Capítulo once
Probablemente, Valas compró más provisiones de las necesarias —tres grandes bolsas con más de lo que podían cargar ambos— pero no podía dejar de pensar que estarían fuera más tiempo del que pensaba Pharaun. Hasta el momento, el viaje ya había durado más de lo que ninguno de ellos suponía al dejar Menzoberranzan.
Estaba sentado en la terraza de un café, en lo alto del centro de la ciudad-zigurat, esperando a Danifae. Era evidente que la prisionera de guerra no bromeaba cuando dijo que no haría caso de sus llamadas.
Valas no estaba precisamente ansioso por volver al Lago de las Sombras, pero quería salir de la ciudad. Los elfos oscuros de todo Sschindylryn andaban mirando de reojo. Los ánimos estaban inquietos y las razas menores tenían un brillo peligroso en los ojos. La ciudad no estaba tan mal como Ched Nasad, pero el explorador se daba cuenta de que tarde o temprano acabaría igual.
—¿Me esperabas? —preguntó Danifae.
Valas se volvió, sorprendido al verla de pie, a sus espaldas. No había notado su presencia.
—Ciudades… —suspiró.
Se puso de pie y reunió rápidamente los bultos.
—¿Realmente tienes tanta prisa? —preguntó Danifae colocando una silla al otro lado de la mesa a la que él había estado sentado.
Lo miró con un brazo levantado y una ancha y radiante sonrisa. Parecía diferente. Valas no pudo evitar notarlo.
—En los Reinos de Arriba —dijo Danifae— es costumbre que los caballeros inviten a una dama a una copa. Eso tengo entendido.
Valas sacudió la cabeza, pero le resultó difícil apartar los ojos de ella.
La silla en la que había estado sentado se deslizó lentamente hacia él. Ella la empujaba con el pie por debajo de la mesa.
—Pide una botella de vino de algas —pidió con un mohín.
Valas se volvió para pedir el vino, pero se detuvo.
—Deberíamos volver —dijo—, los demás nos estarán esperando.
—Que esperen.
Valas respiró hondo y cargó los bultos sobre sus hombros.
—La señora Quenthel se disgustará —dijo, y aunque no le importaba nada, el hecho es que quería ponerse en camino.
—Que se disguste —insistió Danifae sin dejar de sonreír, aunque sus ojos tenían una expresión más fría—. Me gustaría tomarme un descanso.
—Su casa es la que paga —dijo el mercenario, reacio a sentarse.
Danifae lo miró y Valas sintió que se le erizaba la piel. Era como si ella se la estuviera arrancando con los ojos para mirar en su interior.
La joven se puso de pie lentamente, separándose de la silla poco a poco y Valas contempló cada uno de sus sutiles movimientos. Ella tendió una mano.
—Llevaré uno —dijo.
Valas ni se movió para darle uno de los bultos.
Fuera lo que fuese lo que había cambiado en Danifae, Valas trataba desesperadamente de que no le gustara.
Para el drow, igual que para el resto de las razas sensibles de la superficie y de debajo de la superficie de Faerun, cada individuo tenía sus propias habilidades y sus propios talentos, su propio uso individual que servía al conjunto de algún modo, aunque sólo fuera como incordio. En Menzoberranzan el talento era algo que se identificaba claramente, y las habilidades eran una mercancía que se intercambiaba en el mercado y se impartía a los jóvenes con gran cuidado y economía. El individualismo sólo se aceptaba dentro de ciertos límites y de forma escasa o nula para los varones de las especies.
—Es un lich —dijo el maestro de Sorcere—, de modo que su tacto paraliza.
Había pocos lugares donde un varón drow gozara de ciertas ventajas, y uno de ellos eran los salones de Sorcere. Eran las hembras las que ostentaban el poder y, cuando las cosas eran como debían ser, el oído de Lloth; pero eran los varones los que estaban sintonizados con el Tejido. Por supuesto, no todos los magos eran varones… sólo los mejores, y Gomph Baenre, el archimago de Menzoberranzan, sin duda tenía bastante que ver con eso. Después de todo, era responsabilidad suya identificar el talento para el Arte en los jóvenes drows de todas las casas de la ciudad, y se reservaba el derecho de elegir a los que irían a Sorcere a estudiar. A él le correspondía determinar si alguna vez terminarían sus estudios. El hecho de que la mayoría de los magos de Menzoberranzan fueran varones no era coincidencia, ni accidente de nacimiento ni cuestión de estadísticas, sino una jugada realizada con mucho cuidado y a menudo sin demasiada sutileza en el gran juego sava de la Ciudad de las Arañas. El hecho de que la mayor parte de las hembras prefirieran servir a Lloth no hacía sino facilitar la manipulación.
—Irradiará un aura de miedo —continuó el maestro de Sorcere—, pero es probable que eso no os afecte en absoluto.
Mientras fuera indudable que las sacerdotisas dominaban la ciudad, su dominio del Arte era un consuelo, algo que reconfortaba a Gomph en su fuero interno. Ahora que Lloth guardaba silencio, y las sacerdotisas se desvivían por encontrar respuestas, sumidas en el tipo de caos que sólo una diosa demoníaca podía conjurar… bueno, las cosas habían cambiado.
—Su tacto puede producir la muerte una vez por cada ciclo de veinticuatro horas —dijo el maestro de Sorcere.
Para Gomph, lo más extraño sobre el desplazamiento de poder era lo poco que le gustaba. Después de todo, había pasado toda una vida manipulando el sistema para que sirviera mejor a su casa y a sí mismo. Cuando el sistema se tambalease, tal vez estaría en condiciones de derrocar a su hermana y al resto de las madres matronas, y tomar el control de Menzoberranzan, pero ¿por qué? ¿Qué podía ganar? ¿Cómo podía mejorar su posición? Disfrutaba de todas las ventajas que le daba la posición de la casa Baenre y de Sorcere, pero siempre había alguien más hacia quien desviar responsabilidades, alguien a quien manipular.
—Hay numerosos efectos de los conjuros que no afectan a un lich —dijo el maestro—. Entre ellos figuran el frío, el relámpago, el veneno, la parálisis, la enfermedad, la nigromancia, el polimorfismo y los conjuros que afectan a la mente o influyen en ella. Es mejor no molestarse siquiera en prepararlos.
Gomph era el tercer elfo oscuro en la jerarquía de poder de Menzoberranzan y, al diablo con Lloth, le gustaba que fuera así.
—Es probable que vista una túnica de seda negra —continuó el maestro de Sorcere—, eso le permitirá conjurar una barrera de espadas arremolinadas.
Bueno, tal vez le gustaría ser segundo, pero de todos modos…
—La corona —terminó— es más que una mera afectación. Puede guardar y reflejar conjuros ofensivos.
Gomph Baenre estaba sentado en el suelo de una habitación muy pequeña, muy oscura y muy secreta en lo más recóndito de Sorcere, rodeado de un círculo de magos que eran los más poderosos de la ciudad, de los más poderosos hacedores de conjuros de toda la Antípoda Oscura. Los demás magos, todos ellos maestros de Sorcere, salmodiaban y gesticulaban, y arrojaban al aire o sujetaban entre los dedos todo tipo de símbolos, tótems, focos y componentes. Rociaban al archimago con magia protectora, a tal velocidad que ni siquiera se molestaban en anunciarle que lo estaban haciendo. Gomph tenía pocas dudas de que, cuando terminaran, sería inmune a todo. Seguramente nadie podría hacerle daño, como no fuera un hacedor de conjuros más poderoso que los maestros.
Y precisamente con un oponente así iba a enfrentarse Gomph.
—Debería ir contigo, archimago —dijo Nauzhror Baenre, transmitiendo en verdad una falta de interés real.
—Si alguno de vosotros vuelve a decir algo así —replicó Gomph—, aunque sólo sea una vez, voy a…
Dejó la amenaza inconclusa. No haría nada, y todos lo sabían, pero por respeto al archimago, ninguno de ellos volvió a intentarlo. Todos eran lo bastante listos para saber que Gomph pretendía enfrentarse a un enemigo que era el ser más peligroso de Menzoberranzan. El lichdrow era un hacedor de conjuros de poder extraordinario, a veces casi divino. Por supuesto que realmente no querían enfrentarse a él como pensaba hacerlo Gomph: a pecho descubierto, en un duelo de conjuros que indudablemente haría historia entre los drows.
Ese duelo era algo que sólo el archimago podía afrontar. A eso se reducía todo en Menzoberranzan: varón contra varón, mago contra mago, primera casa contra segunda casa, orden establecido contra revolución, estabilidad contra cambio, civilización contra… ¿el caos?
«Exactamente», pensó Gomph, aunque nunca lo habría dicho en voz alta. El orden contra el caos, y Gomph era el que luchaba por el orden, por la ley, en nombre de una de las más puras encarnaciones del caos en el multiverso: Lloth, una diosa con corazón de demonio.
—Es extraño —murmuró el mago en voz alta— el cariz que toman las cosas.
—Es cierto, archimago —respondió Nauzhror como si leyera en la mente de Gomph, cosa que tal vez hiciera—. Es realmente extraño.
Los dos magos Baenre cruzaron una sonrisa. Después, Gomph cerró los ojos y dejó que los demás siguieran con sus conjuros. Los conjuros protectores y de contingencia lo envolvían uno tras otro. A veces Gomph sentía una comezón, un calor, una brisa fría o una vibración, y a veces no sentía nada.
—¿Has decidido dónde te vas a enfrentar a él? —preguntó Grendan en una pausa entre uno y otro conjuro defensivo.
Gomph negó con la cabeza.
—¿En algún lugar fuera de la ciudad? —sugirió Nauzhror—. ¿Detrás de las líneas de los duergars?
Gomph volvió a negar.
—Por lo menos —dijo Nauzhror—, deja que enviemos guardias para vigilar el lugar del combate… dondequiera que sea… antes de que llegues. Podrían permanecer ocultos e intervenir contra el lichdrow sólo si fuera necesario.
—No —dijo Gomph—. Dije que iría solo e iré solo.
—Pero, archimago… —empezó a decir Nauzhror en tono de protesta.
—¿Qué crees que podrían hacer por mí unos guardias contra el lichdrow Dyrr? —preguntó Gomph—. Los desecaría y se los fumaría en su pipa, precisamente lo que yo haré con cualquier soldado Dyrr que decida traer consigo. Dyrr se enfrentará a mí según mis propias condiciones porque tiene que hacerlo. Tiene que derrotarme, y tiene que hacerlo frente a todo Menzoberranzan. De lo contrario, será siempre el segundo, aunque consiga derrotar a la casa Baenre.
Los magos continuaron con sus conjuros, dejando para Nauzhror y Grendan la consideración de los aspectos prácticos del duelo.
—Entonces, Donigarten —sugirió Grendan.
—No —dijo Gomph, con una pausa cuando otro conjuro le provocó un leve escalofrío—. No.
Miró a Nauzhror, que alzó una ceja, expectante.
—Creo que será en la Grieta de la Garra —dijo Gomph, tomando la decisión inmediatamente antes de mencionarla.
—Excelente elección, archimago —dijo Nauzhror—. Apartado de cualquier propiedad valiosa y de la mayor parte de los mejores drows de Menzoberranzan, de los que quedan tan pocos en estos días.
Un estudiante entró y puso rápidamente una pequeña bola de cristal en un pequeño soporte dorado sobre el suelo, frente al archimago.
Gomph no hizo el menor intento de agradecérselo al estudiante, que ya salía a toda velocidad de la habitación.
Escrutó la bola de cristal, alzando una mano para aquietar la barrera de conjuros de protección. El cristal se volvió borrascoso primero y después unos destellos de luz atravesaron las arremolinadas nubes dentro del globo que hacía poco era perfectamente claro.
Gomph evocó mentalmente una imagen de memoria del lichdrow y la mantuvo haciendo a continuación todo lo posible por transmitirla al globo. Encontraría al lichdrow, a menos que Dyrr pusiera en juego su energía para tratar de impedirlo. Gomph bajó la mano, y varios de los magos más concienzudos empezaron otra vez a hacer conjuros, musitando ensalmos y trazando configuraciones invisibles en el aire, como si hubieran estado sentados allí conteniendo el pensamiento.
«Ahí está», pensó Gomph cuando apareció en la bola de cristal una imagen del lichdrow andando confiado por un salón de la casa Agrach Dyrr. «Ahí está».
Gomph reconoció el salón. Había estado allí en varias ocasiones, antes de que las cosas empezaran a disgregarse, cuando las casas de Agrach Dyrr y Baenre eran estrechos aliados y compartían negocios. Centró su atención en Dyrr. Mientras observaba al lichdrow gritando órdenes a los guardias de su casa y a otro drow armado, Gomph hizo su propio conjuro.
—Buenas tardes, Dyrr —le dijo Gomph a la imagen de la bola de cristal—. Será en la Grieta de la Garra. Sé que no necesito decirte que vayas solo. Sé que siempre estás dispuesto.
Gomph no esperó la respuesta. Hizo una señal afirmativa a sus magos y cerró los ojos.
—Estaremos observando, archimago —dijo Grendan— y estaremos en contacto constantemente.
—Sería una falta de responsabilidad —dijo Nauzhror—, no pedirte una vez más que me dejes ocupar tu lugar en…
—Sería una falta de responsabilidad por mi parte esconderme detrás de mis inferiores —dijo Gomph—. Además, primo, fuiste archimago durante algún tiempo y estoy seguro de que te gustó.
—Claro que sí —admitió Nauzhror—. Me gustó mucho.
—Pues bien, si esperas vivir lo suficiente para volver a ser archimago, me esperarás aquí.
El lichdrow Dyrr despidió a sus guardias y atravesando la puerta dimensional se dirigió a la sala de estar. Allí encontró a Yasraena y a Nimor, que estaban ocupados tratando de no hablar el uno con el otro.
Ambos parecieron aliviados cuando el lich pasó la arcada transdimensional y entró en la estancia.
—¿Ya es hora? —preguntó Nimor.
Yasraena respiró hondo y retuvo el aire, con los ojos fijos en el lich.
—Me espera en la Grieta de la Garra —respondió Dyrr.
La madre matrona exhaló el aire lentamente, y Nimor asintió con la cabeza.
—Un lugar tan bueno como cualquier otro —dijo el asesino—. Un agujero en el suelo… sin posibilidad de dañar la mercancía que tan cara estamos pagando.
—Si por «mercancía» —dijo Yasraena con rabia— entiendes Menzoberranzan la Poderosa, pedazo de…
—Yasraena —le interrumpió Dyrr con tono helado.
La madre matrona apretó los dientes y dio la espalda a Nimor, que contuvo una carcajada.
—Estoy preparado, como siempre —les dijo Dyrr a ambos— y partiré ahora mismo.
Yasraena se volvió hacia Nimor.
—Ve con él —le dijo.
El asesino alzó una ceja, y Dyrr… bueno, si le hubiera quedado algo de sangre en las venas, seguro que habría hervido.
—Supongo —le dijo el lichdrow a Yasraena— que no dudarás de que voy a conseguir la victoria necesaria sin necesidad de ayuda. Supongo… que no te preocupará mi seguridad.
Miró fijamente a los ojos a la joven madre matrona y le sostuvo la mirada hasta que ella se puso gris, parpadeó y bajó la vista.
—Ya sabes que toda la casa Agrach Dyrr tiene la máxima confianza en ti —dijo, con apenas un hilo de voz. Se volvió y miró a Nimor de arriba abajo—. Pero éste no es el momento adecuado para venganzas personales. Tenemos una alianza con este… lo que sea. ¿Por qué no usarlo?
Nimor sonrió y le recordó a Dyrr los lagartos carnívoros que habitaban las regiones inexploradas de la Antípoda Oscura.
—No sabrías por dónde empezar a usarme —dijo el asesino.
Dyrr se limitó a encogerse de hombros ante tan improductivo diálogo. Empezó a protegerse con una serie de conjuros, haciendo caso omiso de la escaramuza verbal en la que siguieron enzarzados Yasraena y Nimor durante algunos minutos. Dyrr parpadeó después de haber hecho un conjuro para hacer que las cosas no vistas fueran visibles para él. Nimor tenía un aspecto distinto, pero de una manera que parecía incongruente, incluso imposible. El drow asesino no era un drow, como hacía tiempo que sospechaba, pero por primera vez pudo ver algo así como unas alas.
El lichdrow dejó a un lado la cuestión en beneficio de una serie de contingencias minuciosamente organizadas. Después de todo, el propio Dyrr ya no era un drow. Si Nimor era algo más, que lo fuera, mientras resultara útil.
Algo que dijo Yasraena hizo que Dyrr se detuviera en medio de un encantamiento.
—¿Será evacuada de Menzoberranzan la casa Agrach Dyrr —le preguntó a Nimor— en caso de que las cosas no salgan como espera el lichdrow?
Dyrr le propinó una bofetada que resonó en la espartana sala e hizo caer a Yasraena hecha un guiñapo en el suelo alfombrado. El lich absorbió parte de la fuerza vital de ella con la bofetada, sólo un poco, pero resultó suficiente para que ella se volviera gris y que le resultase difícil respirar. La madre matrona lo miró desde el suelo con ojos aterrorizados.
«Muy propio de ella», pensó Dyrr.
Nimor ni se inmutó, como si no hubiera reparado en lo que había sucedido. Por fin, miró a Yasraena mientras ella se ponía en pie con dificultad.
—Si el lichdrow da su permiso —dijo el asesino—, me gustaría responder a esa pregunta.
El brillo glacial de las pupilas de Nimor bastó para convencer a Dyrr de que el asesino daría la respuesta adecuada. El lichdrow asintió.
—La casa Agrach Dyrr —dijo Nimor mirando a Yasraena, que había conseguido ponerse de pie aunque le temblaban las rodillas— vivirá o morirá en Menzoberranzan.
Yasraena asintió mientras se frotaba la mejilla con mano temblorosa, y Dyrr hizo una precisión a lo que había dicho Nimor.
—Precisamente, amigo mío —dijo—, igual que tú.
Nimor dio un paso hacia él y se cuadró. Al lichdrow jamás se le habría ocurrido retroceder, y no lo hizo.
—Si en algún momento pienso que tu caída es inminente —replicó Nimor—, te rescataré.
En ese instante, Dyrr hubiera matado a Nimor Imphraezl, pero no lo hizo. En lugar de eso rompió a reír, y seguía riendo cuando se teletransportó.
La Grieta de la Garra era una oquedad natural en el lecho rocoso que atravesaba el norte de Menzoberranzan, al este de Tier Breche. Gomph se encontraba de pie al borde de la Grieta, con la vista fija en la negrura que se extendía a sus pies. Ni siquiera sus nuevos ojos, mucho más jóvenes, eran capaces de ver el fondo. A sus espaldas quedaba Sorcere, y a su frente, al otro lado de la gran brecha, se encontraba la Ciudad de las Arañas. Las estalagmitas y estalactitas en las que se habían excavado las casas y negocios de los drows relucían con un fuego fantasmagórico. Pudo ver la casa Baenre en el lado opuesto de la caverna, y el extraño destello luminoso que marcaba el asedio permanente de la casa Agrach Dyrr.
El lichdrow apareció en el aire por encima de la sima de más de un kilómetro de profundidad y permaneció allí suspendido, a una docena o más de metros. Apareció frente a Gomph, como si supiera exactamente dónde estaría el archimago.
—Ah, mi joven amigo —dijo el lichdrow. Su voz quedó flotando en el espacio existente entre ambos y el eco repitió sus palabras en el interior de la Grieta de la Garra—. Estás aquí.
—Como había prometido —respondió Gomph, evocando mentalmente una sucesión de conjuros.
—De modo que a esto hemos llegado ¿verdad? —preguntó Dyrr.
—Los dos —replicó Gomph—. ¿Un enfrentamiento a muerte?
El lich soltó una carcajada, y Gomph supo que el sonido hubiera hecho salir corriendo a los drows menores.
—¿Por qué, Dyrr? —inquirió el archimago sin esperar realmente una respuesta.
El lichdrow volvió hacia arriba las palmas de las manos y levantó los brazos hacia los lados, en un movimiento que abarcaba toda la ciudad.
—¿Qué mejor motivo —preguntó— que la propia Ciudad de las Arañas? Desde aquí, la Antípoda Oscura, y desde allí, el Mundo de Arriba.
Esta vez le tocó reír a Gomph.
—De modo que a eso se reduce todo —dijo—. Al dominio del mundo. ¿No te parece que eso es demasiado vulgar, lich, incluso para ti?
El otro se limitó a encogerse de hombros antes de responder.
—Mi existencia no conoce fronteras, Gomph. ¿Por qué habría de conocerlas mi ambición?
—Supongo que es una respuesta bastante simple —reconoció Gomph—, a una pregunta también simple.
—¿Nos ponemos a ello, entonces?
—Sí —respondió Gomph—, supongo que será lo mejor.
Empezaron lentamente, poniéndose a prueba el uno al otro con adivinaciones menores. Gomph podía sentir cómo el lich lo sondeaba al tiempo que él sondeaba al lich. Las voces de Nauzhror, Prendan y Prath susurraron en su mente. Buscaban defensas, evaluaban artilugios y ropas para detectar ensalmos, se comparaban. Gomph había traído un bastón y le sorprendió ver que también Dyrr había traído uno. No había esperado que lo hiciera.
El fuego, dijo Nauzhror después de unos tensos minutos de estudio. El arma más efectiva contra el mago no muerto de la casa traidora será el fuego.
«Ahí está —pensó Gomph—, Dyrr ha cometido su primer error».
—Supongo que vas a sorprenderme —le gritó el lich a su adversario—. ¿No es así, mi querido archimago?
—Sólo estoy completamente seguro de dos cosas, Dyrr —replicó Gomph—, de que ambos vamos a sorprendernos hoy y de que te destruiré.
Empezaron a hacer los conjuros al mismo tiempo. Gomph era un adivinador con experiencia suficiente para saber que el lichdrow había lanzado su último ensalmo defensivo.
Los conjuros brotaron del Tejido al mismo tiempo. Un viento gélido sopló desde el lichdrow, arrastrando consigo miles de agujas de hielo como navajas. Esa tormenta brutal se encontró con la bola de fuego de Gomph encima de las negras profundidades de la Grieta de la Garra. Los dos efectos se anularon mutuamente antes de que cualquiera de ellos se acercara al objetivo perseguido.
«Bueno —dijo Gomph para sus adentros—, esto va a llevar un rato».