girar sobre sí para hacerle perder el equilibrio mientras sus imágenes especulares se movían frenéticamente a su alrededor. El dragón eliminó a una con la garra y de una dentellada hizo desaparecer a otra.

Valas vio cómo la imagen desaparecía y siguió con la mirada el cuello del dragón, que pasaba frente a él, buscando resquicios, junturas o cualquier signo de debilidad en la piel gruesa y escamosa del monstruo.

Encontró uno y clavó un kukri entre las escamas, atravesó la piel y llegó hasta la carne, la arteria y el hueso que había debajo. Por la herida salió un torrente de sangre. El dragón trató de atacarlo aunque casi no podía verlo. Mientras moría, todavía tuvo tiempo de dar un zarpazo al último drow falso. El dragón empezó a derrumbarse, y Valas apenas tuvo tiempo de esquivarlo. La estrecha cabeza se disparó como un látigo, y las fauces del dragón lo golpearon en el hombro, chocando contra la armadura con ruido de metal y produciéndole una magulladura en la piel.

El explorador se escurrió y, con una voltereta, se puso de pie, esgrimiendo los kukris para defenderse.

No se produjo ningún ataque. El dragón del portal se desplomó en el suelo de la caverna. La sangre brotaba con menor fuerza a medida que los latidos de su corazón se hacían más lentos.

—Siempre supe… —suspiró el dragón moribundo—, que sería… un drow.

El dragón del portal murió con la palabra en la boca, y la idea hizo que Valas alzara una ceja.

Se apartó de aquel asqueroso cuerpo y enfundó los kukris. No había ni vestigio de Danifae. Valas no sabía si habría desandado, corriendo, todo el camino por el que habían venido o si estaría oculta entre las sombras.

Con un encogimiento de hombros y una última mirada a la bestia, Valas se dirigió al monasterio abandonado. Suponiendo que la prisionera de guerra de Melarn volvería en algún momento a la caverna y al portal que era su objetivo, Valas trepó a la gran boca deteriorada.

Dentro de la estructura semicircular había dos altos pilares exentos. Entre ellos no había nada más que aire inerte. El interior estaba cubierto de sombras de las que salía el hedor de la suciedad del dragón del portal.

Danifae lo esperaba entre los pilares, apoyada en un pie y con una mano apoyada en la cadera.

—¿Está muerto? —preguntó.

Valas se detuvo a varios pasos de ella y asintió.

Danifae levantó la vista y paseó por los pilares de tierra.

—Y bien —dijo la cautiva—. ¿Es éste el portal?

Cuando volvió a mirar a Valas éste asintió una vez más.

—Tú sabes abrirlo —dijo sin la menor entonación interrogativa.

Valas asintió una tercera vez y Danifae sonrió.

—Antes de irnos —dijo ella sacando una daga de su sugerente cadera—, quiero recoger algo de veneno.

Valas parpadeó.

—¿Del dragón del portal? —preguntó.

Danifae pasó a su lado, sonriendo, haciendo girar la daga entre los dedos.

—Esperaré aquí —dijo el drow.

Ella siguió su camino sin molestarse en responder.

Valas pensó que si sobrevivía, tal vez valdría la pena viajar con ella.

Pharaun pasó el dedo por algo que no estaba ahí el día anterior: una vena. El vaso sanguíneo seguía una sinuosa trayectoria a lo largo de la barandilla de hueso del barco del caos. A intervalos aleatorios se ramificaba en capilares más finos. La cosa toda, lenta y casi imperceptiblemente, latía con un latido vital, cálido, al fluir la sangre por ella. Cuando habían subido al barco demoníaco, la barandilla era de sólido hueso muerto. Después de cinco días de encerrar allí a demonios menores y de alimentar con ellos al barco, éste estaba cambiando. Estaba cobrando vida.

—¿Llegará a salirle piel? —preguntó Quenthel a sus espaldas.

Pharaun se volvió y vio a la suma sacerdotisa en cuclillas, examinando la cubierta del modo que él había examinado la barandilla.

—¿Piel? —inquirió el mago.

—Estas venas que le están saliendo parecen tan frágiles… —dijo Quenthel con una voz que parecía aburrida, distante—. ¿No se romperán si las pisamos?

—No lo sé —respondió Pharaun. Lo que quería decir era que no le importaba—. ¿En qué cambiaría eso las cosas?

—Podría sangrar —dijo ella sin apartar los ojos de la cubierta—. Si puede sangrar, puede morir, y si muere estando nosotros…

Pharaun se percató de que no había terminado la frase porque le daba miedo. Odiaba que una suma sacerdotisa tuviera miedo. Las cosas no solían salir bien si empezaban así.

—No todo lo que sangra muere —replicó con una sonrisa forzada.

Ella levantó la vista y sus miradas se cruzaron. Pharaun pensó que estaría enfadada cuando menos, quizá ofendida, pero ni una cosa ni la otra. No sabía qué podía estar pensando.

—Me preocupa —dijo Quenthel tras una pausa— saber tan poco. Un barco como éste… Debe de haber algo al respecto en el saber popular ¿no es cierto? ¿No estudiaste nada de eso en Sorcere?

—Claro que sí —dijo Pharaun—. Lo he estado alimentando de forma continuada. He amenazado al capitán y estamos casi listos para nuestra pequeña excursión interplanaria. Sé lo que es y cómo funciona, o sea, que sé lo suficiente. ¿Le saldrá piel? Así será si quiere. ¿Se desangrará si tus zapatos cortan una vena? Lo dudo. ¿Se comportará exactamente igual y en todos los casos para todos? Bueno, si lo hiciera no sería tan caótico ¿no te parece?

—Algún día —dijo Quenthel sin una pausa—, te haré coser la boca para que dejes de hablar el tiempo suficiente para matarte en paz.

Pharaun rió entre dientes y se secó el sudor frío que le perlaba la frente.

—¿Por qué, señora? —inquirió con una sonrisa—. ¿De qué serviría?

—Porque te odio —fue la respuesta.

Pharaun no dijo nada. Siguieron midiéndose con la mirada unos segundos antes de que la suma sacerdotisa se pusiese de pie y mirara en derredor.

—Me estoy aburriendo —dijo, sin dirigirse a nadie en especial.

«Lo que te pasa es que tienes miedo», pensó Pharaun.

—Yo me estoy enfadando —intervino Jeggred.

Tanto Pharaun como Quenthel miraron hacia donde estaba sentado el draegloth. El semidemonio se dedicaba a desollar a una rata de forma lenta y metódica. El roedor estaba vivo.

—Nadie te preguntó nada —dijo Quenthel con gesto desdeñoso.

—Mis disculpas, honorable tía —respondió el draegloth con un tono cargado de frío sarcasmo.

—Valas y Danifae volverán pronto —dijo Pharaun—, y tendremos el barco listo cuando lleguen. No tardaremos en ponernos en marcha, pero mientras tanto no debemos dejar que el tedio de este maldito lago se nos contagie. No nos beneficiaría en nada tener una partida de elfos oscuros que no hicieran más que pelearse.

—No es el lago lo que me aburre, mago —replicó Jeggred.

Pharaun desechó la primera media docena de respuestas que le vinieron a la mente, pero su expresión delataba algo. Se veía en la mueca desdeñosa y divertida del draegloth.

—Sí —dijo por fin—. Bueno, aceptaré esa graciosa amenaza teniendo en cuenta de quién viene, Jeggred Baenre. De todos modos, yo…

—¿Te callarás? —lo interrumpió el draegloth—. ¿Cerrarás de una vez esa maldita boca?

Jeggred lamió la rata moribunda, gimiente, desollada. Un hilo de sangre chorreó de sus grises labios.

—No me gusta esto —dijo el semidemonio—. Este —dijo señalando con el mentón al uridezu cautivo— está planeando algo. Nos va a traicionar.

—Es un demonio —respondió Quenthel sin inmutarse.

—¿Y eso qué significa? —preguntó el draegloth casi gritando.

—Significa —Pharaun respondió por ella— que es normal que nos traicione… o que lo intente. Lo único seguro respecto de un demonio es que no se puede confiar en él. Tal vez te anime saber que tú nos inspiras la misma desconfianza, amigo draegloth.

Pharaun había previsto alguna reacción a su comentario, pero no la que se produjo. Jeggred y Quenthel cruzaron sus miradas, interrogándose el uno al otro con los ojos. Sobrevino un largo silencio y fue Quenthel quien primero apartó la vista.

Jeggred parecía realmente decepcionado.