Capítulo dos

El demonio los condujo a la parte más oscura del lago, y ninguno de los drows receló nada. Balanceándose y sujeto por el ancla en la profunda penumbra del Lago de las Sombras, el blanco puro del barco del caos —barco del caos de Raashub— destacaba sobre la negra oscuridad. El agua misma era de un negro sólo comparable con el profundo color ébano de la piel de su capitán drow. El mago, al que ellos llamaban Pharaun, lo había encontrado, lo había maniatado y lo había encadenado a su propio puente de mando, y lo había hecho sin humildad, sin respeto y sin miedo. El solo hecho de pensarlo hacía que se erizasen los crespos pelos negros que moteaban la carne arrugada y grisácea del demonio. Por un instante, el demonio puso de manifiesto el odio que sentía por aquel drow y por su altanera familia.

El drow había estado encerrando a un sinnúmero de manes serviles, tontos y sin voluntad. Las almas condenadas de los pequeños pecadores servían de comida en el Abismo y alimentaban el barco del caos. El uridezu tomaba nota del número de almas que el mago drow traía en cada momento con la esperanza de calcular el poder del elfo oscuro. Si era una ciencia exacta eso de apresar demonios menores, Raashub no conocía los pormenores, pero el hecho de que llegasen tantos no dejaba la menor duda acerca de la habilidad de los drows. Raashub no estaba ayudando a los drows y se sentía feliz no sólo de permitirles que abasteciesen su barco, sino también de que empleasen a fondo sus conjuros, sus esfuerzos y su atención. La presencia de todos aquellos gimientes y miserables demonios habría embotado hasta tal punto los sentidos de la sacerdotisa drow que algunas veces Raashub podía ampliar los límites de su cautividad.

La conciencia primitiva de una rata se le impuso, y Raashub sólo pudo lanzar una tímida ojeada en esa dirección. La había estado llamando sutilmente durante dos días, desde que los drows habían subido a bordo por primera vez. Los roedores nadaban por la superficie del Lago de las Sombras y vivían en los espacios que había entre los puentes y bajo las escaleras del barco del caos, del mismo modo que las ratas de todas partes nadaban, se escondían y sobrevivían. Raashub, un uridezu, era tan rata como cualquier congénere terrestre y conocía tanto a las ratas de la Antípoda Oscura como a las de todos los rincones de los infinitos planos.

El roedor respondió al vistazo de Raashub con un silencioso movimiento de sus bigotes, un gesto que el uridezu sintió más que vio. Se escabulló detrás de la gruesa base del mástil principal y se arrastró con el mayor cuidado hacia el draegloth.

Ellos llamaron al mestizo Jeggred. Para los draegloths él era un individuo típico. Si Raashub hubiera sido lo suficientemente estúpido como para medirse con él, el draegloth habría vencido en una lucha cuerpo a cuerpo, pero el uridezu no llegaría nunca a cometer esa estupidez. No sería nunca tan estúpido como el draegloth.

La rata no quiso morder al semidemonio, y Raashub tuvo que insistir silenciosamente. Era un riesgo, pero al uridezu no lo preocupaba el pequeño castigo por una recompensa aún menor. Su apremio psíquico atrajo nuevamente la atención de una de las hembras drows, que apartó la vista al tiempo que el uridezu reculó, antes de que se cruzaran sus miradas. Todos los drows se sometían, aunque con gruñidos, a la mujer llamada Quenthel, que al parecer era una especie de suma sacerdotisa de Lloth, la araña-hembra drow. Esa mujer era tan injustificadamente presuntuosa como todos los demás, pero era más sensible. Raashub estaba preocupado porque ella pudiese oírlo cuando menos deseaba él que lo oyese.

Rápida como una flecha, la rata se tiró al tobillo del draegloth. El semidemonio se la sacudió con un gruñido y el pequeño roedor voló por los aires perdiéndose en la oscuridad. El chapoteo se produjo tan lejos que apenas se oyó. El draegloth, en cuya piel no habían hecho mella los débiles dientes de la criatura, centró sus ojos en Raashub y lo miró fijamente.

El draegloth no había hecho mucho más que mirarlo en los dos últimos días.

Fastidioso gusanillo, transmitió Raashub a la mente del draegloth, ¿acaso no son ellos, Jeggred?

El draegloth expulsó un corto y maloliente resoplido por la nariz y sus labios se retrajeron ligeramente para dejar al descubierto los colmillos, auténticas hileras de hojas de puñal afiladas como navajas y tan penetrantes como agujas. El semidemonio silbó su rabia y en sus labios chisporroteó la saliva ardiente.

Encantador, se mofó Raashub.

Los ojos del draegloth se achicaron, confusos. Raashub se permitió lanzar una carcajada.

La suma sacerdotisa se dio la vuelta y los miró a ambos. De nuevo, Raashub evitó que se cruzasen sus miradas. Movió repetidas veces el pie para que la cadena que lo ataba chocase ruidosamente contra el hueso de dragón que constituía la mayor parte de la cubierta de su barco. Por encima de él, las andrajosas velas de piel humana colgaban fláccidamente en el aire estancado. El demonio oyó cómo Jeggred se daba vuelta. Raashub estaba encantado con el juego. Ambos habían sido víctimas de una madre austera y excesivamente severa en su traviesa infancia.

Quenthel apartó la mirada y Jeggred volvió a clavar los ojos en Raashub. El uridezu no se molestó en agraviarlo más aquel día. Se empezaba a aburrir. En lugar de eso, el demonio se conformó con permanecer tranquilo, acercando de cuando en cuando un poco más el barco a la profunda oscuridad siguiendo la pared de la caverna.

La paciencia no era una cualidad que adornase a los de su especie, pero Raashub llevaba mucho tiempo atrapado en el Lago de las Sombras. La aparición de los drows había sido una especie de regalo del cielo, aunque por el tono de sus conversaciones y por los atisbos de los hechos relativos a su misión que se les habían escapado, Raashub sabía que era bastante difícil que los hubiese enviado un dios o una diosa. Habían tratado de liberar su barco y de liberarlo a él. Si no fuera un uridezu, un demonio nacido en el vertiginoso caos del Abismo Madre, podría haber estado… ah, ¿cuál era la palabra? ¿Agradecido? En cambio, debía ser paciente, paciente por algún tiempo más.

Muy pronto los drows se sumirían en su Ensoñación, su trance de meditación, muy parecido al sueño, y la suma sacerdotisa se ensimismaría. Cuando llegase ese momento y ella no pudiese darse cuenta de lo que estaba haciendo él, Raashub traería a otro de su especie a través de la infinitud ilimitada entre planos. Ya había traído a uno el día anterior. Los drows, muy confiados en el control que tenían sobre él, no habían percibido dicha llamada, no se habían dado cuenta de que su primo Jaershed cruzaba el Abismo y tampoco repararon en que el otro uridezu estaba en ese momento colgando de la quilla, oculto en la cómplice oscuridad, al acecho.

Jaershed no había aprendido a tener tanta paciencia como Raashub, y a veces el ansia de sangre y caos surgía en él por oleadas. Cuando eso ocurriese, la detestable suma sacerdotisa miraría a su alrededor como si oyera algo, como si pensase que alguien la estaba mirando. Entonces Raashub se lamentaría en silencio sumando su voz mental a los angustiados quejidos de la hilera de manes que ellos traían y metían en la bodega. Quenthel sentiría curiosidad, incluso se alteraría, pero finalmente se lo creería.

Los elfos oscuros habían vencido a Raashub, después de todo. Su poderoso mago lo había atrapado en aquel miserable plano, lo había encadenado a su propio puente, lo había intimidado y esclavizado… y ninguno de ellos podía imaginar que, por más que eso fuera así, no había nada —ni en el Abismo, ni en la Antípoda Oscura, ni en el Lago de las Sombras, ni a bordo de un barco de hueso y caos— que durase para siempre.

Raashub cerró los ojos, dejó de pensar en el agradable futuro y sonrió.

Ryld Argith escrutó la oscuridad de la noche de Velarswood y suspiró. En los lugares en que los árboles eran lo suficientemente altos y estaban muy cerca unos de otros como para ocultar el cielo tachonado de estrellas casi se sentía cómodo, pero esos momentos eran escasos y muy distanciados en lo que el maestro de armas había llegado a darse cuenta de que era un bosque relativamente pequeño. Los sonidos no ayudaban; de todas direcciones llegaban silbidos y crujidos, que no solían producir eco alguno. Su oído, sensibilizado por décadas de entrenamiento en Melee-Magthere, estaba adaptado a las peculiaridades de la Antípoda Oscura, pero en el Mundo de Arriba le estaba destrozando los nervios. El bosque parecía estar lleno de enemigos.

Se dio la vuelta para rastrear la oscuridad buscando la fuente de alguna perturbación, algo que le habían dicho que era un «pájaro nocturno», y en lugar de eso se encontró con el ojo de Halisstra. Ella sabía lo que estaba haciendo él, sobresaltándose con cada sonido, y le sonrió de un modo que sólo algunos días atrás Ryld hubiera interpretado como una señal de que ella había percibido un punto débil en él, del que se aprovecharía más tarde. El brillo de sus ojos enrojecidos parecía indicar lo contrario.

Halisstra Melarn había sumido a Ryld en un estado de confusión desde el momento mismo en que se conocieron. La Primera Hija de una casa noble de Ched Nasad al principio había sido la arrogante y serena sacerdotisa en que estaba destinada a convertirse por su educación, pero cuando su diosa le volvió la espalda, su casa cayó y luego su ciudad se derrumbó hasta los cimientos, Halisstra cambió. Ryld abandonó a su aliado de tanto tiempo, Pharaun, y al resto de los menzoberranios que la acompañaban, y no sintió pesar por ello; pero no estaba seguro de poder dar la espalda para siempre a la Antípoda Oscura del mismo modo en que ella lo había hecho. Ryld seguía teniendo un hogar en Menzoberranzan, al menos creía que lo tenía, a falta de nuevas noticias de la ciudad, que ya había notado los efectos del Silencio de Lloth cuando ellos la habían abandonado. Cuando pensó en ello, tuvo la seguridad de que algún día volvería allí. Cuando miró a Halisstra vio a un elfo oscuro como él, pero diferente. Sabía que ella nunca podría regresar, incluso aunque tuviera una casa a la que volver. Ella era diferente y Ryld sabía que, finalmente, o mucho tendría que cambiar él o volvería a su hogar sin ella.

—¿Te encuentras bien? —preguntó ella con una voz que fue como una tregua reconfortante de los ruidos del bosque.

Sus miradas se cruzaron, pero él no supo qué contestar. Gracias a las sacerdotisas de Eilistraeen, Uluyara y Feliane, no sólo estaba vivo sino también indemne. El veneno que casi se lo había llevado le había sido extraído de la sangre por ellas, mediante su magia, y habían curado tanto sus heridas como las de Halisstra, sin que les quedasen marcas. La diosa ajena de los elfos de la superficie le había concedido la vida y Ryld seguía esperando que ella o sus seguidores le pasaran la factura.

—¿Ryld? —inquirió de repente Halisstra.

—Aquí estoy.

Él se detuvo, volvió la cabeza y cuando oyó que Halisstra tomaba aire para hablar de nuevo, levantó la mano en señal de aviso para indicarle que guardase silencio.

Algo se estaba moviendo muy cerca, por el suelo. Y avanzaba hacia ellos. Sabía que Feliane se les había adelantado. Los eilistraeenos tenían siempre mucho cuidado de no dejar a los dos recién llegados solos en ningún momento, pero la sacerdotisa estaba bastante lejos.

Detrás de ti, indicó a Halisstra con un gesto, y a la izquierda.

Halisstra asintió mientras llevaba su mano derecha a la espada encantada que colgaba de su cadera. Ryld observó que ella se volvía lentamente y, al tiempo que desenvainaba su propia espada, grande y poderosa, que llevaba ceñida a la espalda, tuvo un instante para admirar las caderas de Halisstra, cuya cota de malla brillaba a la luz de las estrellas sobre el negro telón del bosque. Los pies de la mujer silbaron en la nieve y Ryld rastreó los sonidos. Fuera lo que fuese aquello no se movía de una manera muy deliberada y por su sonido se diría que era más de una cosa, aunque la ausencia de ecos le hacía difícil estar seguro. No detectó ningún cambio en la trayectoria que estaba siguiendo cuando ambos desenvainaron sus espadas, por eso Ryld pensó que era improbable que el intruso los hubiera oído.

Una planta alargada —los eilistreeanos habían llamado a una igual «arbusto»— se movió, pero no a causa del viento. Halisstra retrocedió un paso y sostuvo la Espada de la Medialuna en posición defensiva. Estaba de espaldas a él, por eso Ryld no podía comunicarse con ella valiéndose del lenguaje de los signos. Quería decirle que retrocediera más, para que él se ocupase de aquello, fuera lo que fuese, pero no quería decirlo con palabras.

Cuando la cosa salió de detrás del arbusto, Halisstra retrocedió tres pasos rápidamente, con la espada en posición de ataque. Ryld se abalanzó sobre el bulto de erizada piel marrón suponiendo que Alistar le despejaría el resto del espacio. Como ella no lo hizo, él se vio obligado a detenerse, y la cosa lo miró. Lo más parecido a la criatura que Ryld había visto nunca era un rote, pero eso no era un rote. Era un ser pequeño, con el tamaño y el peso del torso de Ryld, y sus ojos abiertos de par en par estaban húmedos y eran inocentes, frágiles y…

—Una cría —susurró Halisstra, como si estuviera completando su pensamiento.

Ryld no bajó la guardia, por más que el animal se sentó tranquilamente en el suelo, mirándolo fijamente.

—Es una cría —repitió Halisstra mientras envainaba la Espada Medialuna.

—¿Qué se supone que es? —preguntó Ryld, sin decidirse a bajar la guardia, y mucho menos a envainar su espada.

—No tengo ni idea —respondió Halisstra, pero se agachó frente al animal.

—Halisstra —siseó Ryld—, por Lloth…

Se detuvo antes de terminar la frase. Era otro hábito que tendría que cambiar.

—No nos va a comer, Ryld —susurró ella, mirando a los ojos a la pequeña criatura.

El animal arrugó el hocico y le sostuvo la mirada. Parecía curioso, con un rostro vagamente élfico, pero su mirada transmitía inteligencia animal, y sólo eso.

—¿Qué vas a hacer con eso? —preguntó él.

Halisstra se encogió de hombros.

Antes de que Ryld tuviera tiempo de decir nada más, de los arbustos salieron otros dos animalitos y se quedaron mirando a su congénere y a los dos elfos oscuros con mansa curiosidad.

—Feliane sabrá qué hacer con ellos —aseguró Halisstra—, o por lo menos podrá decirnos qué son.

Ahora fue Ryld el que se encogió de hombros. Una de las criaturas se estaba lamiendo y ni siquiera Ryld estaba tan embelesado como para no seguir viéndolos como una amenaza. Halisstra envió una llamada que le habían enseñado los eilistraeeanos —el canto de algún pájaro— y Ryld devolvió la espada a su vaina.

Feliane oiría la llamada y vendría hasta ellos. Ryld se acobardó al darse cuenta de que cuando ella llegase allí y los viese a los dos paralizados por lo que parecían indefensos animales… ambos volverían a parecer trastornados. Ryld, al menos, lo parecería.

Feliane venía abriéndose paso a zancadas entre la maleza. Ryld estaba sorprendido no sólo por lo rápido que avanzaba la eilistraeeana, sino por lo grande que era. Admiraba la habilidad que mostraban los eilistraeeanos para deslizarse por el bosque sin…

En ese momento se dio cuenta de que los crujidos que se oían en la impenetrable oscuridad del bosque no eran de Feliane. No era un drow, ni un elfo de la superficie ni siquiera un humano. Era otra cosa, sin duda de gran corpulencia.

El ser emergió de la espesura del monte bajo como una pared de enmarañada piel marrón que se cayera encima. Ryld consiguió llevar la mano hasta la empuñadura de Tajadora, pero no pudo desenvainarla antes de que el animal se lo llevara por delante. El maestro de armas trató de hurtar el cuerpo para protegerse de las atenazadoras garras del monstruo, pero no tuvo tiempo.

La criatura lo pisoteó, destrozó sus ropas, se abalanzó sobre él y luego se le subió encima. Todo lo que pudo hacer Ryld fue mantener los ojos fuertemente cerrados y gemir. La criatura era pesada y cuando lo tiró al suelo Ryld sintió que al menos se le rompía una costilla bajo aquel peso. Finalmente lo liberó y Ryld rodó sobre un lado para acabar acurrucado bajo un crecido «arbusto» cuajado de espinas que arañaron su armadura y su piwafwi. La nieve se incrustó entre las laminillas de su armadura y le congeló el cuello y las manos.

La criatura se detuvo, dio una voltereta en el aire y cayó sobre sus patas, evitando en todo momento mirar de frente a Ryld. El maestro de armas levantó la vista y la miró con asombro. Parecía una versión más grande —mucho más grande— de los animalitos que habían aparecido frunciendo sus hociquitos ante el drow. Era una astuta maniobra y con seguridad una exitosa estrategia de caza: desarmar y distraer a la presa con unas curiosas crías, para derribarla cuando estaba distraída.

El maestro de Melee-Magthere hizo una mueca de desagrado por haberse dejado engañar, aunque fuera con tamaña astucia.

«Me estoy volviendo más lento —pensó—. Este lugar abierto, todas esas conversaciones de diosas y redención…».

Ahuyentando de su cabeza todos esos pensamientos que lo distraían, Ryld se puso de pie de un salto. Desenvainó a Tajadora y cruzó con ella el aire en todas direcciones. El pesado animal se dio la vuelta para enfrentarse a él, pero Ryld estaba listo para esa contingencia.

La bestia lo miró fijamente a los ojos y la mirada de Ryld centelleó sobre el aguzado filo de su gran espada.

De su nariz salió vaho al tiempo que emitía una serie de sonoros gruñidos. Arañó la nieve con una de las patas delanteras, y Ryld pudo contemplar sus negras garras, del tamaño de un cuchillo de caza, al final de unas bien articuladas manos, cosa que le resultó sorprendente. La mirada de los ojos de la criatura era una mezcla de pasmo y de rabia. Esa mirada ya la había visto antes Ryld y había aprendido a respetarla. Los enemigos estúpidos eran fáciles de vencer y ya no digamos los enemigos furiosos. Mézclalos a ambos y estarás a punto de iniciar una pelea.

El animal cargó y Ryld lo esperó a mitad de camino. Cuando se irguió al final de su carrerilla, vio que la bestia era tres veces más alta que el drow. Esta visión probablemente atemorizaría a oponentes de menor envergadura, pero a Ryld le puso al alcance el vientre de la criatura. El maestro de armas levantó rápidamente su gran espada a la altura del hombro en un formidable mandoble dirigido a destripar al animal. De todos modos, la criatura era más rápida de lo que parecía y cayó hacia atrás, y rodó sobre el lomo cuando el filo de la espada de Ryld cortó el aire como un rayo, fallando apenas por unos centímetros. Ryld no pudo hacer nada por detener la trayectoria del golpe, pero alcanzó a aprovechar la inercia para desplazarse hacia la izquierda y evitar así que la bestia lo alcanzase con sus afiladas garras.

Ryld se detuvo en seco, la espada en alto, mientras el animal seguía rodando hasta que finalmente se puso en pie. El aliento de ambos se convertía en vaho en el gélido aire, pero sólo Ryld sonreía.

Volvieron a cargar uno contra el otro, y Ryld estaba preparado para que la criatura lo pisotease. El animal no hizo nada de eso. Extendió ambas manos hacia el guerrero drow con la clara intención de agarrarlo por los hombros o por la cabeza. Ryld se deslizó hacia él y lo pinchó con su gran espada al tiempo que pasaba bajo la mandíbula inferior del animal. Trataba de atravesarlo, tal vez incluso de degollarlo, pero su oponente demostró una vez más una sorprendente agilidad. Ladeó la cabeza rápidamente y todo lo que pudo hacer Ryld fue rebanarle parte de una oreja.

El maestro de armas siguió deslizándose, tratando de apuñalar de nuevo a la criatura y alcanzarla al menos en el vientre, pero el animal saltó hacia un lado y se alejó con una voltereta, consiguiendo así eludir el ataque del drow.

Ryld se puso de pie y ambos oponentes volvieron a verse las caras. El maestro de armas oyó una voz a su izquierda y echó un vistazo para ver a Halisstra, arrodillada en actitud de rezar, murmurando entre dientes una especie de canto. El animal aprovechó la fugaz distracción de Ryld y saltó sobre él salvando fácilmente los más de dos metros que los separaban. La criatura tuvo que echarse hacia atrás, trastabillando, para esquivar otro mandoble de Tajadora. Abrió cuanto pudo sus fauces, mostrando unos peligrosos colmillos, y dejó escapar otra serie de furiosos y frustrados gruñidos.

Amagó una serie de zarpazos contra Ryld. El drow estaba dispuesto a enfrentarse con la criatura, firmemente empeñado en cortarle la pata delantera por el codo, cuando ambos retrocedieron de repente con el fin de esquivar algo que zumbaba en el aire entre ellos en una ráfaga de plumas, garras y turbulencia.

Ryld siguió la mirada del animal mientras éste seguía las locas evoluciones en el aire del nuevo jugador. Era una especie de pájaro, pero con cuatro alas. Sus plumas multicolores se disimulaban bien sobre el fondo tenebroso del bosque y Ryld lo perdió de vista por un segundo. La enorme bestia peluda retrocedió, intentando mirar a Ryld y al pájaro al mismo tiempo.

Cuando el peludo animal estuvo frente a él y bajó fugazmente su guardia, el maestro de armas se lanzó de nuevo al ataque y, una vez más, el pájaro-cosa se interpuso entre ellos, peinando el aire con unas garras como agujas.

Ryld apenas pudo echarse hacia atrás, pero el enorme animal casi se le cayó encima tratando de esquivar al recién llegado. Ryld, que ya había lanzado su mandoble, lo detuvo a mitad del recorrido y cambió rápidamente la dirección del ataque. Estaba a pocos centímetros de cortar en dos al pájaro de rápido vuelo cuando oyó detrás de sí la llamada de Halisstra.

—¡Espera! —gritó ella y Ryld bajó la punta de su espada justo lo suficiente para no cortar el vuelo del pájaro—. Es mío. Yo lo he invocado.

Ryld no tuvo tiempo de preguntarle cómo lo había conseguido. En cambio retrocedió tres grandes zancadas, sin apartar los ojos de la bestia, que ya se había vuelto a poner de pie. El pájaro irrumpió desde la oscuridad y clavó sus garras en la cabeza de la criatura. Al sentirlas aulló de dolor y de sorpresa e intentó clavar sus garras en el pájaro, pero falló.

—¿Qué es eso? —preguntó Ryld, sin mirar a Halisstra, la vista fija en el furioso animal del bosque.

—Es un halcón flecha —respondió Halisstra.

Ryld pudo percibir orgullo y sorpresa en la respuesta, y eso le produjo un escalofrío que le recorrió la columna dorsal.

El animal lo miró fijamente, lanzó un gruñido y se le vino encima. O bien se había olvidado del halcón flecha o bien había renunciado a averiguar si volvía. Ryld se puso en cuclillas, blandió a Tajadora y esperó la carga de la bestia. Mantuvo los hombros relajados y se dijo a sí mismo que la lucha ya había durado bastante. No iba a cometer la tontería de…

… y el halcón flecha silbó sobre su cabeza, esquivando por apenas un centímetro la punta de su pelo blanco cortado al cero.

Ryld agachó la cabeza al paso del pájaro, que volaba con la rapidez de una flecha, y al drow no le resultó difícil entender por qué la criatura había recibido ese nombre. Parecía como si el halcón volase directamente hacia los ojos de la criatura peluda. La mitad de Ryld deseaba que el halcón flecha la matase, pero la otra mitad no quería que lo pusiese en evidencia un pájaro invocado. Al menos no delante de…

También ese pensamiento quedó interrumpido cuando Ryld se oyó carraspear ante la visión del enorme animal terrestre aferrando al halcón flecha en pleno vuelo con una de sus manazas.

El pájaro emitió un graznido ensordecedor, y la criatura peluda lo miró a los ojos mientras lo estrujaba. Ryld no dudó ni por un instante de que el enorme animal fuese capaz de partir en dos con una mano al alargado y esbelto halcón flecha. Apenas medio segundo antes de que eso ocurriese, el halcón movió su larga y emplumada cola y la dirigió hacia la cara del animal. Un chispazo de cegadora luz formó un arco desde la cola del halcón flecha hasta la punta del hocico de la criatura. Ryld cerró los ojos y rechinó los dientes para contrarrestar el dolor. Se produjo un sonoro revoloteo de plumas, otro graznido de furor y un agudísimo gemido que sólo podía provenir de la gran bestia peluda.

Ryld abrió los ojos y tuvo que parpadear para desvanecer la imagen residual del llamativo chispazo púrpura que había salido disparado de la cola del halcón flecha. El animal había soltado al pájaro, al que no se veía por ningún lado. Una voluta de humo salía de la nariz quemada de la bestia, y el hedor de la carne quemada saturó rápidamente el aire estancado de la noche.

Halisstra avanzó hacia Ryld, ambos se miraron y esbozaron una sonrisa mientras el animal se retorcía de dolor.

—No ha estado mal —bromeó el maestro de armas, y Halisstra le respondió con una sonrisa complacida.

—Da gracias a Eilistraee —dijo ella.

Como si la hubiera entendido y no tuviera ni el menor amor a su diosa, el gran animal la miró fijamente, emitió dos o tres feroces gruñidos y se lanzó contra ellos. Ryld extendió una mano para colocar a Halisstra tras la protección de su cuerpo, pero ella ya había desaparecido en la oscuridad. El drow se afianzó sobre sus pies, listo para repeler la carga, y vio cómo el halcón flecha salía de repente de las tinieblas. El pájaro orientó su cola hacia adelante y Ryld, sabiendo lo que venía después, cerró los ojos y levantó un brazo —aferrando con ambas manos la empuñadura de Tajadora— para proteger sus sensibles ojos.

Se produjo un chisporroteo eléctrico, sintió un tenue olor a ozono y de nuevo el aire se cargó de un insoportable hedor a carne quemada. La peluda criatura gruñó agónicamente y Ryld abrió los ojos. Una vez más, el halcón flecha había desaparecido de la vista. Probablemente estaba revoloteando por el bosque, alrededor de los troncos de los árboles, preparándose para hacer otra pasada.

—¡Espera! —gritó una voz femenina, que Ryld pensó en un primer momento que era la de Halisstra.

—No, Feliane —respondió en voz alta Halisstra—. Todo está en orden. Entre Ryld y el…

—¡No! —la interrumpió la drow de la superficie.

Ryld se había dado la vuelta para ver cómo se acercaba Feliane, pero el animal había decidido volver a cargar sobre él. Sin saber exactamente qué era lo que Feliane estaba tratando de evitar, Ryld avanzó en dirección al gran animal. Vio cómo el halcón flecha, resistente y escurridizo, hacía un alto en la nieve. La criatura peluda debía de haberse dado cuenta de por qué se detenía el drow tan de repente, y cuando el halcón descendió para un nuevo ataque con sus garras, la criatura también lo vio.

Sus fauces atraparon al halcón flecha. Se produjo una ruidosa confusión de aleteos, gritos, gruñidos, dentelladas y crujidos, y el halcón cayó sobre la nieve con el cuerpo dividido en dos partes sangrantes.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Feliane, cuya voz sonó mucho más próxima—. ¿Qué estáis haciendo, por el nombre de la diosa?

Con sus mandíbulas coronadas de afilados colmillos de las que chorreaba aún la sangre del halcón, el animal parecía aún más feroz, más peligroso y más rabioso que nunca. Ryld sonrió, blandió su maciza y mágica espada y corrió hacia la bestia.

Detrás de él y entre los arbustos, Halisstra y Feliane hablaban con tono de disputa, pero los sentidos entrenados de Ryld se desentendieron de ello. Eran aliados y el único oponente destacable era la furiosa bestia. Fuera lo que fuese lo que estaban discutiendo, se lo podrían decir más tarde, después de que él hubiera acabado con el robusto y astuto depredador.

La criatura retrocedía a medida que Ryld se acercaba, y el drow blandió a Tajadora a media altura y abrió un profundo tajo en el desprotegido bajo vientre de la bestia. Un chorro de sangre brotó de la herida y rápidamente empapó la piel marrón de los bordes. Ryld atrajo la espada hacia sí y la apuntó hacia adelante, sujetándola con ambas manos, por encima de la cabeza, para lanzar una estocada final que atravesase a la bestia.

El depredador del bosque volvió a demostrar que no sería fácil abatirlo. Antes de que la estocada de Ryld alcanzara su destino, la enorme garra de la bestia lo aferró por el brazo derecho y se hundió entre el espaldarón y el avambrazo para rasgar la piel de la axila de Ryld.

Ryld plegó su brazo derecho, presionando la garra contra el costado de su armadura para evitar que la bestia le arrancase el espaldarón y con él una buena porción de piel y músculo. Eso tuvo el desafortunado efecto de desviar hacia arriba la punta de la gran espada. El animal empujó hacia abajo y su peso bastó para provocar el trastabilleo de Ryld y, finalmente, su caída de espaldas. La punta de Tajadora se desvió del hombro del animal sin llegar a causarle daño alguno. Cuando sintió que se le clavaba la otra garra en el espaldarón izquierdo, Ryld supo que estaba inmovilizado.

La criatura le lanzó un golpe a la cara, pero Ryld aún pudo apartar la cabeza y esquivarlo. Reuniendo todas sus considerables fuerzas, el maestro de armas se impulsó hacia arriba, pero al tener los brazos atrapados sobre la cabeza y la espada totalmente inmovilizada, tenía que valerse de su espalda y de sus hombros para tratar de levantarse del suelo, desplazando al mismo tiempo a aquella criatura de casi cinco metros que debía de pesar casi una tonelada. No fue mucho lo que pudo moverse, pero cuando el animal se dio cuenta de que estaba tratando de empujar hacia arriba, presionó hacia abajo, extendiendo los brazos esos escasos centímetros que Ryld necesitaba para hacer un uso eficaz de su espada. Retorciendo sus muñecas dolorosamente, Ryld consiguió apuntar su espada hacia la barbilla de la bestia.

El animal bajó los oscuros y perezosos ojos y estiró el cuello para esquivar la espada. Ambos estaban inmovilizados y Ryld temió que fueran a permanecer mucho tiempo de aquel modo: la criatura tratando de vencerlo y él tratando de atravesarle la garganta.

—¡Halisstra! —gritó Feliane—. ¡No!

El grito resonó con estridencia, teñido de pánico, y lo suficientemente cercano para que Ryld se diese cuenta de que las dos hembras seguían allí. No estaba solo. Como las hembras no estaban dispuestas a hacerlo, le dejaban a él la parte dura del castigo, pero no querían dejarlo así ¿o querían? A juzgar por el sonido de la voz de Feliane, eso era exactamente lo que ella trataba de hacer.

Ryld redobló sus esfuerzos, pero el animal hizo otro tanto, y eso no ayudaba a dirimir el asunto, hasta que Ryld oyó murmurar a una mujer de una manera extraña, y comprobó que era Halisstra. La criatura se inclinó esos pocos centímetros que Ryld estaba esperando.

La punta de la gran espada infligió un corte en la garganta al animal, y la sangre corrió espada abajo. El animal gruñó, abriendo la boca unos centímetros y permitiendo que la hoja se deslizase mucho más adentro. Un chorro de caliente sangre roja brotó de la herida, luego empezó a salir del cuello del monstruo al ritmo de los rápidos latidos de su corazón: Ryld había atravesado la arteria que buscaba.

Vio cómo Halisstra saltaba hacia la derecha y oyó el roce de una espada al salir de su vaina. Ella había saltado sobre la espalda del animal y lo estaba montando a horcajadas, mientras desenvainaba la Espada de la Medialuna para asestar el golpe de gracia.

Ryld lo celebró retorciendo la punta de Tajadora en la garganta de la criatura, ampliando la hemorragia y provocando un fuerte estremecimiento en todo su cuerpo.

Feliane se acercó a ellos y debió de golpear con fuerza el costado del animal. Halisstra gruñó y el hulk empezó a tambalearse. Ryld aserró su cuello por precaución, desconfiando de que estuviera ya muerto.

A su lado, Feliane pateaba, contrariada, la nieve.

—Para ya —exclamó—. Por el amor de Eilistraee, la Espada de la Medialuna no se concibió para eso.

Ryld dejó que el espasmódico cuerpo rodase lejos de él hasta quedar tendido como un muñeco desmadejado entre la maleza. Haciendo caso omiso del dolor que sentía en el hombro y en el antebrazo, retiró la espada del cuello del animal y se puso de pie. Retrocedió unos pasos antes de poder afirmarse sobre las piernas.

Halisstra y Feliane estaban de pie al lado del animal abatido, y la mano de Feliane apretaba firmemente el brazo de Halisstra que sostenía aún la espada.

—No podía… —dijo Halisstra con voz temblorosa, acompañando cada palabra con un soplo de vaho que se disipaba en el gélido aire—. No podía dejar que lo matase a él.

Ambas hembras se dieron la vuelta para mirar a Ryld, que no pudo hacer otra cosa que encogerse de hombros.

—No hacía más que proteger a sus crías —dijo Feliane.

Miraba a Ryld, pero el maestro de armas tuvo la clara impresión de que estaba hablando para Halisstra. Ryld no lo entendía ¿Qué estaba protegiendo…?

—¿El animal? —preguntó.

—Es un sloth terrestre gigante —informó la eilistraeena, soltando el brazo de Halisstra y apartándose de ella—. Era una sloth terrestre gigante. Son animales raros, sobre todo aquí, en el lejano norte.

—Está bien —dijo Ryld—. Era más fuerte de lo que parece.

—¡Maldita sea! —exclamó Feliane—. Sólo estaba protegiendo a su cría. No teníais que haberla matado.

Halisstra estaba contemplando su espada, cuya hoja centelleaba en la oscuridad.

—¿Por qué —preguntó Ryld— atacaría a un drow armado para proteger a sus crías? Podría haber vivido para alumbrar más.

Feliane abrió la boca para responder, pero no dijo nada. En sus ojos se vio una extraña mirada, tan extraña como jamás recordaba Ryld haberla visto en la cara de ningún drow.

Halisstra bajó la mirada para contemplar a la sloth muerta:

—Ella…

Ryld meneó la cabeza. No entendía nada y estaba empezando a pensar que nunca lo entendería.