Capítulo veintiuno

—Ryld Argith está muerto —le dijo Danifae a Quenthel mientras miraba furtivamente a Pharaun.

El mago estaba sentado en silencio, con las piernas plegadas, frente al palo mayor. Ni siquiera le devolvió la mirada, daba la impresión de que sus palabras no habían suscitado en él reacción alguna. Danifae se mordió el labio inferior y sus ojos miraban alternativamente a Pharaun y a Quenthel.

—¿Y? —inquirió la Señora de Arach-Tinilith.

—Lo maté yo —dijo Jeggred con voz sorda.

Danifae miró al draegloth, cuyos ojos estaban fijos en Pharaun. El mago seguía sin moverse y en ningún momento los miró ni a Jeggred ni a ella. Danifae había prometido perdonar al maestro de armas, pero había mentido, y ahora casi esperaba que el mago la redujera a cenizas allí mismo por su traición; pero, o estaba demasiado ocupado con sus preparativos para el viaje, o no le importaba… o estaba planeando algo para más tarde.

—¿Y Halisstra Melarn? —preguntó Quenthel.

—Despedacé su cadáver —prosiguió Jeggred pasando por alto la pregunta de su tía— y después me comí su corazón. Casi no queda de él nada más grande que un bocado sobre aquel agujero cenagoso y helado.

—Sí —dijo Danifae, sonriendo al draegloth, que no apartaba la vista de Pharaun—, bueno, dejando eso de lado, Halisstra ha hecho lo impensable. Ahora ya no queda ninguna duda de que disfruta de la protección de Eilistraee.

—¿Tienes pruebas de eso? —preguntó Pharaun, con voz más apagada, algo más débil, o quizá sólo con tono de aburrimiento.

—Ella misma me lo dijo —respondió Danifae, que seguía mirando a Quenthel.

—Es cierto —añadió el draegloth.

Quenthel se volvió hacia Jeggred con el rostro crispado y los ojos llameantes. A pesar de todo, se veía diminuta frente a la enorme criatura.

—¿Cómo puedes saberlo, estúpido? —le soltó—. No te hemos traído aquí para que pensaras.

—No —replicó el draegloth sin inmutarse ante la ira de la suma sacerdotisa—. Me trajisteis para que actuara. Me trajisteis para luchar y para matar. ¿Cuánto de eso he hecho, mi queridísima tía?

—Tanto —contestó Quenthel con una voz que era casi un rugido— o tan poco como yo te ordeno. Como yo y sólo yo te ordeno, no Danifae.

Jeggred la miró desde su altura. Sus músculos estaban tensos, a la expectativa de lo que pudiera suceder.

—La señora Danifae —dijo— al menos lo está intentando. Está actuando…

—Sin que yo le dé órdenes directas. —Quenthel acabó la frase por él.

Danifae temía que Jeggred pudiera continuar, por eso se decidió a intervenir.

—Sólo lo hice en tu nombre, señora.

Quenthel alzó una ceja y se acercó a Danifae.

—Creo que ya hemos hablado de eso ¿no es cierto, cautiva de guerra?

—Ya no soy cautiva de nadie, señora —replicó Danifae—, pero sigo sirviendo a Lloth.

—¿Llenándole la cabeza a mi draegloth? —dijo la suma sacerdotisa.

Danifae sintió un estremecimiento por todo el cuerpo.

—No —dijo—, Jeggred me ayudó a ayudarte.

—¿A ayudarme? —inquirió la suma sacerdotisa.

El draegloth se dio la vuelta decidiendo que era mejor desaparecer. Encontró un lugar cerca de la proa y se sentó allí con la cabeza gacha. Quenthel seguía mirando a Danifae como a la espera de una respuesta.

—Señora —dijo Danifae—, no tengo patria. Dijiste que me llevarías contigo a Menzoberranzan si te servía. Precisamente por ésa y por muchas otras razones hice lo que hice.

—¿Te lo pedí yo acaso? —rugió Quenthel—. ¿Te envié yo a hacer eso?

Esta vez fue Danifae quien alzó una ceja y esperó.

Quenthel respiró hondo y apartó la vista de la ex cautiva de guerra para mirar a las aguas oscuras, absorta en sus pensamientos.

—Mi lealtad es para Lloth —dijo Danifae— y para la casa en la que naciste.

—En la casa Baenre —dijo Quenthel con tono helado— no hay lugar para oportunistas, traidores o cautivos de guerra.

—Creo que podréis daros cuenta, señora —dijo la antigua sirviente—, de que no soy ni una oportunista, ni una traidora… ni una prisionera de guerra. No soy yo la que danza bajo la mirada de Eilistraee. Yo estoy aquí, y estoy dispuesta a servirte, a servir a Lloth, a servir a Arach-Tinilith, a Menzoberranzan, y a toda la nación de los elfos oscuros…

—Está bien —dijo Quenthel sarcástica—. Déjalo ya, no necesito que nadie me dore la p…

—Yo jamás, señ…

—Cállate de una vez, muchacha —dijo la Señora de Arach-Tinilith—. Si me interrumpes otra vez, probarás veneno.

Danifae tuvo toda la impresión de que era una amenaza vacía, pero de todos modos se calló, aunque no le resultó fácil. Había tantas cosas que ardía por decirle a Quenthel Baenre… pero decidió que era mejor decírselas a su cadáver. Además, las víboras que Quenthel tenía a sus órdenes seguían siendo peligrosas, y las cinco la miraban con el mortal veneno en la punta de sus lenguas prestas a saltar.

—Escuchad todos —dijo Pharaun desde donde estaba sentado, con los ojos cerrados—. Ahora que estamos todos aquí… o al menos lo que queda de nosotros… nos pondremos en camino.

»Tal como ordenó la señora —añadió.

Danifae respiró hondo y echó una última mirada al temible Lago de las Sombras.

—Estamos preparados, maestro Pharaun.

Quenthel se volvió a mirarla, pero sólo por el rabillo del ojo. Las emociones que se reflejaban en esa mirada hicieron que Danifae se estremeciera. La Señora de Arach-Tinilith estaba aterrorizada.

El barco empezó a moverse respondiendo a la voluntad de Pharaun, y el mago tuvo un estremecimiento. A través de su conexión con él, podía sentir el frío del agua, el calor de su propio cuerpo y de los cuerpos de sus camaradas en cubierta, y además a los demonios menores que todavía estaban en proceso de digestión en el espacio infernal transdimensional que era la bodega de carga del barco. Todo eso le producía una mezcla desusadamente placentera de sensaciones.

Las tranquilas aguas ondeaban y golpeaban contra el casco de hueso mientras el barco surcaba lentamente la superficie del lago. Aparte de eso, nada cambió al principio.

Aquí las paredes son delgadas, susurró Aliisza en su mente.

Es cierto, reconoció él.

Las paredes a las que se refería la semisúcubo eran las barreras entre los planos. En algunos lugares y en determinados momentos esas barreras se hacían más delgadas y a menudo llegaban a romperse. El Lago de las Sombras estaba muy próximo al Plano de la Sombra. Las barreras entre los dos planos eran allí especialmente finas.

Está bien que empieces lentamente, transmitió Aliisza. No tardaremos mucho en deslizamos hacia el interior de las s…

Ya estaban dentro.

Incluso a Pharaun, que tenía bastante experiencia en viajes entre planos, lo tomó por sorpresa. Al pasar del Lago de las Sombras a la Linde de la Sombra, Pharaun vio el poco color que había en la caverna.

El movimiento del barco era suave pero azaroso. La cubierta ascendía suavemente para caer a continuación de la misma manera, después descendía, pero menos, y volvía a ascender en proporción, para volver a caer menos todavía. Pharaun no se daba cuenta de si, considerado en conjunto, subían, bajaban o seguían igual. A veces se deslizaban hacia un lado o se balanceaban suavemente hacia el otro. Su estómago seguía los movimientos del barco y la sensación de náusea iba en aumento.

No cabalgues en él, le aconsejó Aliisza. Identifícate con él.

Pharaun se concentró en la cubierta, en las palmas de sus manos, apoyadas contra el hueso caliente, vivo. Observó cómo pasaban por su conciencia recuerdos inconexos de las almas devoradas y después miró con más profundidad el propio barco. Aunque el barco vivía, no pensaba. Sintió que reaccionaba a estímulos, cabalgando sobre las frías aguas del lago hacia las aguas heladas de la Linde. Sabía que había cruzado hacia el Plano de la Sombra, pero no podía formar la palabra «sombra». Al barco no le gustaba la Linde de la Sombra, pero no la temía ni la detestaba. Todo lo que hacía era surcar las aguas de un universo a otro a las órdenes del maestro de Sorcere.

A Pharaun se le asentó el estómago.

Valas había viajado antes a la Linde de la Sombra y no lo impresionaba. Era un mundo sin color y sin calor, dos cosas por las que, de todos modos, el explorador no sentía gran aprecio. A cada vuelta en las cavernas de la auténtica Antípoda Oscura le correspondía necesariamente una vuelta en la Sombra, pero la distancia y el tiempo estaban distorsionados allí, razón por la cual eran menos predecibles, menos tangibles.

A él lo habían contratado para guiar la expedición por la Antípoda Oscura, pero ya la habían dejado atrás. Estaban en un reino más adecuado para el mago, de camino a un mundo que sólo una sacerdotisa podía apreciar. Se acercaba el momento de que Valas Hune se hiciera a un lado.

Entre las baratijas y talismanes que adornaban su chaleco había un camafeo que llevaba cabeza abajo. Echó una mirada en derredor, asegurándose de que nadie lo estuviera mirando. Todos estaban demasiado ocupados observando con estupor lo diferentes que eran el aire y el agua, obsesionados con la sensación del barco que avanzaba por el agua-sombra, como para reparar en él. Tocando el camafeo con un dedo, el explorador susurró una única palabra y cerró los ojos mientras lo invadía el vértigo.

Tras haber enviado su mensaje a sus superiores de Bregan D’aerthe, un simple mensaje que ellos interpretarían más o menos como «aquí ya no me necesitan», Valas soltó el camafeo y se dedicó a asombrarse, como los demás, de las diferencias a veces sutiles y otras enormes del mundo que los rodeaba.

Los de Bregan D’aerthe responderían a su tiempo.

Danifae casi no podía contenerse. La sensación de la cubierta cabeceando bajo sus pies era emocionante. La desaparición del color del mundo a su alrededor resultaba estimulante. Pensar que estaban en camino y que hasta el momento todo lo que había planeado se había hecho realidad, la excitaba. La presencia del draegloth a su lado la tranquilizaba.

Jamás se había sentido mejor en su vida.

—El mago lo vengará —gruñó Jeggred, lo que para un semidemonio de su tamaño era un susurro.

—El mago hará lo que más le convenga al mago —replicó Danifae.

—No entiendo lo que quieres decir —dijo el draegloth.

A Danifae no se le escapó el tono de frustración que había en su voz.

—Tú no le tienes miedo —dijo—, ya lo sé. Olvídate del mago. No pondrá en peligro su vida por defender a Ryld Argith, que al fin y al cabo está muerto y ya no le sirve a nadie. En este mismo momento, si no está demasiado ocupado pilotando el barco, está llegando a la conclusión de que el maestro de armas nos ha abandonado a todos, incluso a él. De modo que al infierno con él.

—Y al Abismo con nosotros —dijo el draegloth—, a merced de Pharaun.

—Pharaun no tiene más merced que tú o que yo, Jeggred —dijo Danifae—, pero ha recibido órdenes del archimago y tiene sus propias razones para seguir con la expedición. Si pone algo en peligro en algún momento en el Plano de la Sombra, el Astral o el Abismo, morirá. Hasta entonces, quiero que lo dejes tranquilo.

—Pero…

—No, Jeggred —dijo Danifae volviéndose para mirar al draegloth directamente a los ojos. En la apagada penumbra de la Linde de la Sombra, sus ojos tenían un color carmesí más brillante que nunca—. No lo tocarás a menos que yo te lo diga, e incluso así, sólo de la manera que yo te diga.

—Pero, señora…

—Basta ya —dijo la ex prisionera de guerra con tono decidido y terminante.

Hubo un momento de silencio interrumpido sólo por el crujir del maderamen y por el extraño eco del agua que chocaba contra el hueso vivo del barco del caos.

—Como digas, señora —dijo el draegloth.

Danifae tuvo que hacer un esfuerzo para no sonreír.

Te acostumbrarás al movimiento después de un tiempo, señora, la tranquilizó Yngoth. Llegará un momento que ni lo notarás.

Las víboras podían hablarle, directamente a su mente, pero Quenthel no sabía que podían sentir lo que ella sentía. No había dicho, ni en voz alta ni telepáticamente, lo incómoda que la hacía sentir el movimiento ondulante de la cubierta.

Es el movimiento del agua que nos hace subir y bajar, aclaró K’Sothra.

Quenthel hizo caso omiso de lo que decía y optó por mirar hacia la fría penumbra de la Linde de la Sombra.

—Atención todos —dijo Pharaun. Su voz sonaba distante y reverberaba en el extraño entorno—. Vamos a cruzar a la Sima de Sombra. Allí acechan peligros… criaturas, inteligencias… No se os ocurra asomar los brazos ni las piernas fuera de las barandillas en ningún momento. Tratad de no establecer contacto visual con nada que se nos cruce. Estad preparados para todo tipo de efectos y toda clase de extrañas criaturas.

Sólo un mago, susurró Zinda, podría hacer advertencias tan vagas y sin sentido. ¿Acaso espera que alguno de nosotros salte por la borda en la Sima de Sombra?

Tiene razón, sostuvo Yngoth. La Sima de Sombra oculta muchos peligros.

—Sujetaos a algo —aconsejó el maestro de Sorcere.

Tal vez el draegloth podría evitar que te cayeras, señora, aconsejó Hsiv.

La boca de Quenthel esbozó una sonrisa sarcástica y dio un pellizco a la ofensiva víbora en la garganta. Se volvió a mirar al draegloth. Danifae acariciaba con aire ausente su melena y Jeggred permanecía muy cerca de ella.

Quenthel apartó la mirada, haciendo lo posible por olvidar la escena. Se arrodilló sobre la cubierta y pasó los brazos por la barandilla de hueso y tendón. Apenas acababa de sujetarse cuando el mundo —o el agua— desaparecieron de debajo del barco.

Caían, y a Quenthel se le subió el estómago a la garganta. Apretó las mandíbulas y se limitó a sujetarse con fuerza, con el cuerpo tenso y dispuesto para la inevitable parada en el fondo de aquello en cuyo interior estaban cayendo, fuera lo que fuese.

Aquello duró un tiempo terriblemente largo. Por fin Quenthel empezó a relajarse, al menos un poco, aunque seguían cayendo y ella seguía sujeta a la barandilla como si en ello le fuera la vida. Quenthel recobró el sentido suficiente como para supervisar el resto de la expedición.

La cubierta del barco se alargaba y retorcía como si de cada extremo tirara un poderoso pero descuidado gigante. Pharaun parecía muy lejano, Valas, muy cercano, y Danifae y Jeggred parecían suspendidos cabeza abajo. El draegloth se sujetaba a la prisionera de guerra por el brazo y con el otro se asía a la barandilla.

A su alrededor unas sombras negras se agolpaban en torno al cordaje, por encima y por debajo del casco, y entre los elfos oscuros que seguían cayendo. El aire formaba ondas negras y grises, y se oía un rugido sordo, como si fuera viento pero sin serlo, que la dejaba sorda. Las negras formas voladoras o eran murciélagos o sombras de murciélagos. Quenthel sabía que en la Sima de Sombra, las sombras eran las más peligrosas.

Estamos parando, dijo Qorra, y Quenthel supo que era cierto.

La sensación de caída había desaparecido. No es que ahora cayeran más lentamente, y lo cierto era que no habían tocado fondo, pero simplemente habían dejado de caer.

—Lo siento —se disculpó Pharaun con tono alegre—. Una transición un tanto brusca, pero tenéis que perdonar mi inexperiencia como timonel de una nave del caos.

Quenthel no lo perdonó, pero tampoco se molestó en decir nada. El barco estaba absolutamente quieto, como si hubiera aterrizado en suelo firme, y la suma sacerdotisa corrió el riesgo de echar una mirada por encima de la barandilla.

Se dio cuenta de que no se habían posado en el fondo, sino que habían parado en el aire, sobre un paisaje sobrecogedor de color gris lleno de siluetas de árboles vagamente traslúcidas. Aquellas cosas de sombra semejantes a murciélagos seguían surcando el aire a su alrededor.

—Ah —añadió Pharaun de repente—, y no toquéis a los murciélagos.

Quenthel sonrió pero se cuidó mucho de no tocar ningún murciélago-sombra.

Pharaun dirigió sus sentidos hacia la Sima de Sombra, usando las propiedades del barco del caos con la naturalidad propia de alguien que se había vuelto parte del demoníaco navío. Lo hizo del mismo modo que habría aguzado el oído para captar algún sonido distante.

Después de todo, la Sima de Sombra no es muy distinta de tu Antípoda Oscura, dijo Aliisza, e igual que ésta, tiene sus propias normas.

Pharaun asintió. Sólo pretendía tener un conocimiento superficial de esas normas. Siempre había sido lo suficientemente inteligente como para no perder el tiempo en la Sima de Sombra.

No vamos a detenernos ahora, dijo Aliisza.

Lo tocó en el hombro y Pharaun respiró hondo. Su contacto lo tranquilizó, y no sólo porque lo ayudaba a dominar y pilotar el barco. Muerto Ryld, estaba solo con un grupo de drows a los que les daba lo mismo que viviera o muriera. La semisúcubo podía ser más una enemiga que una amiga, pero a pesar de todo, Pharaun no podía evitar la idea de que era la única en la que podía confiar.

¿Puedes sentirlo?, preguntó Aliisza.

Pharaun se sintió azorado, pensó que se refería…

El portal, dijo ella. ¿Puedes sentirlo?

Notó una sensación de levedad en la cabeza y un picor en la sien derecha que hizo que el barco girara y acelerara. Sus dedos se aferraron instintivamente a la cubierta.

Lo siento, respondió. La barrera es más delgada en ese punto. El barco la atravesará.

, musitó la semisúcubo.

Lo rodeó con un brazo y se pegó a su espalda. A Pharaun le empezó a latir el corazón un poco más rápido y eso lo divirtió. No la podía ver, pero sí la sentía, podía olerla y podía oír el eco de su voz en su cerebro. Le gustaba.

A una orden muda de Pharaun, el barco recorrió enormes distancias en saltos intangibles. El barco se deslizó atravesando el Plano de la Sombra más rápido de lo que debería haberlo hecho, comprimiéndose la distancia por debajo de él.

¿Volveremos a caer?, preguntó Pharaun a Aliisza cuando se acercaban al lugar en el cual la Sima de Sombra daba paso directamente a la extensión sin fin del Astral.

No, respondió ella, será diferente.

Y lo fue.

En un instante, el barco había pasado. La oscuridad de la Sima de Sombra, con su cielo negro y gris oscuro se transformó en una luz cegadora. Pharaun cerró los ojos instintivamente y se le llenaron de lágrimas. El barco se estremeció. Daba la impresión de que estaba siendo golpeado de lado. A Pharaun se le entrecortó la respiración y sintió una opresión en el pecho. ¿Miedo, acaso?

No tengas miedo, le susurró Aliisza.

A Pharaun le repugnó la palabra, pero tuvo que admitir que tenía miedo.

Consiguió abrir los ojos aunque le ardían, y la cabeza le dio vueltas, de tal manera que a punto estuvo de desmayarse. Había una extensión tan enorme de nada por todos lados que se sintió demasiado expuesto, demasiado vulnerable como para poder sentir otra cosa que no fuera tensión y nerviosismo.

El cielo que los rodeaba era gris, pero también tenía algo que Pharaun sólo podía describir como la esencia de la luz. No había ningún sol ni ninguna otra fuente identificable de luminiscencia. Simplemente había luz, una luz que venía de todas partes al mismo tiempo, saturándolo todo.

Unas franjas brillantes de luminiscencia multicolor reverberaban sobre el fondo de luz saturada, como auroras brillantes y caóticas.

El barco cabeceó y se estremeció, y Pharaun volvió a ponerse en tensión, preparado para que se partiera en dos. Apretó los dientes y cerró los ojos, y también hubiera cerrado los oídos de haber podido.

No, le advirtió Aliisza, no cierres los ojos. No te aísles.

Pharaun abrió los ojos, tratando de dejar a un lado el resentimiento que pugnaba por aflorar. No le gustaba que le dijeran lo que debía hacer, ni siquiera cuando sabía que lo necesitaba.

Ella lo abrazó más fuerte y le susurró al oído.

Piensa en ello, le dijo, piensa su nombre.

¿En ello?, le preguntó mentalmente.

—El Abismo —le susurró con su voz real, con los labios tan próximos a su oreja que Pharaun pudo sentir su roce sobre la piel sensible.

«El Abismo —pensó—. El Abismo».

Allí estaba.

—¿Qué es eso? —preguntó Quenthel.

—Vamos de cabeza hacia él —dijo el draegloth.

Pharaun rió e hizo avanzar el barco más rápidamente hacia la perturbación.

Eso es, sonó la voz de Aliisza en su mente.

Avanzaban hacia un negro torbellino. Era tan grande como la propia Sorcere, tal vez más. Era enorme. Cuanto más se acercaban, más se agrandaba, y no sólo porque se acercaban a él. Aquello crecía.

—No somos proyecciones —dijo Valas—. Si entramos ahí…

—Acabaremos donde queríamos ir —dijo Pharaun.

Su propia voz le sonó extraña, como si llevara siglos sin hablar.

Diles que se sujeten otra vez, le dijo Aliisza. No les va a hacer falta, pero los tranquilizará.

—Sujetaos —repitió el mago—. Sujetaos y no os soltéis, no sea que salgáis disparados por la borda y os perdáis en la extensión sin fin del Plano Astral por toda la eternidad, que quedéis a la deriva para siempre y nadie vuelva a veros o a saber de vosotros.

Aliisza rió entre dientes junto a su oído y su aliento le hizo cosquillas.

Se lanzaron directos al torbellino, y cuando el extremo de la proa golpeó contra el borde de la vorágine, se desató el infierno.

Literalmente.

Pharaun no pudo por menos de gritar cuando el barco empezó a girar tan violentamente que su cabeza amenazaba con romperse al golpear hacia adelante y hacia atrás. Sus manos parecían a punto de desprenderse de la cubierta. Algo lo golpeó en la parte posterior de la cabeza. Aliisza lo abrazó, luego lo soltó, luego volvió a abrazarlo. Le dolían mucho las piernas y un costado, no sabía con exactitud por qué. Los demás hacían ruidos también: gritaban, se quejaban, hacían preguntas que no podía entender y mucho menos responder.

—Es esto —le gritó Aliisza al oído. Seguía sin poder verla—. Por esto es por lo que habéis venido. Es éste el lugar al que veníais. Llegaste aquí por tus propios medios, pero ahora le toca al Abismo decidir si vivirás para recorrer su ardiente extensión. El Abismo decidirá si conseguiréis lo que queréis.

—¿Qué? —preguntó Pharaun—. ¿Qué quieres decir?

—Es el Abismo el que decide, Pharaun —dijo la semisúcubo, separando sus brazos de él—. No tú.

—Casi hemos llegado —dijo el mago—. Lo siento. Nos va a dejar entrar.

Yo no, le comunicó Aliisza mentalmente. Yo te dejo aquí.

—¿Por qué? —preguntó de viva voz y a continuación pasó a la comunicación mental. Ven conmigo.

La semisúcubo rió entre dientes antes de desaparecer, y Pharaun gritó una vez más. Gritó hasta que el rugido del torbellino se convirtió en nada y sus propios gritos retumbaron en sus oídos.

El barco dejó de girar pero siguió cayendo, acelerando la caída mientras Pharaun se afanaba por recuperar el control. Aliisza se había marchado, y su sutil ayuda, su presencia extra al timón, se habían ido con ella. Trató de pensar en algún conjuro, pero su mente, atada al barco que había sufrido daños de los que era vagamente consciente, se negaba a formar la lista de conjuros.

El cielo se había tornado rojo y había un sol tan enorme como apagado. El calor era asfixiante, y a Pharaun le costaba un gran esfuerzo respirar. El sudor le corría por todo el cuerpo, haciendo arder sus ojos y empapando sus antebrazos.

—¡Pharaun! —gritó Quenthel, con voz nerviosa y aflautada—. ¡Haz algo!

Pharaun pensó en una serie de respuestas mientras seguían cayendo en picado, cada vez más rápido, pero no se molestó en dar ninguna de ellas.

—¿Hacer algo? —no paraba de repetir. El mago rompió a reír, pero su risa se transformó en grito cuando el barco se puso cabeza abajo.

Debajo de ellos había una planicie que se extendía por todos lados interminablemente sin que se viera el horizonte. Teñida de rojo por el sol sin brillo, la arena reverberaba por efecto del calor. Por todas partes había profundos agujeros negros, miles de ellos… millones de ellos.

Pharaun sabía dónde estaban. Había oído descripciones.

Habían llegado al Abismo, a la Planicie de los Portales Infinitos.

Siguieron cayendo y cayendo, gritando y gritando hasta que dieron contra el suelo.

El barco del caos se hizo trizas, quedando reducido a astillas de hueso y fragmentos de tendón, y la vela de piel humana quedó hecha jirones. Todo era una cacofonía de golpes, estallidos, desgarros y crujidos. Los cuatro drows y el draegloth salieron despedidos del barco dando tumbos por el aire primero y rodando después por el suelo hasta parar sobre la arena ardiente.