Capítulo veintitrés
¿Cómo encontrarle algún sentido a un mundo que existía en un universo hecho de caos? ¿En un lugar donde la única norma era la ausencia de normas?
Cuando estuvieron allí, hacía de ello poco tiempo, caminaron por hilos enormes de telaraña sin ver nada vivo hasta que se vieron acosados por una horda de demonios salvajes a las puertas de un templo sellado por la cara de la propia Lloth. Allí, un dios trató de salirse con la suya, pero no lo consiguió.
Aunque habían estado fuera de la Red Demoníaca de Pozos muy poco tiempo, habían cambiado muchas cosas.
La tersa extensión de las gigantescas telarañas estaba desgastada. Había manchas que parecían de óxido de varios metros de extensión. En algunos puntos tuvieron que trepar o levitar para subir o bajar desniveles de telas derruidas y cráteres que se atravesaban en su camino, cuyas proporciones habrían podido alojar todo Menzoberranzan.
Por todas partes se percibía el hedor de la podredumbre, en ocasiones tan intenso que Pharaun Mizzrym pensaba que no podía respirar.
El mago llevaba varias horas andando en un silencio poco habitual. Ni los drows ni el draegloth hacían comentarios en voz alta sobre el estado de la red demoníaca de pozos. Era demasiado difícil poner en palabras aquella sensación palpable de desesperación en que los sumía aquel lugar ruinoso. De vez en cuando paraban para descansar, y podían pasar varios minutos en los que ni siquiera se miraban los unos a los otros.
Como tenían que estar en guardia contra los habitantes demoníacos del plano, al principio tenían el alma en vilo, pero a medida que pasaban las horas sin encontrar a ningún ser vivo, y mucho menos amenazante, empezaron a relajarse, aunque entonces la desesperación se hizo más profunda.
Caminaron y caminaron hasta que finalmente llegaron al templo de Lloth. La otrora imponente estructura de otro mundo estaba en ruinas, contagiada de la misma podredumbre que la red que se extendía a todo el universo. La obsidiana se había vuelto pardusca y en muchos puntos estaba resquebrajada. Enormes columnas de humo salían del interior. Muchos de los grandes contrafuertes parecían muñones amputados por algún poder inconcebible. Resultaba difícil recorrer las plazas circundantes, sembradas de trozos de piedra tallada y de hierro oxidado y retorcido hasta perder la forma. Por todas partes había huesos, los huesos de millones amontonados en grandes pilas o esparcidos como si los hubiera llevado un viento cruel. Los objetos en forma de araña petrificada que antes los maravillaron habían desaparecido, dejando agujeros en el suelo de la plaza y a lo largo de los contrafuertes, como si hubieran arrancado los pies de la piedra y hubieran echado a andar.
El grupo recorrió el mismo camino que había hecho en su forma astral y volvió nuevamente a la entrada del templo. La propia cara de piedra, tan imponente, también estaba hecha trizas, dejando entrever algunos rasgos del rostro de Lloth, pero sólo en enigmáticos fragmentos.
Las puertas se abrieron de par en par.
—Fueron los dioses —susurró Valas, cuya voz repitió el eco en un millón de pequeños susurros.
Vhaeraun, que había venido a matar a Lloth, había tenido que enfrentarse a Selvetarm, protector de Lloth, a las puertas del templo. Su duelo había sido un espectáculo que había quedado grabado en la memoria de Pharaun y no se borraría aunque viviera mil años, y el combate había causado grandes daños, pero…
—Esto no —dijo el maestro de Sorcere cuya voz repitió el eco aunque no exactamente de la misma manera—. Esto es diferente. Más antiguo.
—¿Más antiguo? —preguntó el draegloth, mirando las rocas una por una.
—Tiene razón —dijo Danifae, que estaba en cuclillas, sosteniendo el cráneo de algo que podría haber sido medio drow, medio murciélago—. Estos huesos están secos y blanqueados, casi petrificados. La propia piedra se hace polvo. Las telarañas están podridas y quebradizas.
—Este lugar fue asolado hace un siglo o más —dijo Pharaun.
—Eso no es posible —sostuvo Valas mirando las puertas abiertas—. Estuvimos aquí, aquí mismo, y las puertas estaban cerradas a cal y canto, y…
Los demás no esperaron a que terminara.
—Lloth ha abandonado este lugar —dijo Quenthel en voz tan baja que el eco apenas la recogió.
—¿Ha abandonado la Red Demoníaca de Pozos? —inquirió Danifae—. ¿Cómo es posible?
—Ha abandonado el Abismo —dijo la Señora de Arach-Tinilith—. ¿Es que no lo percibís?
Danifae sacudió la cabeza, pero sus ojos respondieron afirmativamente. Las dos hembras intercambiaron una larga mirada de complicidad que hizo que a Pharaun le corriera un escalofrío por la espalda. Se dio cuenta de que Jeggred y Valas habían sentido algo similar.
—Así está la cosa, pues —dijo el explorador Bregan D’aerthe—, hemos venido hasta aquí en busca de la diosa, pero no hemos encontrado nada. Nuestra misión ha terminado.
Quenthel echó una mirada furiosa al explorador, que le respondió con una expresión inconmovible. Las víboras que formaban el látigo de la suma sacerdotisa silbaron y escupieron, pero Valas no les hizo el menor caso.
—Que no esté aquí —dijo Quenthel— no significa que no esté… en alguna parte.
El explorador respiró hondo y dejó salir el aire lentamente mientras paseaba la mirada por el templo en ruinas.
—¿Dónde está, entonces? —inquirió—. ¿Hasta dónde tenemos que ir? ¿Tenemos que recorrer el multiverso sin límites en su busca, plano por plano, universo por universo? Es una criatura de la Red Demoníaca de Pozos, y aquí estamos en la sexagésimo sexta capa del Abismo, maldito por los dioses, y ella no está. Si vosotras no sabéis adonde se ha marchado, y podría ser a cualquier parte, y ella no quiere decir dónde está, tal vez tengamos que aceptar el hecho de que no quiere que la encuentren.
Era lo más largo que Pharaun le había oído decir a Valas de una sola vez, y sus palabras hicieron que se le cayera el alma.
—Tiene razón —dijo el maestro de Sorcere.
Para sorpresa suya, Quenthel asintió. Danifae abrió mucho los ojos y Jeggred farfulló algo. El draegloth se movió lentamente, con su forma fluida de caminar y fue a situarse al lado de la antigua prisionera de guerra.
—Esto es sacrilegio —susurró Danifae—. Una herejía de la peor especie.
Quenthel se volvió a mirar a la otra sacerdotisa y silenciosamente alzó una ceja.
—¿Te atreves a permitir que algunos… —Danifae se volvió para echar una mirada rápida y furiosa a Valas— varones hablen así? ¿Acaso él decide ahora cuáles son las intenciones de la diosa?
—¿Y tú? —no pudo dejar de preguntar Pharaun.
Sorprendentemente, Danifae sonrió al responderle.
—Tal vez lo haga. Indudablemente tengo más derecho que el maestro Hune. Puede que él sea muy capaz como explorador, pero esto compete a las sacerdotisas.
Quenthel se irguió un poco más, aunque todavía tenía los hombros un poco cargados. Pharaun se extrañó de lo vieja que parecía. La suma sacerdotisa había envejecido décadas en los diez últimos días, y el agotamiento se echaba de ver en sus ojos de párpados hinchados y en su carácter irascible.
Pharaun no podía mirarla, de modo que bajó la vista hacia el suelo de la plaza y se dedicó a frotar la pardusca piedra caliza con la puntera de su bota.
—Yo estaba equivocado —dijo el maestro de Sorcere. Sintió las miradas de los demás fijas en él, percibió su sorpresa, pero no levantó la vista—. Esto no sucedió hace cien años. Este lugar fue destruido… no, aquí tuvo lugar una batalla, y fue hace por lo menos mil años. Por lo menos.
—¿Cómo puedes decir eso, mago? —preguntó el draegloth—. Tú estuviste aquí mismo. ¿O no? ¿No es éste el mismo lugar al que te trajo Tzirik?
Pharaun asintió.
—Lo es, sin duda, Jeggred —dijo—, pero la verdad es que todo lo que vemos alrededor de nosotros es una antigua ruina, el cadáver de un campo de batalla que ha permanecido frío durante mil años o más.
—Pero estuvimos aquí mismo —dijo Valas.
—Ya no estamos en la Antípoda Oscura, maestro Hune —dijo Pharaun—. Es posible que el tiempo aquí corra de otro modo, que se mueva por impulsos, como la distancia en Sombraprofunda. Tal vez todo sea más ilusorio que real, el capricho de Lloth o de algún otro poder divino. Tal vez veamos simplemente una ruina donde no hay nada, que veamos una ruina donde realmente hay un templo intacto, o que todo lo que vemos sea real y envejecido mil años por un poder tan enorme que pueda manipular el tiempo y la materia y el propio éter.
—La Reina Araña no está aquí —añadió Valas.
—Si las sacerdotisas dicen que no está aquí —replicó Pharaun—, quedaré convencido de que es la verdad.
El maestro de Sorcere alzó la vista hacia la enorme puerta abierta, tan grande como para que pudiera pasar a través de ella toda la casa Baenre. Los demás siguieron su mirada.
—Antes estas puertas estaban selladas —dijo Pharaun—, pero ahora están abiertas. ¿Por qué?
—Porque Lloth quiere que las atravesemos —dijo Danifae, con una seguridad en la voz que sorprendió a Pharaun—. ¿Quién, si no, podría haberlas abierto?
Pharaun se encogió de hombros y miró a Quenthel, que asentía lentamente.
—Vamos a entrar —dijo la suma sacerdotisa.
Sin mirar siquiera a los demás, Quenthel se dirigió hacia las enormes puertas. Uno por uno la siguieron: Danifae, luego Jeggred, después Pharaun y Valas cerrando la marcha. Cada uno era más reacio a avanzar que el que lo antecedía.
En los planos del caos se le daban tantos nombres que Aliisza no los recordaba todos: zonas de inestabilidad temporal, capas de tiempo inadvertido, sima de milenios… Hacía mucho tiempo que no veía uno, y le llevó casi otro tanto darse cuenta de lo que estaba sucediendo.
La sexagésimo sexta capa del Abismo había sido abandonada. El aglutinante que mantenía unidos los planos eran los propios dioses, y en los planos del caos, lo mismo que en los planos de la ley, cuando todos los dioses abandonaban un lugar particular, la entropía progresaba a saltos, e incluso el propio caos entraba en una espiral descontrolada.
En el caso de la sexagésimo sexta capa, estaba el resto del Abismo para mantenerla cohesionada y para proporcionar ecos de su pasado lo suficientemente vigorosos para mantener su forma física, de modo que todavía hubiera una capa sexagésimo sexta. El tiempo avanzaba más rápidamente por momentos, luego más lento, después podía volver atrás. Era imposible establecer un punto de referencia, incluso para un tanar’ri como Aliisza. Era mejor no acudir a lugares así, mejor evitarlos, incluso olvidarlos.
Observó apesadumbrada a Pharaun y sus compañeros atravesar las enormes puertas del templo. No sabía con exactitud qué encontrarían allí, pero estaba segura de que, fuera lo que fuese, les resultaría decepcionante. Habían viajado a la sexagésimo sexta capa para encontrar a Lloth, pero ella no estaba allí. Era una suposición por su parte, pero una suposición con fundamento: el plano había sido abandonado durante más tiempo del que nadie podía imaginar… desde mucho antes de que Lloth callara.
—Hay muchas cosas que nunca les dijiste —le susurró Aliisza a la Reina Araña.
Si la diosa pudo oírla —y Aliisza no tenía motivo alguno para creer que así fuera— no le respondió nada.
La semisúcubo trazó con aire ausente unos garabatos en el polvo parduzco en la parte inferior de la enorme telaraña en la que estaba suspendida: un pequeño signo que nadie vería jamás. Su mente estaba desbordada, tenía mucho en que pensar.
Aliisza había abandonado a Pharaun y a los demás, dejando que se estrellaran en la Planicie de los Portales Infinitos simplemente por capricho. Se sintió contenta de que Pharaun se salvara, pero de los demás le daba lo mismo. De todos modos, Aliisza había elegido, y su elección era obvia. Había elegido a Kaanyr Vhok.
Aunque sabía que volvería a él, también sabía que había ayudado a Pharaun y a su expedición más de lo que Vhok habría aprobado. Probablemente él no le habría pedido que los detuviera, pero lo innegable era que no le había pedido que los ayudara. A pesar de todo, Aliisza conocía demasiado bien al semidemonio como para saber que cuanto más llevara consigo al regresar, tanto más benigno se mostraría él.
Pharaun y los demás drows desaparecieron en el interior de la ruina abandonada y Aliisza cerró los ojos.
Era una tanar’ri y como tal podía desplazarse por los planos con un poco más de facilidad que la mayoría. Con un pensamiento volvió al Astral, y se encontró flotando libremente en el éter infinito.
«Abandonaste el Abismo —dijo Aliisza para sus adentros, aunque se dirigía a Lloth—, antes de volverte silenciosa, de modo…».
No se molestó en rematar la idea, concentrada como estaba en un nombre: Lloth.
Volvió a cerrar los ojos y repitió su nombre mentalmente una y otra y otra vez, hasta que después de un tiempo su cuerpo empezó a moverse. El nombre de cualquier dios tiene su poder si se lo sabe usar.
Cuando abrió los ojos se encontró rodeada por espectros.
Sombras grises, traslúcidas, flotaban en derredor, y todas tenían rasgos similares: las orejas puntiagudas, los ojos almendrados y las caras alargadas y aristocráticas de los elfos oscuros. Los había en gran número, tantos como podían morir en una guerra, y todos atravesaban el Plano Astral hacia el mismo destino.
Aliisza se desplazó hasta colocarse frente a uno de ellos, un varón de aspecto fuerte vestido para la batalla con un yelmo y una armadura regios.
—¿Puedes oírme? —le preguntó al espíritu—. ¿Puedes verme?
El drow muerto la miró y arqueó una ceja. Se quedó inmóvil, pero su cuerpo siguió desplazándose por la extensión infinita, dirigiéndose inequívocamente hacia su destino final.
—Mi nombre es Aliisza —se presentó—. ¿Sabes dónde estás?
Sí, respondió el drow utilizando la comunicación mental. Su boca estaba abierta pero no movía los labios. Puedo sentirlo, estoy muerto. He muerto. Me mataron.
—¿Cómo te llamas?
Me llamaba Vilto’sat Shobalar, respondió el soldado, pero ahora no soy nada. Mi cuerpo se pudre, mi casa me olvida y yo transcurro. ¿Estás aquí para atormentarme?
—¿Cómo dices? —preguntó la semisúcubo, confundida por el repentino cambio de conversación del espíritu.
Eres un demonio, respondió. ¿Estás aquí para atormentarme por mi fracaso en el campo de batalla o simplemente para satisfacer tu cruel naturaleza?
Aliisza se enfureció y no pudo evitar una sonrisa sarcástica. Era obvio que la había tomado por un tanar’ri de otra clase, y eso no la halagaba en lo más mínimo.
—Si estuviera aquí para atormentarte —dijo—, ya te habrías enterado, hongo de granja.
Vilto’sat Shobalar le dio la espalda con una expresión de desprecio que, al parecer, era lo único que los elfos oscuros se llevaban consigo a la tumba.
Aliisza siguió recorriendo la fila de drows muertos y a medida que se acercaba al punto de destino de la misma, avanzando más rápidamente que las almas errantes, la densidad de los espectros era mayor, como si se hubieran estado apiñando, uno tras otro, durante mucho tiempo.
—¿Señora —dijo, haciendo una exagerada reverencia que al parecer la elfa muerta encontró insultante—, puedo hablar contigo brevemente mientras llegas al fin de tu viaje?
No puedes hacer nada para atormentarme, demonio, transmitió la sombra a la mente de Aliisza, de modo que apártate y déjame descansar en paz.
Aliisza resopló y a punto estuvo de coger a la drow por la garganta, pero se dio cuenta de que sus manos pasarían a través de la sacerdotisa. La muerta no volvería a tener forma física hasta que llegase a su destino final. El Plano Astral era el único camino para pasar de un universo a otro. Allí, los drows muertos eran fantasmas incorpóreos.
—No estoy aquí para atormentarte, bruja —dijo Aliisza—, pero lo haré si no respondes a mis preguntas.
Lloth nos ha vuelto la espalda, replicó la sacerdotisa. ¿Podrías hacer algo peor?
—Podría dejarte en el Astral para siempre. —La amenaza de Aliisza no tenía asidero, pero el espectro no tenía por qué saberlo.
¿Qué quieres?, preguntó la drow.
—¿Quién eres? —preguntó—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí esperando la gracia de Lloth?
Soy Greyanna Mizzrym, respondió el espectro, y algo en el nombre le resultó a Aliisza extrañamente familiar. No tengo idea del tiempo que llevo aquí, pero siento que me muevo, que acabo de empezar a hacerlo. ¿Está Lloth dispuesta a recibirnos? ¿Te ha enviado ella?
—¿Puedes sentirla? —preguntó Aliisza, pasando por alto la pregunta de la elfa oscura—. ¿Te llama?
La sacerdotisa miró hacia otro lado, como si estuviera escuchando, después sacudió la cabeza.
Me muevo hacia algo, dijo Greyanna. Puedo sentirlo, pero no oigo a Lloth.
Aliisza se volvió para mirar en la dirección hacia la que avanzaba la fila de los drows. Al final de la larguísima fila había un torbellino rojo y negro. Una puerta a los planos exteriores que absorbía a las almas.
—Eso no es el Abismo —dijo Aliisza.
Es nuestro hogar, susurró el alma incorpórea de Greyana Mizzrym. Lo siento. Siento que es la Red Demoníaca de Pozos.
El corazón de Aliisza se aceleró.
—La Red Demoníaca de Pozos —repitió la semisúcubo—, pero no el Abismo.
Aliisza se detuvo y quedó suspendida en la gris extensión, a un lado de la procesión de los drows muertos.
—O sea —susurró Aliisza a una Lloth que no la oía—, que nos movemos hacia arriba ¿verdad?
La semisúcubo cerró los ojos y se concentró en Kaanyr Vhok. Dejó que su conciencia viajara por el Astral y volviera a la fría y dura Antípoda Oscura. Allí encontró la mente de su amante y dejó caer en ella un mensaje.
Algo está ocurriendo con la Red Demoníaca de Pozos, transmitió. Ahora son un plano en sí mismos, y las puertas están abiertas. Lloth recibe en su seno a los muertos. Lloth vive.
Era todo lo que podía decir y esperaba que bastara como advertencia. Aliisza podría haberse transportado a la Antípoda Oscura en un instante y haber estado al lado de su amante, pero no lo hizo. Quería permanecer donde estaba, aunque no sabía por qué.
Nimor había desechado la idea de destrozar a Gomph con sus garras. En lugar de eso empezó a tratar de obligar al archimago a atacarlo, pero el drow no respondía. La sensación que tenía el asesino de que el mago sabía lo que él estaba pensando, tal vez incluso antes de que lo pensara, se fue haciendo cada vez más fuerte y llevó a Nimor a recapacitar. Ésa no era forma de combatir.
Nimor dio un paso atrás y lo mismo hizo Gomph. El asesino podía ver a Dyrr describiendo lentamente un círculo en torno a ellos desde una distancia que algunos podían considerar segura y otros cobarde. Nimor estaba a punto de decir algo cuando sintió un zumbido familiar en su cráneo.
Aliisza está en la Red Demoníaca de Pozos, resonó la voz de Kaanyr Vhok en su cabeza. Algo está pasando, algo malo para todos nosotros. No estoy dispuesto a esperar para saber hasta qué punto.
Por primera vez en mucho, muchísimo tiempo, a Nimor se le heló la sangre en las venas.
Gomph hizo un movimiento nervioso, casi emitió un grito ahogado, y Nimor no pudo evitar mirarlo. Sus ojos se encontraron y hubo entre ellos una chispa de comprensión. Nimor retrocedió y Gomph asintió. El archimago todavía sostenía con las dos manos la espectral hacha de guerra, pero no avanzó. Respiraba con dificultad y el sudor le bañaba la cara y empapaba su pelo blanco como la nieve sobre la frente.
Una vez más, Nimor estuvo a punto de hablar y una vez más fue interrumpido.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó imperiosamente el lichdrow—. ¡Mátalo!
Nimor dejó escapar un largo suspiro entre los dientes. Ya era bastante malo que un componente clave de su alianza abandonara la causa, para que encima Lloth, por alguna razón que jamás podría entender, eligiese ese momento para volver… o para hacer algo que de todos modos asustaba a Kaanyr Vhok, y eso que el semidemonio no era de los que se asustan fácilmente. Y para colmo de males, un adversario al que debería haber podido despachar con un pensamiento y ahora era capaz de superarlo en el pensamiento y en la acción. Y el maldito lich que no hacía más que darle órdenes.
Dyrr empezaba a gritar otra vez, pero Nimor no entendía lo que estaba diciendo.
—No puedo… —empezó a decir el Espada Ungida, pero hizo una pausa cuando se dio cuenta de que el lich estaba haciendo un conjuro.
Gomph también lo oyó. Sosteniendo todavía el hacha ante sí con una mano, el archimago golpeó con su bastón el suelo del Bazar, que ardía lentamente, y quedó instantáneamente envuelto en un globo de reverberante energía. Apenas acababa de aparecer el globo cuando Dyrr acabó de musitar y el sonido de su voz fue reemplazado por un sordo zumbido repetido por el eco.
Nimor, que todavía tenía los ojos fijos en Gomph, parpadeó. El archimago echó una mirada al lich y en la comisura de su boca se insinuó una sonrisa. Nimor tuvo que mirar, sabía que Gomph no tenía la menor intención de atacarlo de todos modos.
El zumbido fue subiendo de volumen hasta convertirse en un ensordecedor rugido. Nimor vio algo parecido a una nube de humo negro que se arremolinaba en el aire y se dirigía hacia donde él estaba. Le llevó escasos segundos darse cuenta de que no era humo. En realidad, ni siquiera era una nube, sino un enjambre de diminutos insectos, cientos o millones de ellos.
La nube descendió sobre Gomph, pero no penetró el globo que rodeaba al archimago. Nimor tenía que suponer que era Dyrr quien la dirigía, de modo que cuando los insectos se volvieron hacia él, se lo tomó como algo personal.
Antes de que el primero de los insectos se posara sobre él, lo picara, lo mordiera, o lo que fuera que se suponía que debían hacerle, Nimor se adentró en la Linde de la Sombra. Aquello formaba parte de su propia naturaleza. De repente estaba allí en el Bazar y de repente no. La nube se transformó en sombra y el Bazar en un mundo oscuro, apenas corpóreo, envuelto en la negrura.
Nimor se miró las garras. Su mente estaba extrañamente en blanco, su estado de ánimo inverosímilmente sereno.
—¿Es verdad? —preguntó en voz alta a las sombras que no podían oírlo—. ¿He perdido?
Cerró los ojos y pensó en el lich… y volvió a aparecer en el mundo sólido justo detrás de él.
Nimor cogió al enjuto mago no muerto por detrás y batió fuertemente las alas para alzarlo y alejarlo del suelo del Bazar. El lich se puso rígido y respiró hondo, tal vez para hacer un conjuro, pero fue lo bastante prudente para interrumpirlo cuando Nimor apoyó una aguzada garra sobre la garganta reseca del lich.
—Tal vez no sangres, lich —le susurró Nimor al oído—, pero si tu cabeza se separa del cuerpo…
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Dyrr con un hilo de voz—. Podrías matarlo. Ha llegado nuestro momento y ahora me atacas a mí. ¿A mí?
—¿A ti? —dijo Nimor con sarcasmo—. Sí, precisamente a ti. Debería matarte ahora mismo. Claro que ya estás muerto ¿no es cierto, lich? Todo lo que hiciste fue hacerme perder el tiempo, y ahora la Reina Araña se remueve en su tumba y se nos ha agotado el tiempo.
—¿Qué? —inquirió Dyrr sinceramente confundido—. ¿Qué estás diciendo?
—No es que merezcas saberlo antes de que deje que Gomph Baenre te mate —replicó Nimor—, pero se ha acabado.
—¡No! —gritó el lich.
Nimor gruñó al sentir que algo lo golpeaba fuertemente en el pecho. Su mano se apartó de la garganta del lich y se vio impulsado hacia atrás, arrojado por el aire por alguna fuerza insondable. A pesar de sus intentos de volar, Nimor no podía.
El asesino consiguió mirar a Gomph, que, allá abajo, había dejado a un lado el hacha de guerra duergar y miraba hacia arriba, riendo.
Nimor también se rió. ¿Por qué no?
—Hemos fracasado, lich —le dijo a Dyrr—, pero al menos para mí habrá otra oportunidad.
—No, de que hemos fracasado nada —dijo el lich con un gemido—. Has sido tú el que ha fracasado. Tú volverás a la Sombra con tu cola de dragón entre las piernas, repitiéndote una y otra vez tus endebles excusas. Puedes culparme a mí si quieres, Nimor, pero yo todavía estoy aquí. Vivo o muerto, pero estoy aquí, en Menzoberranzan, luchando.
—Tal vez —dijo Nimor a quien las primeras oleadas de un profundo agotamiento empezaban a aflojar sus cansados músculos—, pero no por mucho tiempo.
El lich gritó su nombre, pero Nimor no alcanzó a oír el primer eco antes de entrar en la Linde de la Sombra y desaparecer para siempre de Menzoberranzan.