Capítulo veinte
Piet apretó el mango de su hacha, confiando en que sus palmas sudorosas pudieran sostener el arma cuando empezase la pelea que sin duda empezaría pronto. Echó una mirada a su amigo Ulo y se dio cuenta de que estaba pensando lo mismo que él. Miró cómo Ulo acariciaba los mandos de sus dos grandes cuchillos y supo que también a él le sudaban las manos.
Habían venido al Bosque Anegado a cortar leña y ganarse un par de monedas de plata sin ánimo de meterse en lo que no les importaba. Desde que estaban allí habían visto morir a diez de sus camaradas. Algunos habían muerto en los accidentes que son inevitables durante la tala de árboles, pero la mayor parte habían sido víctimas de los ataques de la fauna de la zona. El pantano encerraba todo tipo de amenazas, desde vides animadas que arrastraban a los hombres a una tumba acuática hasta lagartos que se llevaban a los descuidados de las lindes de los claros. A pesar de todo, el círculo de antorchas y sólo los dioses sabían qué más —puede que incluso alguna especie de protocolo de los pantanos— mantenían a las criaturas realmente peligrosas fuera del campamento. La improvisada taberna donde los hombres pasaban prácticamente todo su tiempo libre (que no era mucho) parecía un lugar bastante seguro.
Ahora un elfo oscuro y una especie de enorme criatura demoníaca habían atravesado la ventana, y las cosas habían empeorado.
Piet y Ulo se enfrentaron al elfo oscuro. De los dos, era el que parecía menos peligroso, mientras que el ser demoníaco tenía todo el aspecto de hacer a la gente cosas horribles. A Piet le temblaban las rodillas, y también las manos, y tenía la mandíbula apretada.
En el otro lado de la taberna, otros cuatro leñadores, Ansen, Kinsky, Lint y Arkam, se enfrentaban a la enorme criatura demoníaca. Todos ellos iban armados ya que nadie con dos dedos de frente andaba sin un arma por el Bosque Anegado, pero sus armas parecían de juguete frente a la enorme criatura. Ansen había cogido una antorcha de un soporte de la pared, Kinsky enarbolaba su hacha, Lint esperaba mantener al monstruo a raya con la lanza que usaba para pescar en el pantano y Arkam blandía el mango de un hacha rota. Todos ellos se veían tan aterrorizados como imponían las circunstancias.
El elfo oscuro tenía una espada enorme —Piet jamás había visto una de semejante tamaño— y la sostenía con soltura con la derecha, raspando con la punta el áspero suelo de madera. El drow estaba húmedo y sangraba por heridas en la cara, en una pierna y tal vez en otras partes del cuerpo. Piet no había visto nunca un elfo oscuro. En realidad siempre había pensado que eran seres míticos, de modo que le resultaba difícil interpretar el estado en que se encontraba la criatura, aunque parecía débil, exhausto, puede que incluso moribundo.
—¿Quién eres? —le preguntó Piet, disgustado por el tono aterrorizado que notó en su propia voz—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Qué quieres?
Aunque a Piet le resultaba difícil saber qué estaba pensando el drow, estaba convencido de que el extraño lo entendía. La expresión con que respondió al leñador le pareció altanera al principio, después no tanto… Piet no sabía cómo calificarla. Le vino a la cabeza una palabra, «desdeñosa», pero no estaba seguro de conocer bien su significado.
El drow no respondió. En lugar de eso, empezó a levantar la espada y Piet, temeroso de que el drow la descargara sobre él, cargó con su hacha. Piet había pasado toda su vida adulta, desde los once años y medio, cortando madera. Sabía manejar un hacha y lo hacía con velocidad, fuerza y precisión. A pesar de todo, no consiguió tener al elfo oscuro al alcance de su brazo.
Piet apenas lo vio moverse. De repente estaba medio metro a la derecha, de pie entre Piet y Ulo. El drow tenía la espada en alto, pero daba la impresión de que se estaba defendiendo en lugar de atacar. Ulo, sorprendido de que el elfo oscuro estuviera de repente tan cerca de él, agitó ferozmente los cuchillos y retrocedió a tientas hasta dar con la pared.
—¡Clávale un cuchillo, Ulo! —gritó Piet, pero daba la impresión de que Ulo no lo hubiera oído.
El elfo oscuro se acercó a Piet manteniendo la espada baja, y Piet se apartó instintivamente de su camino. Una oleada de adrenalina lo recorrió. Jamás se había movido tan rápido en su vida.
Cambió el hacha de mano y la balanceó frente al elfo oscuro, que dio un salto hacia atrás, con lo que el arma pasó a unos centímetros de su cara. Piet volvió a cambiar de mano el hacha y volvió a cargar. Sabía que el elfo oscuro volvería a retroceder y estaba preparado para ello. Lo único que veía era al drow, y cuando el hacha alcanzó la cabeza del drow, Piet cerró los ojos esperando un chorro de sangre.
El hacha se detuvo, y un líquido caliente y espeso salpicó la cara de Piet. Apretó más los ojos para evitar que la sangre entrara en ellos y trató de arrancar el hacha del cráneo del elfo oscuro, pero se negaba a salir. El cuerpo lo arrastró en su caída y Piet lentamente cayó de rodillas y golpeó la pared con la frente, lo cual lo sorprendió. No creía haber avanzado tanto.
—¡Le di, Ulo! —dijo mientras se enjugaba los ojos con la manga—. ¡Le partí la cabeza al demonio negr…!
Piet se quedó helado cuando abrió los ojos y vio exactamente cuál era el cráneo que había partido. Los ojos sin vida de Ulo lo miraban fijamente, vidriosos y vacíos. El hacha de Piet estaba clavada en un lado de la cabeza de su amigo y todavía manaba sangre por el arma.
Piet se sacudió, convulsionado por un espasmo, y evitó vomitar cubriéndose la boca con la mano. Soltó el hacha que seguía clavada en la cabeza de su amigo y se dejó caer al suelo.
Al alzar la vista vio al elfo oscuro que lo miraba, sin hacer el menor movimiento para acabar con él, aunque le hubiera resultado muy fácil. Piet miró a los ojos oscuros de la criatura y tuvo la desazonadora sensación de que el drow no sólo estaba complacido por haber hecho que Piet matara a Ulo, sino que además estaba pensando en volver a intentar algo semejante.
—¡Hombres! —llamó Piet con voz quebrada.
Quería ponerlos sobre aviso, pero tenía la garganta atenazada y le costaba hacer salir las palabras. Al mirar a los otros cuatro leñadores, Piet vio al enorme demonio de pelaje gris desgarrar la garganta de Arkan con una mano, como si estuviera sacando un puñado de manteca de una olla. La sangre saltó por todas partes, y Arkam estaba muerto antes de que su cuerpo empapado en sangre tocara el suelo.
En cuanto Piet vio a las dos extrañas criaturas irrumpir a través de la ventana, supo que las cosas iban a acabar mal para el grupo de leñadores, pero había algo en la forma en que se estaban desarrollando las cosas, en la manera displicente en que el demonio gris había abierto la garganta de Arkam, y en la forma intrigante, casi mezquina, en que el elfo oscuro había hecho que Piet matara a su propio amigo, que le daba a todo un aspecto demasiado personal, como si hubieran llegado allí por esa razón.
A Piet habían dejado de sudarle las manos. Seguía teniendo las mandíbulas apretadas, pero ahora por otro motivo. La sangre le hacía zumbar los oídos. El elfo oscuro estaba observando mientras el demonio jugaba con Ansen, Kinsky y Lint. Ni siquiera pensaba que valiera la pena vigilar a Piet.
«Ése —pensó Piet— es tu segundo y último error, drow».
Piet se tragó la bilis que le afluyó a la garganta cuando apoyó el pie, calzado con una pesada bota, sobre la cabeza abierta de su amigo Ulo y empujó al tiempo que tiraba del mango del hacha. El arma salió haciendo un horrible ruido como de succión, pero Piet se sobrepuso.
Hacha en mano, Piet se puso de pie y arremetió contra el elfo oscuro. El escurridizo drow volvió a esquivarlo con tal rapidez y facilidad que Piet pensó que debía de tener ojos en la espalda. Sin arredrarse, el leñador descargó un nuevo hachazo que sólo cortó el aire. El drow se limitaba a esquivar los golpes en una danza hacia atrás, sin molestarse siquiera en parar el hacha con su espada. Sólo retrocedía, o daba un paso a un lado o a otro mientras Piet atacaba una y otra vez.
Por fin, Piet desistió. Los pulmones le ardían. Trató de hablar pero no pudo. Quiso correr, pero, después de todo un largo día cortando árboles, sentía las piernas como palillos a punto de quebrarse. No pudo hacer otra cosa que estar allí y observar al elfo oscuro, que contemplaba la escena mientras aquel ser demoníaco mataba al resto de los hombres que había en la taberna.
El demonio tenía en sus manos, las dos más grandes de las tres que tenía, una de las pesadas mesas de roble, y tenía a Ansen, Kinsky y Lint acorralados contra la pared. La antorcha quemaba la cara de Ansen, el mango del hacha presionaba la garganta de Kinsky, y la lanza de Lint se sacudía impotente desde detrás de la mesa, dejando profundos surcos en las vigas del techo.
Los hombres gruñían y tosían. Ansen gritó. De su pelo salía humo, y alrededor de su ojo derecho la carne se chamuscaba y empezaba a desprenderse.
—Basta —dijo Piet con voz ahogada.
El drow y el demonio ni se molestaron en mirarlo.
—Basta… —gimió, y estaba apunto de tirar el hacha cuando la puerta se abrió de golpe y cinco hombres se agolparon tratando de entrar en la taberna.
Piet los conocía: Nedreg, el hombre alto de Sembia, que era uno de los dos del campamento que tenían una espada; Kem, de Cormyr, dueño de la otra espada, era de escasa estatura y odiaba tanto a Nedreg como éste lo odiaba a él; Raula, la única mujer del campamento, tenía una lanza que según ella era mágica, aunque nadie le creía; Aynd, el marido de Raula, tenía un lanza que estaba tan doblada que le decía a todo el mundo que era un desecho del ejército impilturano que había encontrado al borde de una carretera.
El primero de los cinco que entró en la estancia era el capataz del campamento: un hombre corpulento llamado Rab, que afirmaba haber sido sargento en el ejército cormyreano y haber participado en la batalla en que mataron al rey Azoun. Todo el mundo se creía todo lo que contaba porque todos le tenían miedo. A Piet nunca le había caído bien, pero al verlo entrar en la taberna, blandiendo su enorme hacha, Piet pensó que era lo más hermoso que había visto en su vida.
En ese momento, y sin ningún motivo que Piet consiguiera entender, el elfo oscuro lo atacó por fin. El espadón se movía con tal rapidez que Piet casi ni lo veía. De todos modos, conseguía evitarlo. Trataba de pararlo con el hacha, pero el elfo oscuro ni siquiera la tocaba. Su espadón la rodeaba, la pasaba rozando, la evitaba.
Piet había dado unos diez pasos incluso antes de darse cuenta de que estaba caminando. Se había acercado más al demonio de lo que hubiera deseado, pero el monstruo seguía empujando la mesa tras la cual estaban atrapados Ansen, Kinsky y Lint. Ansen seguía gritando. El tono de su voz tenía ahora un tinte más desesperado, más agudo, y Piet se sorprendió deseando que muriera pronto. Era lo más humano.
Daba la impresión de que los otros dos querían gritar pero no podían. El demonio echó una mirada a los hombres que estaban a la puerta, vacilantes, tratando todavía de entender lo que estaba sucediendo. El demonio supo aprovechar su vacilación y empujó todavía más fuerte. Piet vio cómo se tensaban sus piernas y cómo clavaba en el suelo sus afiladas garras. A Kinsky se le salieron los ojos de las órbitas de las que brotaron sendas cascadas de sangre. Lint tosió y expulsó una bocanada de sangre, borboteó y murió. Kinsky intentó gritar. La taberna se hizo eco de una serie de ruidos crepitantes y el hombre cayó inerme al suelo. Ansen por fin dejó de gritar, aunque seguía ardiendo.
Rab y los demás cargaron contra el demonio. Piet ni siquiera estaba seguro de que hubieran visto al elfo oscuro.
—¿Por qué? —preguntó Piet al drow, que observaba mientras los demás atacaban al demonio—. ¿Qué estáis haciendo aquí? ¿Por qué nos hacéis esto? ¿Qué queréis?
El elfo oscuro se volvió hacia él y arqueó una ceja y miró al hombre con altivez, aunque éste le sacaba casi una cabeza.
—¿Qué buscáis aquí? —volvió a preguntar Piet.
—Nada —dijo el drow en lengua común con un extraño acento.
Piet tuvo vaga conciencia de un movimiento por debajo de su línea visual, algo así como si el elfo oscuro se hubiera encogido de hombros, y a continuación notó que algo líquido le corría por el cuello, un líquido caliente que se derramaba sobre su pecho. Piet se llevó una mano a la garganta y sus dedos palparon un chorro de sangre caliente que salía de su garganta. Cuando trató de hablar, los pulmones se le llenaron de sangre y se le nubló la vista.
El elfo oscuro apartó la vista del hombre moribundo, y Piet se dio cuenta de que el drow no volvería a pensar en él. No vivió lo suficiente para decidir si eso le importaba o no.
Ryld no volvió a pensar en el hombre muerto. Habían entrado otros cinco, y aunque Jeggred había despachado a los tres primeros humanos casi sin esfuerzo, entre los recién llegados había al menos uno que daba la impresión de que realmente sabía luchar. A Ryld ni se le ocurrió la posibilidad de que Jeggred no fuera capaz de ocuparse de ellos, incluso del que blandía la gran hacha, pero los cinco conseguirían entretener un rato al draegloth, y con eso le bastaba.
Enfundó la espada, y antes de que el arma hubiera entrado totalmente en su vaina, sus pies ya habían abandonado el suelo en un salto hacia la ventana por la que intentaba salir. Casi lo consiguió, pero alguien lo cogió por un pie. Sin necesidad de mirar supo que era Jeggred.
El draegloth tiró fuerte del pie de Ryld, y revolviéndose, el maestro de armas le dio al draegloth un puntapié en toda la cara. La cabeza de Jeggred fue a golpear contra uno de los humanos que acudían corriendo, uno que estaba armado con una espada, y que aprovechó la oportunidad para tratar de herir al semidemonio. La espada se enredó en la melena de espeso pelo blanco del draegloth, que todavía estaba húmeda.
Otros dos humanos atacaron al demonio con sus lanzas por la espalda desde uno y otro lado. Las lanzas se hundieron en la carne de la criatura y Jeggred dejó escapar un fuerte gruñido. Soltó a Ryld, que aterrizó de pie, frente al draegloth. Los humanos recuperaron sus lanzas, y Jeggred y Ryld intercambiaron una mirada por la que se pusieron de acuerdo en que Jeggred se haría cargo del hombre y la mujer armados con lanzas. El de la espada retiró su arma para clavársela al draegloth por la espalda.
Jeggred giró en redondo, lanzando lejos a los dos humanos armados con lanzas. El humano de la espada acabó enfrentado a Ryld.
—El draegloth os matará a todos —dijo Ryld, más o menos seguro de estar usando la lengua común con propiedad.
Al humano parecía asustarle más el hecho de que Ryld hablara su lengua que su condición de elfo oscuro. Ése fue un error que el hombre no volvería a cometer.
—No lo hagas —le advirtió Ryld cuando el hombre blandió su espada para descargarla sobre él.
Con un suspiro de impaciencia, Ryld trazó un rápido arco con su espada por delante y cercenó el brazo con que el hombre sostenía el arma. El hombre retrocedió con los ojos desorbitados fijos en la sangre que salía a borbotones de su muñón. Miró a Ryld y sus miradas se cruzaron un instante. Daba la impresión de que el hombre estaba esperando que Ryld dijera algo, que le explicara por qué le había cortado el brazo. Los humanos eran muy extraños.
Ryld se encogió de hombros. El hombre abrió la boca para decir algo y cayó muerto.
La mujer humana intentó clavar su lanza en Jeggred, pero éste se la arrebató y la quebró como si fuera una astilla. La mujer retrocedió alzando las manos en un débil intento de evitar el ataque del semidemonio.
Ryld contuvo la risa. En lugar de eso se inclinó rápidamente y desprendió la mano del muerto que había quedado adherida a la espada. Tuvo que romper varios dedos para liberar el arma, pero la verdad es que al hombre ya no le importaba.
El que tenía la otra lanza fue a por Jeggred con furia renovada, tratando infructuosamente una y otra vez de herir al draegloth, que lo evitaba dando saltos y jugando con él. La mujer se tapaba la boca con las manos, aparentemente preocupada por lo que pudiera sucederle a ese hombre. Había algo en su expresión que Ryld reconoció y lo llevó a arrojarle la espada que había arrebatado al hombre muerto. Ella no se dio cuenta de la espada que iba hacia ella hasta que estuvo a mitad de camino, pero la cogió de todos modos.
La mujer miró hacia Ryld y éste le señaló con un gesto al draegloth.
—¡Ocúpate del elfo oscuro, muchacha! —le gritó el hombre que portaba el hacha enorme.
Ese hombre había estado gritando órdenes todo el tiempo, pero Ryld no había prestado mucha atención. Oír que alguien ordenaba su muerte no era una experiencia a la que Ryld fuera ajeno, pero había algo en las actuales circunstancias que le resultaba frustrante. Acababa de proporcionarle un arma… ¿Qué importancia tenía que la hubiera cogido del brazo seccionado de uno de sus camaradas?
La mujer vaciló, miró primero la espada como si no supiera muy bien qué hacer con ella y después miró a Jeggred. El draegloth salió al encuentro del hombre con la lanza, esquivó con habilidad el arma y cogió la cabeza del leñador con una de sus manazas. Con un giro de muñeca y un movimiento del codo, la cabeza del hombre se separó de los hombros, lo que provocó un torrente de sangre.
La mujer gritó. Ryld se sobresaltó. El grito estaba impregnado de emoción, algo que Ryld no había oído muy a menudo en Menzoberranzan. Miró a la mujer y ella le devolvió la mirada. El llanto bañaba su rostro cuando volvió a mirar al draegloth, que estaba respondiendo al ataque del hombre de la enorme hacha.
La mujer dejó caer la espada y salió corriendo. Pasó junto a Jeggred y al hombre del hacha, y salió dando tumbos por la puerta. Ryld oyó sus pasos alejándose en la noche.
El maestro de armas tuvo ganas de seguirla.
Rab Shuoc había nacido en el Año del Gran Halcón en la ciudad cormyreana de Arabel. Allí se había criado como hijo que era de un guardián de la ciudad, y había pasado su niñez cazando ratas con sus amigos en los callejones y acompañando a veces a su padre en sus rondas por los barrios más ricos. Ninguno de los que lo conocían se sorprendió cuando se incorporó al ejército. Rab era leal al reino en que había nacido y al rey, al que admiraba más que a nadie, con excepción de su padre.
Fue ascendiendo lentamente y era sargento cuando los ghazneths y los goblins atacaron Cormyr y arrasaron Arabel. A punto estuvo de morir en la batalla en la que mataron al rey, y asistió al incendio de la ciudad en que había nacido. Su padre resultó muerto cuando le cayó encima parte de un edificio. Desaparecidos el rey y su padre, y sin familia que lo mantuviera ligado a ningún lugar, Rab simplemente se alejó.
En los años que siguieron fue primero mercenario, matón de taberna, posadero y armero antes de ser leñador. Era fuerte e inteligente, de modo que pronto se convirtió en capataz. Sus jefes le pagaban una suma considerable en oro por reunir grupos para internarse con ellos en algunos de los lugares más peligrosos de Faerun en busca de maderas exóticas. Pronto se hizo una sólida reputación entre los propietarios de los aserraderos y entre los leñadores como líder justo, pero duro, que sabía conseguir que se hiciera un buen trabajo, y Rab siempre había sabido responder a su fama.
Durante aquellos duros cuarenta y seis años de vida, Rab Shuoc había renunciado a muchas cosas. Había habido mujeres, pero nunca una esposa ni hijos. Desde la guerra, ni siquiera tenía un lugar propio. Casi nunca trabajaba con los mismos hombres más de una temporada y no tenía amigos.
No era el tipo de hombre que se preocupase de su propia felicidad. Ni siquiera esperaba ser feliz. Sólo quería vivir, trabajar y que lo dejaran solo.
Cuando entró en el refugio común y vio a algunos de los hombres de su cuadrilla muertos a manos de un elfo oscuro y de algún demonio gigantesco supo que si quería vivir tendría que luchar más duro de lo que había luchado jamás. Con ese pensamiento por delante se dirigió hacia los intrusos y se dispuso a afrontar los últimos treinta segundos de su vida.
Raula había sido lista al huir, y Rab le permitió que lo hiciera. El elfo oscuro la miró irse, y el demonio no le hizo ni caso. La enorme criatura de pelaje gris fijó sus ojos rojos como brasas en Rab y avanzó hacia él. Rab enarboló su enorme hacha y salió al encuentro del demonio. Era consciente de que también se enfrentaba al drow.
El drow era más rápido que el demonio y movía su enorme espadón de una manera salvaje. Rab estaba seguro de que podía repeler su asalto con facilidad y sujetó el mango del hacha con ambas manos para que frenara el golpe de la espada, pero no fue así.
El extremo del espadón no estaba donde se suponía que debía estar. A Rab le parecía imposible que alguien pudiera mover un arma tan pesada con semejante rapidez, pero aquel extraño elfo oscuro lo conseguía, y fue Rab quien pagó el precio. La punta de la espada abrió una profunda herida de lado a lado en el pecho del leñador. El dolor fue lacerante y empezó a manar sangre, y en el medio segundo que duró su conmoción, el demonio se apoderó de su hacha.
Lo habían desarmado en otras ocasiones, pero jamás un oponente le había quitado el arma de la mano de esa manera.
Mientras trataba de explicarse aquello, sucedió algo todavía más extraño: el elfo oscuro hundió su espadón en la espalda del demonio produciéndole una herida profunda que hizo manar sangre con profusión y arrancó a la criatura un rugido. El drow dijo algo en una lengua que Rab no sólo no entendió sino que ni siquiera reconoció. Daba la impresión de que en la expresión del drow no había ira ni ningún tipo de emoción, pero era indudable que estaba tratando de matar al demonio.
El monstruo se volvió hacia el elfo oscuro, mucho más pequeño que él, y Rab retrocedió. Sólo consiguió dar un paso antes de que el demonio se diera la vuelta y lo agarrara por la camisa llevándose al mismo tiempo algo de piel. La criatura levantó a Rab, que pesaba bastante más de cien kilos, por el aire sin la menor muestra de esfuerzo.
Rab trató de arañar la enorme mano del monstruo, pero su piel parecía de acero recubierto de piel. Rab nada podía hacer, más que preguntarse cuáles serían las intenciones del monstruo. Se volvió como una centella hacia el elfo oscuro, que lo esperaba espada en ristre. El demonio sostenía todavía la enorme hacha de Rab en una mano, pero daba la impresión de que se había olvidado de ella.
El demonio arrojó a Rab contra el elfo. El humano emitió un sonido incoherente, aterrorizado, que lo mismo podía haber sido un grito que un alarido. Ni siquiera lo sabía. Era el sonido de un hombre que sabe que tiene menos de un segundo de vida y que no puede hacer nada.
Rab quedó ensartado en el espadón de Ryld. Sintió cada centímetro del frío acero que le atravesó el pecho. Cosa extraña: no le dolió.
Ryld sostuvo al humano en alto con la vista fija más allá, en el draegloth. El hombre murió tratando de establecer contacto visual con él, una conducta común entre los humanos que Ryld no conseguía entender. Ryld bajó la punta de la espada con la esperanza de que el hombre se escurriera hacia el suelo, pero tuvo que volver a levantarlo para evitar el golpe del hacha con la que Jeggred lo atacaba.
La enorme hacha golpeó a Tajadora y la cortó limpiamente. Ryld no podía entenderlo, y de pronto sintió que le hervía la sangre para helársele en las venas a continuación. Tajadora estaba rota. Su poderosa espada. El arma a la que prácticamente había dedicado su vida, en torno a la cual había desarrollado su capacidad durante años, estaba destruida.
Seguramente el hacha del hombre estaba encantada.
El hombre se deslizó de lo que quedaba de la espada, y la repentina pérdida de su peso hizo que Ryld cayera de espaldas. Soltó la espada partida, que cayó al suelo ruidosamente.
El maestro de armas trató de coger su espada corta y casi tenía los dedos en la empuñadura cuando el hacha cayó otra vez sobre él, partió su pectoral de mithril como si fuera de pergamino y se enterró en su pecho. Ryld sintió el peso del arma no sólo sobre él, sino también dentro de él. No sintió dolor, sólo una presión pesada, uniforme.
El draegloth lo miraba desde arriba. De sus colmillos descubiertos caían hilos de baba y sus ojos relucían al resplandor rojizo de las antorchas.
Ryld trató de respirar, pero no pudo. El aire no pasaba por su garganta. Trató de decir algo, pero no consiguió articular palabras. Por otra parte, no sabía qué decir. Había dado la espalda a todo por una mujer a la que ni siquiera conocía, una mujer que había elegido un camino que inevitablemente la conduciría a su propia destrucción, tal como lo había empujado a él a la suya. Algo en él deseaba que lo hubiese matado otro que no fuera aquel asqueroso semidemonio, pero también estaba orgulloso de que hubiera sido necesario un draegloth para acabar con él. Casi le hubiera gustado dar las gracias a Jeggred por haber luchado con él en primer lugar. Era más de lo que merecía.
Jeggred se acercó más y Ryld dio las gracias por no poder respirar, ya que así no podía oler el aliento del semidemonio.
Jeggred se apoyó sobre la hoja del hacha y rompió el pecho de Ryld abriéndolo en dos. La sensación superó todo dolor imaginable, una agonía enloquecedora a la que sólo la muerte podía poner fin. Vio cómo el draegloth hurgaba en su pecho. Su cuerpo empezó a convulsionarse de una manera imparable. El draegloth palpó y buscó en el interior de su pecho y a Ryld se le nubló la vista.
Cuando Jeggred retiró la mano, Ryld Argith, maestro de Melee-Magthere, recuperó la vista el tiempo suficiente para ver que su corazón todavía latía cuando el draegloth empezó a comérselo.
El corazón del maestro de armas era fuerte, y Jeggred saboreó su textura y su sabor. Ryld Argith había sido un digno adversario, una buena presa, y al draegloth le habría gustado quedarse más tiempo y seguir devorándolo. El drow ya había muerto cuando Jeggred acabó de comerse su corazón, y sabía que Danifae y los demás lo estaban esperando.
Sin tomarse el trabajo de limpiarse la sangre, el barro y la savia que lo cubrían, el draegloth tocó el anillo que le había dado Danifae y valiéndose de su magia regresó a Sschindylryn.