Capítulo veinticinco
—Bienvenido al Abismo, cadáver —dijo el glabrezu. Su voz era un gruñido sordo, y profundo—. Bienvenido a mi casa.
—Belshazu —dijo Quenthel. En su mano, las víboras de su látigo se removieron expectantes.
El demonio no la miró. No apartaba su mirada infernal de Pharaun.
—Te voy a arrancar el alma del cuerpo, mago, y me la voy a comer cruda para vomitarla a continuación, de modo que chorree sobre tu cadáver estremecido y penetre por tu piel trémula y se te meta por la boca para que se entere de que estás muerto —amenazó el demonio.
—Bueno —dijo Pharaun—, si tú lo dices.
—Vas a morir —volvió a amenazar Belshazu—, a la sombra de la fortaleza en ruinas de tu diosa muerta.
El maestro de Sorcere vio por el rabillo del ojo que Jeggred se acercaba a él. El gruñido del draegloth era tan sordo y retumbaba tanto como el del glabrezu, el demonio que casualmente era su padre.
El glabrezu, de cuyas piernas cortadas brotaba una sangre oscura que se derramaba sobre el antiguo campo de batalla, se volvió lentamente hacia el draegloth.
—Cuando yo haya terminado con el drow, hijo —le dijo—, podrás unirte a mí y liberarte por fin de los elfos oscuros.
Jeggred respiró hondo y Pharaun se dio cuenta de que estaba listo para saltar, aunque el glabrezu estaba suspendido en el aire, fuera de su alcance.
—Jeggred… —empezó a decir Quenthel, pero se calló cuando el draegloth se volvió hacia ella.
—Para mí no es más que carne —gruñó Jeggred—. Una escoria más de tanar’ri. Esa cosa no es mi padre. —Se volvió hacia el glabrezu—. Vuelve a llamarme «hijo», demonio, y no habrás terminado de decirlo antes de que te arranque la cabeza.
—No temas, draegloth —replicó el demonio con una mueca salvaje—. Aunque fueras un demonio puro, no me ocuparía de ti, y tratándose de un mestizo ni me molestaría en matarte. —Belshazu volvió a centrar su atención en Pharaun, pero al hablar se dirigió a todos los demás—. Sólo quiero al invocador. Entregadme al mago y podréis ir a reuniros con vuestra Reina Araña.
—¿Sólo él? —preguntó Quenthel.
Pharaun la miró y ella trató de esquivar su mirada, prestando atención únicamente al glabrezu suspendido en el aire.
El demonio echó una mirada a sus piernas cortadas.
—El truco del hielo —dijo—. Tuve que arrancarme las piernas. —Levantó uno de sus cuatro brazos, uno de los que acababan en una feroz garra prensil—. No volverán a crecer. Por lo menos, el hijo de perra me debe dos piernas. Entregádmelo y seguid vuestro camino.
—Haceos todos a un lado —dijo Quenthel con voz de hastío.
El draegloth gruñó, y Valas surgió de detrás de una pila de ladrillos rotos, arrastrando los pies de una manera ruidosa que no era habitual en él. Pharaun miró a Quenthel y ella le sostuvo la mirada.
—¿Hablas en serio? —preguntó el mago.
—Sí —replicó Quenthel—. Tú lo invocaste, tú lo apresaste, tú lo inmovilizaste en hielo. El resto de la expedición es demasiado importante para perder el tiempo luchando con cada monstruo con que nos topamos… al menos de ahora en adelante, y como para dedicarnos a satisfacer las venganzas a que has dado lugar con tu simpleza y tu falta de cuidado.
—Pharaun invocó a ese demonio por orden tuya, señora —le recordó Valas, pero ella no hizo el menor caso al explorador.
Pharaun miró a Belshazu, que reía entre dientes, obviamente sorprendido de que los compañeros de Pharaun lo hubieran vendido con tanta rapidez y facilidad. El mago examinó rápidamente al glabrezu y observó que volaba gracias a un delgado anillo de platino que llevaba en el meñique de la mano izquierda.
—Muy bien —dijo Pharaun—. Al fin y al cabo a lo que nos enfrentamos aquí es a un glabrezu sin piernas. Adelantaos y os alcanzaré en un minuto o dos.
El glabrezu lanzó un rugido y se acercó más. El primer impulso de Pharaun fue salir corriendo; el segundo, aguantar a pie firme y tragar saliva. No hizo ni lo uno ni lo otro, sino que se dispuso a preparar su primer conjuro.
Algo pasó junto a la cara de Pharaun. Echó un poco hacia atrás la cabeza para evitarlo, pero otra cosa lo golpeó en la barbilla. A su alrededor se levantó una nube de polvo… y piedras, astillas de hueso petrificado y pequeños trozos de hierro oxidado y retorcido. Miró al glabrezu, que tenía levantada una de sus dos manos propiamente dichas y lo miraba con una mueca de complicidad en su cara canina.
A Pharaun le dio un vuelco el estómago, y sintió que tiraban de él hacia arriba. Sus botas se separaron de la tierra y empezó a caer, pero a caer hacia arriba, junto con los escombros que había a su alrededor. Los otros se retiraron del área en la que se había invertido la gravedad. Quenthel observaba con expresión irritada, como si se sintiera decepcionada por el hecho de que el demonio tardara tanto en matarlo. Valas sacó su kukris pero no parecía muy convencido de si debía intervenir o no. Jeggred miró a Danifae, quien lo despachó con un gesto pero siguió observando, expectante.
Con un suspiro, Pharaun se puso a trabajar.
Tocó la insignia de Sorcere y usó su poder de levitación para contrarrestar la inversión de la gravedad. Era desorientadora, pero se las arregló para mantenerse al mismo nivel que el glabrezu. Entonces tocó su anillo de acero y sacó a relucir el estoque que encerraba.
El arma salió volando hacia el demonio. Mientras la hoja atravesaba el aire, el glabrezu echó la garra y la apresó con sus pinzas. El demonio tenía la ventaja de poder volar con la hoja encantada y rápidamente igualaron sus velocidades, de modo que Belshazu y el estoque volaban a la par.
Pharaun aprovechó el punto muerto para hacer un conjuro. Otra vez volvió a sentir un vacío en el estómago, y su levitación empezó a impulsarlo hacia arriba y no hacia abajo. La gravedad invertida del demonio se había desactivado.
Belshazu podía parar los continuos ataques de la espada, pero no podía hacerle daño. Al mismo tiempo, el estoque se burlaba del demonio, le hacía cortes y muy pronto empezó a caer sobre el suelo yermo la sangre de media docena de heridas.
—Mala suerte —dijo Belshazu entre dientes, casi para sus adentros—, pero me hubiera gustado guardármela después de matarte.
El demonio hizo un gesto difícil de definir —un guiño, un encogimiento de hombros, un estremecimiento— y la espada se desintegró en mil fragmentos de acero brillante que cayeron como una lluvia sobre el antiguo campo de batalla.
Pharaun sintió que le hervía la sangre, se le arrebolaba la cara y se le agarrotaba la garganta.
«Debería haberlo recordado —se reprochó—. Debería haber sabido que haría eso».
El maestro de Sorcere quiso lanzar al aire una serie de invectivas, contra Belshazu y contra el frío e indiferente multiverso, pero se las tragó, aunque siempre le había tenido gran cariño a aquel estoque.
—Te arrancaré de las tripas el valor de esa arma, demonio —amenazó Pharaun.
A su espalda oyó hablar a Valas.
—¿Vas a abandonar a un hermano drow a un asqueroso demonio? —decía—. ¿Vas a dejar que nos quedemos sin mago?
—Sí —replicó Quenthel con una falta de misericordia que aguijoneó a Pharaun.
El tanar’ri se acercó rápidamente, y Pharaun sacó un viejo guante de un bolsillo de su piwafwi. Inició el encantamiento cuando todavía el guante no había salido de su bolsillo, y para cuando el glabrezu estuvo a tiro, el conjuro estaba hecho.
Una mano del tamaño de un rote apareció en el aire entre el mago y el demonio. Aunque Belshazu trató de evitarla, no lo consiguió. La mano se abrió y lo empujó por el aire, obligándolo a alejarse del mago, por más que se resistía.
Pharaun se volvió hacia Quenthel, que lo miró con cara inexpresiva.
—Lo que estoy a punto de hacer, debería hacerlo aquí mismo y dejar que tú lo probaras —dijo—, pero no lo haré. Primero lo alejaré y te mantendré a una distancia segura. De todos modos, señora, quiero que recuerdes que puedo volver a hacerlo y que, con toda seguridad, volveré a hacerlo.
No se molestó en aguardar una respuesta, que de todos modos no llegó, sino que se volvió hacia el glabrezu, que había sido apartado varios pasos en el aire, por encima de la extensión del templo en ruinas. Pharaun empezó a correr por el terreno desnivelado, sembrado de escombros, contando sus pasos mientras corría. Belshazu daba golpes descontrolados contra la mano, con furia frustrada, pero sin el menor resultado. La magia se mantenía.
Cuando Pharaun se hubo apartado veinte pasos del resto de la expedición, se detuvo. Mantuvo la mano en el aire, pero ya no empujando al glabrezu, sino simplemente manteniéndolo a raya. Mientras corría había repasado mentalmente todo lo que había aprendido sobre los tanar’ri en general y sobre los glabrezu en particular. Cuando se detuvo, hizo un conjuro más bien sencillo que evitaría otra manifestación inconveniente de la magia natural del tanar’ri. Un rayo de luz verde salió de las manos extendidas del mago y se dirigió al demonio suspendido en el aire. El conjuro lo mantendría en la capa sexagésimo sexta del Abismo, impidiéndole teletransportarse incluso dentro de los confines del plano.
—Dime el… —gritó el mago al demonio, interrumpiéndose cuando la enorme pinza del Belshazu atravesó la mano conjurada.
La magia se consumió en la superficie del negro puño como cuando la sangre se deslíe en el agua. El glabrezu hizo una mueca, gruñó y lanzó un golpe contra la mano. Los grandes dedos se retorcieron y la mano se abrió.
El mago jamás había visto que algo se abriera paso a través de aquel conjuro de esa manera. El glabrezu era más poderoso y poseía más talento de lo que Pharaun podría haber imaginado. Mientras esas ideas pasaban por su mente, el mago drow sacó otro conjuro del Tejido.
La poderosa pinza del demonio atravesó uno de los dedos. Cuando logró desasirse de la mano, la magia negra estalló como una burbuja y el dedo desapareció. Belshazu empujó la mano vacilante, que empezaba a disiparse, con uno de sus muñones y con sus brazos intactos. Cuando el siguiente conjuro de Pharaun empezaba a formarse en el aire por encima del demonio, Belshazu cayó sobre el suelo sembrado de ruinas.
El demonio le lanzó un rugido a Pharaun, que no pudo hacer otra cosa que fingir que el sonido ensordecedor, aterrador, no lo afectaba en absoluto. Belshazu se quedó allí, pero no miró para arriba y no pudo ver la losa de piedra que se estaba formando, grano a grano, en el aire, encima de su cabeza.
—Dime la verdad —dijo Pharaun como de pasada, mientras se apartaba un mechón de los ojos—: ¿Se nota que llevo diez días sin lavarme el pelo?
El glabrezu gruñó, volvió a rugir y dio un salto en el aire… justo en el momento en que la piedra caía.
El demonio desapareció debajo de ella y la tierra tembló. La losa se partió al golpear sobre la superficie desigual. Belshazu levantó la piedra de varias toneladas lo suficiente como para volver la cabeza y mostrar sus ojos, llameantes, hundidos en su sangrante y bestial cabeza.
El aspecto de la maltrecha criatura hizo sonreír a Pharaun. El conjuro que había hecho que se apartara tanto de los demás para hacerlo sin peligro afloró a sus labios mientras el tanar’ri iba saliendo con dificultad de debajo de la losa. Cuando terminó el encantamiento, Pharaun abrió mucho la boca y gritó.
El sonido no salió de sus pulmones, su garganta o su boca, sino del Tejido que lo rodeaba y que había en su interior. El sonido era arrollador e iba subiendo de tono, cada vez más, hasta que salió como un disparo: un grito enloquecido, fúnebre, que golpeó al demonio con tanta fuerza que incluso hizo estallar la losa de piedra, transformándola en vapor humeante para desvanecerse a continuación en humo y transformarla en nada. El sonido chocó con el glabrezu, lo sacudió y lo elevó en el aire girando en barrena. La piel dura y roja del demonio se llenó de magulladuras, y se oyó el ruido de sus huesos al quebrarse. El demonio no podía coger aire suficiente como para gritar, aunque Pharaun disfrutaba ante el hecho evidente de que quería hacerlo.
Y más disfrutó todavía cuando empezaron a desprenderse partes de su cuerpo.
Pharaun seguía gritando, sacando aire de su interior. El sonido destrozó al glabrezu, arrancándole jirones de piel, trozos de exoesqueleto, mechones de pelaje, garras, colmillos, ojos y después sangre y entrañas. Todo ello, revuelto, se arremolinó en el aire como si lo estuvieran removiendo en una gran marmita, hasta que, de repente, el conjuro y el salvaje alarido desaparecieron, y los restos destrozados de Belshazu quedaron formando un montón sobre el terreno asolado por la batalla. Del cielo siguió cayendo sangre en grandes goterones hasta un minuto después de que el último trozo golpeara el suelo.
Pharaun suspiró, se atusó el pelo y a continuación se dirigió cauteloso hacia la pila de restos. A puntapiés empezó a apartar trozos hacia uno y otro lado hasta que por fin dio con el fino anillo de platino. Se agachó y lo cogió, procurando no tocar la sangre del tanar’ri.
—Me debías un anillo —dijo a los restos silenciosos del demonio. A continuación se puso el anillo en un dedo y se reincorporó al grupo de drows que lo habían dejado enfrentarse solo al glabrezu sin ninguna contemplación.
—Desde lejos parecía grande —dijo Pharaun pasando la mano por una fría costilla de metal herrumbroso—, pero desde dentro es aún mayor.
El maestro de Sorcere miró hacia arriba, siguiendo la suave curva del acero y tratando de adivinar cuánto se elevaría por encima de su cabeza. ¿Tal vez treinta o cuarenta metros?
—¿Por qué habrá estado abandonado durante mil años? —preguntó Jeggred. El draegloth estaba olfateando la superficie exterior de la gran fortaleza araña y no parecía satisfecho—. ¿Deberían haberlo limpiado? ¿Acaso la diosa no querría que se lo llevaran?
—No ha permanecido aquí durante mil años —dijo Quenthel. Estaba de pie, con los brazos cruzados, dentro de una enorme grieta abierta en el costado de la esfera rota—. Os lo he dicho: yo estuve aquí.
—¿Cuánto hace de eso? —preguntó Danifae.
La suma sacerdotisa la miró con desprecio, pero eso no le impidió responder.
—Diez años.
—¿Hace diez años? —preguntó Pharaun—. ¿Y esto estaba intacto y en movimiento?
La señora de Arach-Tinilith asintió.
—¿Y cómo fue que estuviste aquí? —inquirió Danifae.
Quenthel se volvió hacia Pharaun.
—¿Si hubiera alguien vivo aquí podrías percibirlo? —le preguntó.
El mago miró a Danifae, que se limitó a encogerse de hombros.
—Hay conjuros —le contestó a Quenthel— que pueden hacer eso. ¿Crees que podríamos encontrar a alguien vivo aquí dentro? ¿A la propia Lloth tal vez?
—Si la Reina Araña está en alguna parte —dijo la sacerdotisa Baenre—, tiene que ser aquí. Éste es su palacio. Sin embargo, no siento su presencia. Sigo sin sentirla aquí, en absoluto.
Pharaun asintió y volvió a mirar al lugar en ruinas.
—Lejos de mi intención está discutir contigo, señora —le dijo a Quenthel—, pero me resulta imposible creer que esta estructura estuviera en funcionamiento hace apenas diez años. Admito que jamás he visto materiales de este tipo, vigas de acero capaces de sostener un edificio, una estructura mágica del tamaño de la casa Baenre, pero he visto acero nuevo y viejo, y este acero lleva tirado aquí algo más de diez años. Acepto que seas reacia a decirnos por qué estuviste aquí hace una década, pero…
—Pero ¿qué? —dijo Quenthel con un gruñido.
Pharaun se detuvo a pensar. La Señora de Arach-Tinilith no dejaba de observarlo, hasta que finalmente el mago se encogió de hombros y sacudió la cabeza. Quenthel se volvió y se internó aún más en la destruida fortaleza araña.
Pharaun tenía la sensación de que alguien lo estaba mirando, y al volverse vio a Valas medio escondido tras una sombra. El explorador estaba en el exterior de la estructura. Siguiendo las miradas de Valas, Pharaun observó a Danifae y Jeggred, que seguían a la suma sacerdotisa. Cuando los tres hubieron desaparecido en el laberinto de metal retorcido, Valas se acercó.
—¿Realmente crees que está aquí, viva? —preguntó.
Pharaun se encogió de hombros.
—A estas alturas, mi querido Valas —dijo—, estoy dispuesto a creer casi cualquier cosa. Aquí el tiempo no parece tener sentido, o al menos tiene un sentido diferente. Todo lo que Quenthel dice debe de ser cierto, pero aquí nos encontramos en el corazón mismo de los dominios de Lloth y ¿dónde está la diosa?
—¿Y dónde están las almas de los muertos? —añadió el explorador.
—Es verdad, deberíamos estar rodeados por difuntos —reconoció Pharaun—. Debería haber todo tipo de criaturas: demonios, driders, draegloths… —Pharaun hizo una pausa y rió por lo bajo—. Todo tipo de cosas que empiezan con «d»… pero no hay más que chatarra y ruinas, huesos calcificados y piedra en descomposición. Todo es materia de una elegía épica.
Valas echó una mirada a la oscuridad reinante en el interior de la fortaleza araña y suspiró.
—No sé qué hago aquí —dijo con una voz que era apenas algo más que un suspiro—. ¿Por qué estoy aquí todavía?
—Porque te contrataron —dijo Pharaun—. La casa Baenre le paga a la casa Bregan D’aerthe… todos saben por qué estás aquí.
—No, lo que me pregunto es por qué estoy aquí todavía —dijo el explorador—. Me contrataron como guía para conducir a la expedición a través del Dominio Oscuro, y ya lo he hecho.
—Sí, es cierto —replicó Pharaun.
—Nunca dije que supiera… —empezó a decir Valas, pero acabó en un suspiro.
—No estás en tu elemento —dijo Pharaun—, y los demás tampoco, pero sin duda podemos sacar provecho de tus habilidades.
—Podría haberte ayudado contra el demonio —dijo el explorador.
—Quenthel no lo hubiera permitido —respondió Pharaun.
—Tú nos trajiste hasta aquí —dijo Valas—, y por lo que sé, incluso con el barco destruido, eres el único que puede llevarnos a casa, y sin embargo ella se arriesga a probar algo que no es necesario probar. ¿Eso tiene algún sentido para ti?
Pharaun sonrió y sacudió la cabeza, apartándose de la cara un molesto mechón de pelo.
—He sido una china en el zapato de la suma sacerdotisa desde que salimos de Menzoberranzan —dijo—. He perdido la cuenta de las numerosas razones por las cuales podría querer matarme, del mismo modo que he perdido la cuenta de las que tengo yo para desear verla muerta. A pesar de todo, tal vez tuviera confianza en mi capacidad para acabar con el demonio por mis propios medios. Y así ha sido, después de todo.
—Tal vez haya habido un momento en que pensé que ese razonamiento era válido —prosiguió Valas—, pero después de todo esto no puedo dejar de pensar que es una tontería, y que puede llegar a ser excesivo. Su conducta es errática.
—Creo que todos somos un poco erráticos —admitió Pharaun—, pero en principio estoy de acuerdo con lo que estás diciendo. Creo que las serpientes cada vez hablan más con ella. Ha perdido el control tanto del draegloth como de Danifae, jamás ha tenido control sobre mí y sabe que tú sólo estás aquí por el oro de la casa Baenre. Por fin llegamos a la Red de Pozos Demoníacos y mira lo que nos encontramos. ¿Unas ruinas? Es lógico que se vuelva loca. Todos deberíamos estar locos.
Valas se quedó pensando un momento y Pharaun permaneció a la espera de su respuesta.
—Mi contrato ha llegado a su fin —dijo finalmente.
Pharaun asintió y se encogió de hombros.
—Eso te toca a ti decidirlo, pero tengo que admitir que preferiría que te quedaras con nosotros. Puedo usar conjuros, como solicitó la sacerdotisa, para descubrir si todavía hay algo vivo aquí, para encontrar fuentes latentes de magia. Si yo soy el guía aquí, lo acepto, pero podríamos volver a necesitar tus servicios. Además ¿puedes volver por tu cuenta?
El explorador inclinó la cabeza, alzó una ceja y esbozó una sonrisa que se desvaneció antes de que pudiera ser reconocida como tal.
—Bueno —dijo Pharaun—, tal vez puedas después de todo. Yo voy a entrar, y si tú quieres seguirnos, que así sea. Podemos hablar de por qué, si eres capaz de volver a Menzoberranzan por tu cuenta, te preocupa que yo sea el único que pueda sacaros de aquí y que Quenthel haya tratado de matarme.
El explorador hizo una levísima reverencia y contuvo una sonrisa.
—¿Qué te importa, de todos modos? —preguntó.
—¿Qué me importa qué? —inquirió Pharaun a su vez.
—Todo esto —dijo el explorador—, Lloth…
Valas inclinó la cabeza y Pharaun le contestó.
—Tengo curiosidad. Es un desafío único para un mago, y la posición que tanto me costó conseguir en Menzoberranzan depende de la que mi superior consiguió con más esfuerzo todavía, y su poder depende del matriarcado, al menos su poder político.
Valas asintió y Pharaun indicó con un gesto una hendidura en la pared de la fortaleza araña.
—¿Tú primero? —dijo Pharaun.
Valas pasó a su lado, pero su escasa voluntad se reflejaba en cada paso que daba.
Halisstra no era capaz de moverse. Se quedó allí, suspendida en el éter, llorando, con la cabeza entre las manos, rechazando a Uluyara y Feliane, que trataban de consolarla. Las oía repetir una frase tranquilizadora tras otra, sentía que la tocaban, la estrechaban en sus brazos, le secaban las lágrimas, pero no le importaba. No sabía qué hacer y algo le pasaba.
Te hemos traído con nosotras demasiado pronto, sonó una voz en su cabeza. Era una voz femenina, calma pero firme. Lo siento.
Halisstra abrió los ojos de golpe y buscó a su alrededor el origen de la voz. Uluyara y Feliane se habían separado de ella lo que hubieran sido unos pasos de haber estado de pie en el suelo, y ambas miraban con expresión estupefacta a una aparición que flotaba en un punto que sólo estaba al alcance de Halisstra. Era el espectro de una drow, refulgente en sus vaporosos ropajes de seda, despojada absolutamente de color y con el pelo blanco, movido por un viento que Halisstra no podía sentir, formando un halo en torno a su cabeza.
—Seyll. —Halisstra susurró el nombre con dificultad, como si no se le quisiese despegar de la lengua.
La sombra, que miraba a Halisstra directamente a los ojos, asintió y nuevamente la voz resonó en su cabeza.
Eilistraee tiene muchos dones que ofrecer a nuestras hermanas del Mundo de Abajo. Desgraciadamente, el dolor es uno de ellos.
—Pues os lo podéis guardar —le espetó Halisstra, en quien la furia iba subiendo de tono y reemplazando al remordimiento que el encuentro con el alma incorpórea de Ryld le había dejado.
Feliane y Uluyara reaccionaron a su respuesta con estupor, y Halisstra se dio cuenta de que ellas no podían oír a Seyll.
Lo entiendo, replicó la sacerdotisa muerta. Créeme, yo sé lo que es experimentar estas emociones todas juntas y por primera vez. Tu mente fue entrenada para no reconocerlas, pero han estado allí todo el tiempo, esperando a que las encontraras y las liberaras. La libertad no siempre es fácil. Has realizado un largo viaje interno a un lugar donde las consecuencias emocionales pueden ser más dolorosas, pero las compensaciones superarán a todo lo que hayas podido imaginar.
No me importa, retrucó Halisstra mentalmente. No las quiero. Ahora mismo, me volvería a la Antípoda Oscura si pudiera.
¿De veras?
Sin dudarlo, se reafirmó Halisstra. Allí, cuando me manipulaban lo sabía y sabía el extremo al que me podían llevar. Allí era sacerdotisa y pertenecía a la nobleza.
¿Y aquí?, preguntó Seyll. ¿Qué eres ahora?
Una asesina, respondió Halisstra. Soy una asesina al servicio de Eilistraee.
¿Cuál crees que es la diferencia entre una asesina y una liberadora?
¿Una liberadora?, inquirió Halisstra.
Cuando mates a Lloth, dijo Seyll, lo cual harás, sin la menor duda, liberarás a miles… a millones.
¿Condenándolos a una vida de desesperación y de remordimiento?
Y de amor, satisfacción, confianza y felicidad, replicó Seyll.
Halisstra se tomó un momento para pensar en eso, pero tenía la mente en blanco. Le ardían los ojos, le dolía la mandíbula y sentía una pesadez tan grande que empezó a hundirse en el éter ingrávido del Plano Astral.
Feliane y Uluyara aparecieron a ambos lados y la sostuvieron suavemente por los brazos. Halisstra no las miró ni miró tampoco al espectro de Seyll. En lugar de eso, dejó vagar la mirada por la larga columna de almas silenciosas. Los muertos regresaban a Lloth. Todo lo que ella temía no había llegado a pasar.
—Podría regresar a ella —dijo Halisstra.
Sintió que tanto Feliane como Uluyara se ponían tensas y también que Seyll irradiaba una oleada de decepción mezclada con miedo.
—Si estuviera dispuesta a aceptarte —susurró Feliane.
Eso hizo que Halisstra quedase suspensa. ¿Acaso había traspasado un punto de no retorno, un punto en el que Lloth la rechazaría o, peor aún, la castigaría por las herejías que ya había cometido? ¿La abandonaría Eilistraee por pensar siquiera en volver a la Reina Araña? ¿Se haría merecedora de un más allá sin dioses por su indecisión?
No, le transmitió Seyll habiendo captado sin duda sus pensamientos. Eilistraee comprende las dudas y las debilidades, y también las perdona.
—Halisstra —dijo Feliane—. ¿Entiendes lo que nos ha dado Seyll al venir hasta aquí?
Halisstra sacudió la cabeza suavemente en un intento de desechar las palabras de la elfa.
—Ha abandonado Arvandor por venir aquí —prosiguió Feliane—. Seyll se ha condenado a una eternidad en el salvaje Astral, y lo ha hecho por ti.
—¿Es cierto eso? —preguntó Halisstra mirando al espectro de Seyll, que flotaba allí con los ojos fijos en ella—. ¿O lo ha hecho por Eilistraee? ¿Vino por su propia iniciativa, o fue enviada por una diosa que teme perder a su asesina?
Sí, dijo Seyll. Sí a todas las preguntas. He venido aquí por mi propia iniciativa, por Eilistraee, para protegerte de Lloth y de ti misma, y para asegurarme de que harás lo que debes hacer.
—¿Por qué? —quiso saber Halisstra—. ¿Por qué ahora?
Porque algo va a suceder, contestó Seyll.
—Algo va a suceder —repitió Uluyara.
¿En este preciso momento, preguntó Seyll, ahora mismo, quieres volver a Lloth? ¿Si derramara su «gracia» sobre ti ahora, la aceptarías, la aceptarías a ella y le darías la espalda a Eilistraee?
—No lo sé —respondió Halisstra.
Debes decidirte, dijo Seyll, y debes hacerlo ahora.
La aparición señaló con un gesto hacia atrás, a la larga fila de almas incorpóreas. Algo era diferente, y a Halisstra le llevó unos segundos darse cuenta de lo que estaba pasando. La columna de almas desaparecía en la distancia, en una distancia grisácea que podía encontrarse a kilómetros de allí. Los descoloridos fantasmas estaban cambiando, uno tras otro, como si una oleada los atravesara. Iban recuperando el color y la vida, incluso la sustancia, uno por uno, pero sólo durante un breve momento, y a continuación el efecto se trasladaba al siguiente drow muerto de la fila. Con el paso del color, experimentaban una convulsión, se retorcían en el aire más de placer que de dolor, la oleada se acercaba más y más, dispersando a su paso la fila de los drows.
—Ha vuelto —susurró Halisstra.
Seyll se le acercó y la envolvió con su cuerpo espectral. Halisstra se puso tensa, pero no rechazó a la aparición.
Ha vuelto, dijo en un susurro la voz de Seyll en su mente. Pronto su poder pasará a través de ti. Puedo protegerte, pero tú tienes que desear que lo haga. Tienes que preferir a Eilistraee, no a ella, no a ese demonio, por favor.
—Por favor —susurró Uluyara.
Halisstra cerró los ojos y trató de devolver el abrazo de Seyll, pero sus brazos se cerraron sobre la nada.
—Eilistraee —llamó Halisstra con voz quebrada—. ¡Ayúdame!
Seyll se solidificó en sus brazos, y Halisstra sintió el cuerpo trémulo de la sacerdotisa. Seyll gritó, y Halisstra oyó su alarido resonando tanto en sus oídos como en su mente atormentada.
—Seyll —se oyó la voz de Uluyara por encima del grito de pura agonía que salía de la garganta momentáneamente corpórea de Seyll—. No…
El cuerpo de Seyll desapareció, y los brazos de Halisstra volvieron a sentir el vacío. El grito quedó resonando en su mente, pero en sus oídos sólo quedó el silencio del Plano Astral. Abrió los ojos y vio a Seyll flotando en la gris vacuidad frente a ella. El cuerpo de la sacerdotisa estaba retorcido y quebrantado, y en su cara se veía un rictus de dolor. Se había vuelto más transparente y se desvanecía.
—Seyll —susurró Halisstra.
La sacerdotisa la volvió a mirar a los ojos una última vez y aunque eso parecía provocarle un enorme dolor, sonrió mientras se desvanecía.
Halisstra sintió que se le aflojaba el cuerpo al tiempo que se llenaba de una energía y una confianza que jamás había sentido.
—Se ha ido —musitó Uluyara.
—No sólo abandonó Arvandor —dijo Feliane con los ojos desorbitados por el horror—. Dejó que el poder de Lloth la penetrara.
—Para protegerme —susurró Halisstra.
—Eso la mató —dijo Feliane—. No eligió el Astral, eligió el olvido.
—Lo que yo más temía —dijo Halisstra—. Fue el olvido lo que me atrajo a Eilistraee.
—Se ha sacrificado —dijo Uluyara.
—¿Por mí? —preguntó Halisstra.
—Y por Eilistraee —dijo Feliane.
A Halisstra le daba vueltas la cabeza, pero las lágrimas desaparecieron de sus ojos y la sangre empezó a circular por sus músculos debilitados. Se sentía alerta, renovada y abrumada al mismo tiempo.
—Se ha sacrificado —repitió—, para que yo pudiera…
—Para que pudieras servir a Eilistraee. —Uluyara terminó la frase por ella—. Para que pudieras blandir la Espada de la Medialuna.
Halisstra posó la mano en la empuñadura de la espada capaz de matar a una diosa.
—Vacilé —dijo—, pero espero que no haya sido demasiado tiempo.
—Está despierta —le advirtió Feliane—, o resucitada. Ofrecerá resistencia.
Halisstra se quedó pensando en eso. Trató de imaginarse presentando batalla a la propia Lloth, y por su vida que no lo consiguió.
—Seguiremos a las almas hasta Lloth —dijo Halisstra y emprendió la marcha antes de haber terminado de hablar.
Feliane y Uluyara la siguieron.