Capítulo veinticuatro
Entre los muros del templo había una ciudad veinte veces más grande que Menzoberranzan. Al igual que los muros y las plazas circundantes, la ciudad era una ruina destrozada, asolada por la guerra, que a Pharaun le dio la impresión de que había cesado hacía más de mil años.
Los elementos arquitectónicos imitaban en todo los de los edificios de los elfos oscuros, desde las telarañas calcificadas de Ched Nasad hasta las estalagmitas ahuecadas de Menzoberranzan. Lo único que tenían en común las estructuras era que todas estaban al menos parcialmente derruidas y que estaban carentes de vida.
Valas apareció detrás del mago, como siempre lo hacía, como por arte de magia. Pharaun no se molestó en aparentar que la súbita aparición del explorador no lo había sobresaltado. El momento de mantener las apariencias y de disputarse una posición dentro del grupo pertenecía al pasado.
Valas saludó con una inclinación de cabeza al maestro de Sorcere.
—Cuanto más nos adentramos, más metal hay.
Pharaun negó con la cabeza casi instintivamente, sin saber con certeza qué era lo que el explorador trataba de decirle. Después miró en derredor más atentamente y se dio cuenta de que Valas tenía razón. Aunque habían visto barras de hierro retorcido y de acero chamuscado en la plaza del exterior, cuanto más penetraban en el templo, tanto más tenían que sortear trozos cada vez más grandes.
Valas se detuvo y estiró la mano para tocar una pared levemente curva que tenía tres veces su altura.
—Da la impresión de que hubiera sido desprendida de una pieza mayor —dijo el explorador—, jamás he visto tanto acero.
Pharaun asintió, examinando la reliquia desde cierta distancia.
—Parece una parte de la armadura de un gigante —comentó—, un gigante mayor de lo que cualquiera podría encontrar en el Mundo de Arriba, pero esto es el Abismo, Valas. Aquí podría haber una criatura así.
—O un dios —replicó el explorador.
—Selvetarm era así de grande —dijo Danifae. Ambos varones se volvieron a mirarla, sorprendidos de que se hubiera detenido para intervenir en la conversación. La antigua prisionera de guerra había estado caminando en silencio con el draegloth, que no se separaba de su lado, aparentemente ajeno al panorama—. Lo mismo que Vhaeraun.
Valas asintió.
—Sin embargo hay otros trozos —dijo—, y hay cosas que no parecen de una armadura.
—Los elementos mecánicos —intervino Pharaun—. Yo también los he observado.
—¿Elementos mecánicos? —preguntó la joven sacerdotisa.
Pharaun siguió caminando mientras hablaba.
—La extraña parte móvil. He visto bisagras y cosas que parecen hacer las veces de articulaciones, como el hombro o la rodilla del cuerpo de un drow, pero con cables u otros artilugios en lugar de músculos.
—Ahora que lo mencionas —dijo Valas—, algunos de ellos realmente tenían la forma de piernas o brazos.
—¿Y eso qué importa? —farfulló el draegloth—. ¿Vais a perder el tiempo examinando esta chatarra? ¿No entendéis lo que sucedió aquí?
—Creo que tenemos al menos una idea rudimentaria de lo que pasó, Jeggred —dijo Pharaun—. Mediante nuestro «examen de esta chatarra» como tan elocuentemente lo has llamado, podríamos ir más allá en nuestra comprensión que hemos calificado de rudimentaria. Ya lo sé, no es una disposición anímica con la que tú estés precisamente familiarizado, pero los que tenemos mayor…
De un solo golpe, Pharaun se quedó sin resuello. El draegloth estaba encima de él, aplastándolo contra los restos de un pilar de ladrillos que debía de haber formado parte de una enorme catedral. El mago evocó mentalmente un conjuro que no requería palabras, pero se detuvo cuando la voz de Danifae resonó en toda la extensión del templo.
—Jeggred —ordenó—, déjalo ya.
Era la orden que alguien podría dar a una rata domesticada distraída con un escarabajo. Cuando el draegloth se apartó y Pharaun se puso de pie con dificultad, se quedó preguntándose qué insulto era peor, si que Jeggred lo hubiera derribado o el despectivo comentario de Danifae. El maestro de Sorcere se sacudió el piwafwi, hizo lo que pudo con la maraña en que se había convertido su pelo y carraspeó.
—Vaya, Jeggred, muchacho —dijo el mago, empleando el sarcasmo—, ¿he dicho algo que te molestara?
—La próxima vez que me hables así, mago —gruñó el draegloth—, tu corazón seguirá el camino del de Ryld Argith.
Pharaun procuró no reírse.
—Tan encantador como siempre —dijo.
—Vamos, Jeggred —dijo Danifae, indicando al draegloth que la siguiera.
Pharaun terminó de recomponerse y cuando estaba a punto de continuar su camino, se detuvo y se volvió al haber captado por el rabillo del ojo que alguien lo estaba observando. Quenthel estaba parcialmente oculta por otro enorme trozo de acero. La expresión que Pharaun vio en su cara era gélida, y de haberse encontrado todos en Menzoberranzan, sin duda habría presagiado la muerte de Danifae.
Una vez que se desvanecieron los ecos del último grito apenas coherente de Dyrr, sobrevino un momento de silencio casi absoluto. El lich estaba suspendido en el aire, temblando de ira. Gomph se tomó un momento para inspeccionar el ruinoso Bazar.
Los fuegos se habían extinguido y el humo se disipaba lentamente. Docenas de puestos, tenderetes y carromatos estaban destruidos, quemados, hechos trizas. Grandes grietas y pozos se habían abierto en el suelo de piedra, que presentaba grandes manchas de negro hollín.
Unas cuantas palabras susurradas empezaron a atravesar el silencio del espacio, y Gomph vio a algunos drows curiosos y poco prudentes que empezaban a deambular por las lindes del destrozado mercado. Tenían la impresión de que el duelo había terminado, pero Gomph sabía lo equivocados que estaban. Algo, que no era sólo la capacidad de Gomph para anticiparse a sus pensamientos, había ahuyentado a Nimor, haciéndole creer que había sido derrotado.
¿Por qué abandonó la lucha, archimago?, preguntó Nauzhror. ¿Qué sabe?
Averígualo, le ordenó Gomph antes de volver a centrar su atención en Dyrr.
—Podemos acabar esto ahora, si te place —dijo Gomph.
El lich, tembloroso, cogió una bocanada de aire, y sacudió la cabeza.
—Todo está como debe estar —añadió el archimago.
—Supongo que sí, mi joven amigo —respondió el lich con voz firme—. Tú, el mago supremo de Menzoberranzan, y yo, el más poderoso. Es sólo una cuestión de simetría que nos enfrentemos en algún momento. El poder aborrece ese tipo de desequilibrio.
—No lo sé —respondió Gomph con un encogimiento de hombros—. Yo no me preocupo por el equilibrio. Rindo culto a un demonio. Sirvo al caos.
La respuesta de Dyrr consistió en iniciar un conjuro. Gomph dio un paso atrás y se valió de su bastón para levitar, elevándose unos cuatro metros en el aire y quedando allí suspendido. Miró hacia abajo y vio a un pequeño grupo de drows —quince o veinte, en su mayoría varones de edad avanzada— que empezaban a rebuscar entre los puestos derruidos. Debían de ser los propios comerciantes, que ya no podían estar por más tiempo sin saber la suerte que había corrido su fuente de sustento.
Gomph pensó en advertirles que se mantuvieran fuera, pero no quiso hacerlo.
Dyrr terminó su conjuro y al principio fue como si el lich fuera a estallar. Se convirtió en un globo de dos, tres, cuatro veces su tamaño normal, y todavía más. Experimentó todos los cambios físicos imaginables y cayó desde el aire con un sonoro estrépito que hizo que los mercaderes se dispersaran más allá de los límites del Bazar. Gomph vio que éstos, una vez a salvo, observaban con admiración y miedo en qué se había convertido Dyrr.
Es un gigante, dijo Nauzhror, un gigante de piedra negra.
Gomph suspiró. Sabía en qué se había convertido Dyrr.
En circunstancias normales, un gigante de piedra negra era una creación de sacerdotisas de cultos oscuros destinada a sirviente, guardián, asesino o instrumento de guerra. Tallados en sólidos bloques de piedra, eran criaturas formidables que podían destruir una ciudad entera si no se los controlaba. Lo que Dyrr había hecho había sido cambiar su forma normal de drow delgado y envejecido por la de un gigante. En el proceso se había transformado en esa nueva criatura.
El gigante tenía fácilmente doce metros desde la parte superior de su enorme cabeza de drow hasta la punta de su cola, curvilínea como un gusano. Tenía cuatro pares de brazos largos con manos de drow de tamaño suficiente como para abarcar por completo a Gomph en cada una de ellas, aunque las manos estaban extrañamente retorcidas, acabando en negras garras no muy diferentes de las de Nimor. El lich había optado por conservar su color negro, pero sus ojos eran de un azul brillante. De ellos se proyectaban haces luminosos que atravesaban el humo todavía suspendido en el aire. Abrió la boca y mostró unas hileras de colmillos del tamaño de espadas cortas. De su labio inferior salía un hilo de baba. Estaba en constante movimiento, retorciéndose y reptando como un gusano. Su peso dejaba marcas en el suelo de piedra, y el ruido de la piedra al resquebrajarse y pulverizarse ahogaba todos los demás sonidos.
La criatura empezó a destruir todo lo que encontraba a su paso, y eso era mucho. Los tenderetes que aún quedaban eran reducidos a astillas bajo el colosal peso de la bestia. Los mercaderes curiosos que habían acudido se alejaban aún más para salvar su vida, pero el gigante arrollaba a todos los que encontraba. Una vez que les había pasado por encima, en lugar de la masa informe que Gomph esperaba ver, aparecieron estatuas. Las formas petrificadas de una veintena de drows aparecían esparcidas por la superficie del ruinoso mercado. El contacto del gigante los había transformado en piedra.
Una vez pasado su ataque de furia destructiva, el gigante dirigió su atención a Gomph. Los haces de luz que emitían sus ojos se posaron en el archimago, iluminándolo allí donde permanecía suspendido, a unos cuatro metros del suelo.
Gomph hizo un conjuro cuando el gigante se dirigió hacia él, mostrando sus enormes colmillos y petrificando a otro puñado de mercaderes poco avisados. El conjuro hacía que Gomph fuera difícil de ver. Su forma se volvió borrosa, indistinta, y descendió rápidamente al suelo. Las botas que llevaba le permitirían correr más rápido que cualquier drow. Difícil de ver y rápido de movimientos, Gomph se las ingenió para mantenerse fuera del alcance del gigante.
—¿Puedes oírme, Dyrr? —gritó Gomph.
El lich no respondió, aunque Gomph no estaba seguro de que pudiera hacerlo en su condición actual. El gigante gruñó y rechinó los dientes antes de lanzarse otra vez contra él. Gomph corría en círculos, tratando de contener al peligroso bruto dentro de los límites del Bazar. Cualquier ser vivo que tocaba se convertía en piedra, y ya habían muerto demasiados menzoberranios. Si realmente el asedio estaba tocando a su fin, era hora de parar las inútiles matanzas.
—Dyrr, contéstame. —Gomph volvió a intentarlo, pero tampoco esta vez hubo respuesta.
En lugar de eso, el gigante echó una mirada a los drows petrificados que iba dejando a su paso. Cuando el haz de luz de sus ojos se posaba en sus formas pétreas, éstas se ponían en movimiento. Los mercaderes petrificados se alineaban y avanzaban lentamente como zombis y todos levantaban la cabeza como para mirar al gigante a la espera de sus órdenes. Al moverse iban soltando polvo, que formaba tenues nubes.
El gigante les transmitió sus órdenes sibilantes y una tras otra las estatuas animadas se volvían hacia Gomph y empezaban a avanzar lentamente en su dirección.
Gomph se movía mucho más rápido que las formas petrificadas, pero eran muchas: una docena, a continuación más, y sabía que tarde o temprano tendría que hacer algo respecto del gigante de piedra negra y su batallón de estatuas animadas.
El lich no te responde, maestro, dijo Nauzhror. Tal vez no pueda. Es posible que ahora tenga más de gigante que de lich.
¿Qué significa eso?, preguntó Prath.
Significa, respondió Gomph, que tal vez ya no pueda hacer o soportar lo que normalmente podría un lich.
¿Como qué?, preguntó Prath.
Gomph y Nauzhror proyectaron la misma palabra exactamente al mismo tiempo:
La nigromancia.
—Es imposible —dijo Valas—. Tiene el tamaño de un castillo.
Pharaun se encogió de hombros, asintiendo, mirando la enorme chatarra.
—Más grande —replicó el maestro de Sorcere—, pero podía andar.
Aquel cacharro había sido una esfera de acero bruñido de unos noventa metros de diámetro. Se encontraba entre las ruinas de media docena de edificios de piedra. A primera vista parecía una cáscara de huevo vacía, pero en realidad había sido en una época una fortaleza móvil. Pharaun trató de imaginar su aspecto cuando estaba intacta, sostenida por unas patas que ahora estaban arqueadas y rotas debajo de su volumen.
—Algún tipo de artefacto de relojería —insistió Valas—, tan grande… Tiene que haber sido construida por un…
—¿Un dios? —Pharaun acabó la idea al notar que Valas vacilaba antes de llegar a la misma conclusión—. O una diosa. ¿Por qué no?
—¿Para qué se usaría algo como eso? —preguntó Danifae.
—La guerra —intervino Jeggred, aunque por el tono de su voz sonó más bien como una pregunta—. Es una máquina de guerra.
—Es una fortaleza —dijo Quenthel. Había en su voz una certidumbre que hizo que todos se volvieran a mirarla—. Es… era más bien, la fortaleza de la propia Lloth. Antes parecía una araña mecánica, y dentro de ella Lloth podía atravesar la Red Demoníaca de Pozos, protegida y armada con armas que ningún drow ha imaginado hasta ahora.
—Creo… —dijo Danifae—, creo haber leído algo sobre eso, pero siempre pensé que era una fantasía, una herejía inofensiva para impresionar a los no iniciados.
—¿Lo sabes con certeza? —le preguntó Pharaun a Quenthel, aunque por la expresión de su cara se veía que no tenía la menor duda.
La suma sacerdotisa miró al maestro de Sorcere a los ojos.
—Yo estuve dentro —dijo—. Lo he visto en movimiento. Fue dentro de esa fortaleza donde vi por primera vez a la Reina Araña.
Pharaun se volvió a mirar otra vez la enorme pieza de chatarra.
—Ella casi nunca la abandonaba —prosiguió Quenthel en voz cada vez más baja, como estuviera retrocediendo mucho en el tiempo—. No creo que la haya visto nunca salir de ella en todos los años que yo…
Pharaun no se volvió a mirar a la Señora de Arach-Tinilith antes de hablar.
—Deberíamos entrar. Si Lloth no dejaba nunca esa fortaleza, es posible que todavía esté ahí.
—No está ahí —dijo Quenthel.
—La señora tiene razón —dijo Danifae—. Puedo sentirlo… mejor dicho, no puedo sentirla.
—Podría estar todavía ahí dentro —dijo el mago, a sabiendas de que estaba arriesgando otra vez su vida al sugerir eso… aunque estaba seguro de que todos ellos habían considerado aunque sólo fuera brevemente la posibilidad—. Su cuerpo podría estar ahí, de todos modos.
Nadie respondió, pero siguieron a Pharaun cuando éste inició el largo camino hacia la fortaleza araña.
Con el paso de los minutos, la caminata se iba haciendo cada vez más difícil. Hacía tiempo que la fatiga se había hecho notar, y aunque de vez en cuando hacían un alto para comer y beber las provisiones que Valas había distribuido entre ellos, todos estaban hambrientos, sedientos y a punto de desplomarse. Eso, unido a la cantidad cada vez mayor de escombros y paredes de piedra, telarañas, ladrillos o acero que se veían obligados a superar, reducía su velocidad a una cuarta parte de lo que habían previsto.
A pesar de todo, el draegloth se las arreglaba para estar cerca de Pharaun. El mago confiaba razonablemente en que las defensas que ya tenía en marcha evitarían que el semidemonio lo asaltara antes de que tuviera ocasión de defenderse, de modo que no se paró en barras y desafió al draegloth.
—Ya te gustaría —le susurró Jeggred a Pharaun. El susurro del draegloth tenía el volumen normal de la voz de un drow, pero daba la impresión de que nadie lo oía—. Si Lloth está muerta y todo lo que encontramos es un esqueleto, te alegrarás. Reconócelo.
—No admito nada —dijo el maestro de Sorcere—. Eso por principio. Con todo, en este caso espero sinceramente no encontrar a Lloth muerta ahí dentro. Pero si lo hiciera: ¿a ti qué te importa, draegloth? ¿Irías corriendo a delatarme a tu señora? ¿A cuál de tus dos señoras se lo dirías primero? ¿Se lo dirías a Quenthel? Sinceramente, Jeggred, te comportas como si esperaras no volver nunca más a Menzoberranzan.
—¿Ah sí? —preguntó el draegloth que no estaba dotado para el sarcasmo—. ¿Y eso?
—No haces el menor caso de los deseos de Quenthel Baenre —dijo el mago poniendo especial énfasis en el nombre de la casa—, prefiriendo los caprichos de una sirviente. Aquí, en el corazón mismo del poder de Lloth.
—Danifae ya no es una sirviente —dijo el draegloth—, he visto much…
Fuego.
La palabra se formó en la mente de Pharaun al mismo tiempo que su piel se empezó a llenar de ampollas y las llamas pugnaban por hacer presa en su ropa. El fuego llegó a ellos en una oleada y los rodeó de deslumbrantes lenguas en las que se mezclaban el naranja, el rojo y el azul. Pharaun oyó el crepitar de sus conjuros defensivos para mantener a raya el calor, y aunque no pudo evitar quemarse, sobrevivió. No todos sus compañeros tenían tanta suerte, y Pharaun buscó de inmediato en su mente un conjuro que los protegiera a todos, y si no a todos, por lo menos a Valas, Quenthel (después de todo era la hermana del archimago), a Danifae y a Jeggred… por ese orden.
Sin embargo, no tuvo oportunidad de evocar ningún conjuro antes de que una segunda oleada de fuego lo alcanzara y le produjera quemaduras peores que las anteriores.
Una risa repugnante, jadeante, resonó desde lo alto, y Pharaun alzó la vista y vio a un cruel tañar’ri suspendido, por simple arte de magia, en el aire encima de sus cabezas. Aquello era una especie de toro furioso y contrahecho al que le faltaban los pies.
Pharaun lo identificó inmediatamente al tiempo que conjuraba una esfera de energía del Tejido a su alrededor para protegerse de ciertos conjuros. El tañar’ri era un glabrezu, y tenía algo que le resultaba familiar.
—El hielo… —sugirió Danifae, y la palabra se deslizó sibilante entre sus dientes.
Danifae y Quenthel tenían manchas brillantes en su negra piel. Sus quemaduras eran peores que las de Pharaun, pero no lo suficiente para que se les formaran ampollas. Quenthel sacó la varita mágica curativa y se la pasó rápidamente sobre la piel.
—Lo he rodeado de hielo —dijo Pharaun—, y allí se quedará.
El mago miró a su alrededor en busca de Valas, pero el explorador no se veía por ninguna parte.
—Típico de un demonio —farfulló Quenthel—. Se arrancó las piernas a mordiscos para escapar.
Jeggred rugió rabioso. De su pelaje chamuscado salía humo que formaba volutas negro grisáceas.
—¿Nos has seguido hasta aquí todo el tiempo, Belshazu? —preguntó la Señora de Arach-Tinilith—. ¿Para que pudiéramos matarte?
—Todo lo contrario —dijo el padre de Jeggred.
Halisstra Melarn volaba.
Aunque no era ésa una descripción totalmente precisa de lo que le estaba sucediendo, era lo que percibían sus sentidos. Por debajo de ella se extendía una eternidad de nada gris salpicada de tormentas arremolinadas de color y de trozos distantes de roca a la deriva que en unos casos tenía más de un kilómetro de diámetro y en otros apenas el tamaño de un drow. Por encima de ella y a su alrededor se veía lo mismo.
Recientemente había visitado el Plano Astral con el grupo de menzoberranios y con su antigua prisionera de guerra, pero había sido una experiencia muy diferente. Aquella vez, bajo el cuidado de un sacerdote de Vhaeraun, se había sentido como un espectro al que arrastran con una cadena. Sin embargo, gracias al poder de Eilistraee, esta vez se encontraba realmente en el Astral, no era una proyección y nada la anclaba a su plano de origen.
Halisstra Melarn se sentía más libre que nunca. Sus labios se abrían en una sonrisa descarada y su corazón latía desbocado. Aunque técnicamente no se podía decir que hubiera viento, su cabellera flotaba. Su cuerpo respondía al menor pensamiento en el medio etéreo del Plano Astral, y se elevaba y descendía como un ser de las sombras.
La única limitación que sentía era la necesidad de mantenerse próxima a sus compañeras, Uluyara y Feliane. Halisstra notaba que la elfa de la superficie y la sacerdotisa drow disfrutaban del vuelo por el Astral tanto como ella, y ambas lucían la misma sonrisa. Sin embargo, la gravedad de la misión que las traía a estos lugares no se borraba en ningún momento de sus mentes.
Halisstra lo había arriesgado todo, y todo lo había perdido por estar allí. Seguramente Ryld estaría muerto, tan muerto como Ched Nasad, y la vida de que alguna vez había disfrutado en la Antípoda Oscura había quedado atrás. Por delante había riesgo, pero al menos la posibilidad de una recompensa, mientras que todo lo que había dejado atrás era desesperanza.
—¡Allí! —gritó Uluyara a sus compañeras de viaje, interrumpiendo los pensamientos de Halisstra—. ¿Lo veis?
Halisstra siguió el dedo de piel oscura de la otra sacerdotisa y se dio cuenta de que su cuerpo cambiaba de dirección para desplazarse en la dirección señalada. Lo que Uluyara indicaba era una larga fila de negras sombras, y Halisstra tuvo que parpadear varias veces antes de empezar a entender lo que estaba viendo. Era como una enorme veladura gris por detrás de la cual, como si fueran sombras chinescas, una fila de drows avanzaba lentamente hacia una meta común.
—Acercaos a ellos lentamente —les advirtió Feliane—. Es posible que ni siquiera puedan percibir nuestra presencia, pero no lo sabemos con certeza, y son muchos.
—¿Quiénes son? —preguntó Halisstra, aunque tan pronto como terminó de formular la pregunta se dio cuenta de qué era lo que estaba viendo.
—Los condenados —fue la apesadumbrada respuesta de Uluyara.
—Tantos… —susurró Halisstra en el mismo tono.
—Todos los drows que murieron mientras Lloth guardaba silencio, supongo —dijo Feliane—. ¿Adónde van?
—Al Abismo no —respondió Uluyara.
A medida que se acercaban, Halisstra no pudo por menos que reconocer algunas caras entre las formas de los muertos recientes que avanzaban lentamente. Todos los elfos oscuros tenían el mismo color grisáceo, como si fueran dibujos al carboncillo y no drows reales. Cuando miró directamente a uno de ellos, una hembra quizá demasiado joven para la Iniciación, Halisstra pudo ver a través de ella una roca que pasaba por detrás.
Una de las sombras notó su presencia y estableció un breve contacto visual, pero el alma difunta no aminoró su marcha ni hizo el menor intento de hablar con ella.
—¿Adónde van? —inquirió Halisstra al ver primero a uno, después a otro de los espectros que llevaban un símbolo de Lloth u otras baratijas y escudos que los identificaban como devotos de la Reina Araña—. Si no van al Abismo, si no van al dominio de Lloth, ¿entonces adónde van?
Halisstra sintió renacer la esperanza. Si los leales servidores muertos no acudían al lado de Lloth, pero iban a algún lugar, dondequiera que fuese, tal vez aún hubiera una esperanza para un seguidor de la Reina Araña, y no los esperara el olvido.
—El conjuro de Eilistraee —dijo Feliane— nos llevaba al Abismo, y no íbamos por este camino.
—Cuando estuve en la Red Demoníaca de Pozos con la hermana Baenre y otros —contó Halisstra—, no vimos almas como éstas. Quenthel se asombró de su ausencia. En la sexagésima sexta capa sólo había hordas de feroces demonios, dos dioses en guerra y un templo cerrado a cal y canto.
—¿Deberíamos seguirlos? —le preguntó Feliane a Uluyara—. Si son seguidores de Lloth, tal vez se dirijan hacia ella aunque no vayan al Abismo.
—¿Será posible que la mismísima Lloth haya abandonado el Abismo? —inquirió Halisstra.
Tanto Halisstra como Feliane miraron a Uluyara esperando una respuesta, pero la sacerdotisa drow se limitó a encogerse de hombros.
Por un acto de voluntad, Halisstra se acercó más a la fila de almas y se quedó observándolas mientras pasaban, confiando en ver a una sacerdotisa mayor, a alguien que tuviera el aspecto de saber algo más. Sin embargo, la mayor parte eran varones, evidentemente guerreros, y unos cuantos driders entre ellos. Por sus vestimentas y sus escudos, Halisstra dedujo que venían de numerosas ciudades de toda la Antípoda Oscura.
Por fin vio que se acercaba una sacerdotisa que le pareció adecuada y Halisstra se aproximó más aún. Extendió la mano para tocar el alma que pasaba cuando alguien la llamó por su nombre.
Halisstra, la voz resonó directamente en su mente.
Halisstra parpadeó y se llevó las manos a la cabeza. Vagamente tuvo conciencia de que Uluyara y Feliane le preguntaban qué le pasaba.
El sonido de la voz física hizo eco en su cerebro y su peso desalojó todos los demás pensamientos.
—Ryld… —dijo con las mandíbula apretadas y temblando.
Aquí estoy, Halisstra, le susurró el maestro de Melee Magthere en su conciencia.
Halisstra abrió los ojos y se encontró frente a frente con la sombra espectral de Ryld Argith. El guerrero drow se erguía, alto y orgulloso, en su armadura de sombra, y sus manos trataban a un tiempo de tocarla y de repelerla. Los ojos de Halisstra se llenaron de lágrimas, emborronando la visión del alma descarnada de su amante.
Yo te amaba, dijo él.
Halisstra había tratado de no llorar, pero aquellas tres palabras la hicieron romper en sollozos, que sacudían su cuerpo y la alejaban lentamente de él en el éter astral. Quería decirle mil cosas, pero la garganta se le cerró, las mandíbulas se le encajaron y su cabeza parecía a punto de estallar.
Lo abandoné todo por ti, dijo el maestro de armas.
—Ryld —consiguió articular Halisstra por fin—. Puedo traerte…
Más que decir «no» lo que hizo Ryld fue infundir esa sensación en su conciencia. A Halisstra le faltaba el aire.
Me encamino a Lloth, dijo Ryld. Mi lugar no está al lado de Eilistraee, aunque sí lo estuvo a tu lado.
—No la antepuse a ti, Ryld —dijo Halisstra, a sabiendas de que mentía—. Le habría dado la espalda si tú me lo hubieras pedido.
Otra vez esa sensación de negativa.
—Yo quería tenerte —susurró Halisstra.
Y me tuviste, respondió él, mientras te fue posible.
—Halisstra —le susurró Uluyara al oído. Halisstra se dio cuenta de que la otra sacerdotisa drow la tenía sujeta por el brazo—. Pregúntale adonde va. Pregúntale adonde se ha ido Lloth.
—Va hacia ella —le respondió y luego volvió a dirigirse a Ryld—. Te amo.
Parpadeó para enjugar las lágrimas de sus ojos, a tiempo para verlo sonreír y asentir con la cabeza.
—Por eso estamos aquí ahora ¿no? —preguntó Halisstra al alma de Ryld Argith que se alejaba lentamente—. Porque nos hemos amado.
Porque dejamos atrás nuestro mundo, respondió él, porque nos dejamos a nosotros mismos allá. Tú fuiste capaz de crear una nueva Halisstra, pero yo no pude hacer un nuevo Ryld. Estoy aquí porque me lo merezco. De no ser así, el draegloth jamás habría podido conmigo.
—Y todavía estaríamos juntos —dijo ella.
Diles a tus amigas, dijo Ryld, que Lloth se ha llevado la Red de Pozos Demoníacos del Abismo. Algunos de nosotros llevamos meses esperando sentir su llamada a través del Astral hacia su seno, y ahora acabamos de recibirla.
—Lloth —les dijo Halisstra a las otras sacerdotisas con una voz cargada de arrepentimiento, de ira, de odio y de muchos otros sentimientos—, se los está llevando a casa.
—La Red de Pozos Demoníacos ya no forma parte del Abismo —arriesgó Uluyara.
Lloth está cambiando, dijo Ryld y en su mensaje mental había un tono de advertencia. Lo está cambiando todo.
Halisstra sintió que Uluyara apretaba más su brazo.
—Deja que se vaya —le susurró la sacerdotisa—. Déjalo. Ahora sólo podemos servirlo de una manera.
—P… podemos traerlo… traerlo de vuelta —tartamudeó Halisstra mientras observaba cómo Ryld le daba la espalda y se alejaba lentamente con las otras sombras indiferentes.
—Si él no quiere volver… —susurró Uluyara, y el brazo que la sujetaba la envolvió en un reconfortante abrazo.
Halisstra la abrazó a su vez y lloró mientras Ryld se iba alejando más y más con los otros condenados.