5


Cuando Cyprian se puso de pie casi pierde el equilibrio.

—No te preocupes —dijo con voz entrecortada. Agarró a Agnes de la mano y la arrastró por el prado tropezando con las piedras y los restos del quebrado orgullo católico—. No te preocupes —repitió y volvió a toser.

Agnes a duras penas lograba seguirlo. Volvía a ver el instante en el que Cyprian se había desplomado. El terror casi la hizo caer de rodillas y un pensamiento la atravesó; «¡Si está enfermo, no podrá defenderme de esos individuos de allí delante!», pero de inmediato la traspasó otro pensamiento mucho más apremiante: «Sí está enfermo, ¿cómo puedo ayudarle?» A continuación un tercer pensamiento reemplazó a los dos anteriores: «No puede estar enfermo, jamás lo he visto débil, sólo se le ha metido un poco de polvo en la garganta, y eso, junto con el viento frío, sólo debe…»

Los salteadores apostados en el camino los miraban boquiabiertos, Ya no sostenían piedras en las manos; que no hubieran dicho una palabra le pareció a Agnes una señal de inseguridad. Cyprian se cubrió la boca con la mano y volvió a toser, atrayendo la atención de los hombres. Agnes y Cyprian casi se encontraban delante de ellos. Horrorizada, Agnes descubrió que si ella no lo hubiera detenido, Cyprian habría seguido avanzando a trompicones. Oyó sus gemidos y resuellos y vio que procuraba ponerse derecho.

—¿Qué hacéis aquí? —dijo el cabecilla en tono de duda. Tanto él como la mayoría de sus camaradas llevaban capotes cortos con un cordón en el hombro, como solían llevar los estudiantes. Los demás vestían ropas más desgastadas. Los estudiantes eran tal vez uno o dos años mayores que Cyprian y Agnes, los otros eran más jóvenes.

Cyprian no dijo nada. Respirar parecía costarle un esfuerzo. La mirada de Agnes iba de un estudiante a otro y su corazón latía aún más apresuradamente que antes junto al puente.

—¿Llegasteis demasiado tarde para nuestra procesión? —se burló uno—. ¡Cerdos católicos de mierda!

—Dejadnos pasar —dijo Agnes; su voz temblaba.

—Sí, dejadnos pasar —susurró Cyprian.

—¡Ohhhh, por favor, por favor, por favor, dejadnos pasar! —repitió el cabecilla con una sonrisa desagradable—. Primero tenéis que cumplir ciertas condiciones.

—Vosotros no sois quienes para obligarme a cumplir condiciones —dijo Agnes, aferrándose con desesperación al principio de que no había que mostrarse débil frente a los lobos de cuatro patas ni frente a los de dos.

Al mismo tiempo, Cyprian preguntó con voz jadeante:

—¿Qué condiciones?

Gran parte de la respuesta del cabecilla quedó ahogada bajo un nuevo ataque de tos de Cyprian, que se encogió y casi cayó al suelo. Aun así, Agnes comprendió lo siguiente:

—Maldecir al Papa… afirmar que la así llamada Virgen era una puta… que la así llamada Santa Iglesia católica es un montón de mierda… y tú putilla… —Esto último le resultó incomprensible pero los gestos que le dirigía el cabecilla eran tan obscenos que comprendió el significado aunque era de suponer que ignoraba a qué tipo de actividad se referían las groseras palabras. Un escalofrío le recorrió cuerpo.

Cyprian se enderezó con dificultad y les tendió la mano derecha.

—No queremos problemas —dijo en tono débil.

Los salteadores clavaron la vista en la mano de Cyprian. Algunos retrocedieron unos pasos. Cyprian se miró la mano y Agnes se estremeció al ver que estaba ensangrentada. Cyprian ocultó la mano tras la espalda pero todos habían visto, la sangre. Intentó decir algo, pero no pudo.

—¿Es esto todo de lo que sois capaces? —preguntó Agnes y se dio cuenta que se había colocado delante de Cyprian—. ¿Cuánto valor hace falta para amenazar a una mujer y a un enfermo? ¿Qué clase de individuos sois?

—¡Protege a su navajero! —exclamó el cabecilla de los salteadores—. Ten cuidado de que no te vomite en la raja cuando te la lama —y soltó una carcajada, pero los demás no lo imitaron con el mismo entusiasmo.

—Hombre, Ferdl, ¿has visto que tiene la mano ensangrentada? —dijo uno—, quiero decir…

—Déjame hablar con ellos, Agnes —dijo Cyprian. Sin darse la vuelta, ella tendió la mano hacia atrás y lo detuvo. Su miedo ya no podía aumentar más y empezó a convertirse en cólera.

—Desapareced —dijo—. ¡Largaos, chusma! —Había oído las mismas palabras pronunciadas por su madre cuando, una vez más, los criados no cumplían con las exigencias del hogar de los Wiegant; los reprendidos jamás se habían rebelado.

—¡Ahora sé de dónde conozco a esta guarra! —gritó uno de los muchachos pobremente vestidos—. Ya me lo parecía…

—¿Qué quieres decir, imbécil? —preguntó el cabecilla.

—Mi madre trabajó en su casa cuando yo era un niño —barbotó el muchacho—. En la casa de sus padres, quiero decir. ¡Su madre despidió a la mía! ¡Son condenados cerdos católicos, Ferdl, los peores de todos! Mi madre sólo fue despedida porque la mala pécora de su madre —dijo, señalando a Agnes con la cara crispada por el odio— descubrió que la mía había asistido a un sermón protestante.

—¿Acaso eras un bastardo Católico? —preguntó otro.

—Mi madre y yo somos conversos, ¡así que no me pongas nervioso, estúpido! Ocupaos de la guarra, no de mí.

El cabecilla contempló a Agnes. Ella le devolvió la mirada con los dientes apretados y, cuando los ojos del malhechor le recorrieron el cuerpo, tuvo que tragar saliva: era como si la recorriera una lengua ancha y viscosa.

—Eso huele a indemnización —dijo él—. Mi amigo es pobre desde que tu madre despidió a su madre. Las mujeres no les hacen caso a los pobres. Propongo que en compensación, dejes que te manosee un poco.

—¿Acaso no somos todos pobres? —dijo otro. Los demás rieron. Parecían haber olvidado a Cyprian.

—A eso iba —dijo el cabecilla y se giró para guiñarle un ojo a sus compinches.

Cyprian apartó a Agnes y dio un paso hacia delante.

—¡Ya basta! —exclamó—. Largaos de una buena vez, de lo contrario… —De repente soltó un grito, cayó de rodillas y se llevó una mano a la axila.

—¡Maldita sea, cómo duele! —gritó, cayó de lado y, ante la mirada aterrada de Agnes, empezó a retorcerse y gemir—: ¡El bubón ha reventado, hijos de puta! Santo Cielo, ¡cómo duele! ¡Id a buscar un médico, maldito sea Dios, id a buscar un médico, no aguanto más! ¡El bubón, el maldito bubón!

El cabecilla de los salteadores empujó a sus hombres hacia atrás. Estaba pálido.

—Joder, el cerdo está apestado —susurró uno.

El primer salteador se giró y echó a correr sin decir palabra. El cabecilla boqueaba. Una imagen de Cyprian agonizando, gritando de dolor y retorciéndose en el lecho surgió ante los ojos de Agnes. Se le aparecieron imágenes de Cyprian muerto tirado en un carro, cubierto de cal, imágenes de un cadáver arrojado a un foso lleno de apestados, una imagen de sí misma asomada a la Kärntner Strasse desde la ventana de su casa, sabiendo que nunca volvería a ver la figura robusta de su amigo cruzando la calle con su habitual expresión curiosa, atenta y un poco irónica, que nunca más volvería a sentir el suave roce en el hombro cuando de repente aparecía a sus espaldas en medio de la multitud y hacía un comentario en voz baja que la hacía reír; sabía que no volvería a sentir esa curiosa sensación al notar que la miraba de soslayo; comprendió que siempre había valorado sus sentimientos por Cyprian de manera equivocada y que había menospreciado totalmente los de él.

«¡HUYE!», gritó su espíritu de supervivencia.

«Quédate», dijo su corazón.

Las emociones contradictorias la paralizaron. El grito del salteador resonaba en sus oídos: «¡La peste! ¡La peste! ¡LA PESTE!»

«¡ESTÁ PERDIDO! ¡CORRE LO MÁS RÁPIDO QUE PUEDAS!»

«¡Quédate!»

Ambas voces imaginarias eran igual de poderosas. Agnes clavó la vista en la figura que gemía; jamás pensó que vería a Cyprian en semejante estado.

—¡Maldito hijo de puta! —gritó el cabecilla y se giró con violencia. Los demás echaron a correr.

De pronto Agnes eligió con el corazón. Cayó de rodillas junto a Cyprian; éste se había vuelto boca abajo y se encogía.

—¡Alto! —gritó el muchacho cuya madre fue despedida del hogar de los Wiegant—. ¡Es un truco!

—¡Me cago en el truco! —rugió el cabecilla que ya se había alejado considerablemente.

Cyprian gimió y Agnes le apoyó una mano en el hombro. El muchacho que no se había marchado soltó una maldición, se acercó a Agnes, la agarró del pelo y la apartó de Cyprian. Agnes gritó y cayó al suelo con los ojos llenos de lágrimas. El muchacho siguió tirándole de los cabellos.

—¡Es un truco! —aulló—. También conozco a este individuo. Vive enfrente de ella. —La calle estaba vacía. Además del dolor en el cráneo, Agnes percibía la rabia y el desconcierto de su torturador. Era como si sus compinches nunca hubieran estado allí. En algún lugar resonaban pasos acelerados.

—¡El cerdo está lleno de trucos, maldita sea!

—Llevas razón, amiguito —dijo la voz sonora de Cyprian.

Agnes abrió los ojos. Cyprian estaba de pie junto a ellos, sonriendo como siempre. Le lanzó una mirada al muchacho que la aferraba del pelo.

—¡Lo sabía! —gritó éste—. ¡Pero esta vez has calculado mal, hijo de puta! ¡Te mataré!

Cyprian le pegó un puñetazo en pleno rostro y algo crujió y se quebró. La mano que la aferraba de los cabellos se abrió. El muchacho soltó un aullido. Cyprian le propinó otro puñetazo y pareció golpear contra algo húmedo. Apartó a Agnes y el salteador soltó un aullido todavía más sonoro. Agnes se volvió. El muchacho se había tambaleado hacia atrás, cubriéndose la cara. La sangre brotaba entre sus dedos y goteaba en el suelo.

—¡Maldito cerdo! —graznó y alzó los brazos: la parte inferior de su rostro estaba bañada en sangre, la nariz se había vuelto de un color violáceo y estaba aplastada, y dio un extraño brinco levantando el pie; Cyprian le pegó otro puñetazo en la mandíbula, le agarró el pie con las dos manos, y se lo retorció.

El muchacho cayó al suelo, gritando de rabia y dolor, y revolcándose en medio de una nube de polvo. Después logró levantarse, se llevó la mano al cinturón y sacó un cuchillo. Cyprian le golpeó la muñeca, el cuchillo salió volando y el otro puño de Cyprian se hundió en el estómago de su adversario, que cayó al suelo y se encogió.

—Acabaré… contigo… —gimoteó, tratando de agarrar una piedra y de ponerse de pie. El aire silbaba a través de la nariz quebrada.

—Pues ahora se acabó —dijo Cyprian, cerró los puños y asestó un tremendo golpe en la sien de su adversario. Éste se desplomó, se giró de espaldas y soltó un gemido; estaba medio desmayado. Sus piernas se agitaron pero ya no trató de seguir luchando, Cyprian sacudió la cabeza y se volvió hacia Agnes.

—¿Te encuentras bien? —preguntó—. Por desgracia no he podido evitar que te agarrara de los cabellos…

—Creí que la peste acababa contigo —dijo Agnes. Fue lo primero que se le ocurrió.

—Lo siento. Se trataba de que ellos lo creyeran. No he podido advertirte, lo siento.

—Creí que agonizabas —dijo ella, tratando de no llorar.

—Lo siento —dijo él por tercera vez.

Agnes se echó a llorar.

—Creí… —balbuceó— y de repente supe… ¡y me dolió muchísimo!

—Chitón —dijo Cyprian acercándose un paso a ella; luego se detuvo—. No quiero asustarte, pero no habría logrado acabar con todos ellos juntos.

—Tu mano… el esputo sanguinolento…

Cyprian se miró la mano. Los nudillos estaban en carne viva. Giró la mano con la palma hacia arriba.

—Cuando caí de rodillas por primera vez, restregué la mano contra una piedra ensangrentada. Al toser, sólo tuve que escupir en la mano y el esputo pareció auténtico. —Se limpió la mano en el pantalón y examinó sus nudillos—. Esto es de verdad —dijo, y se chupó los nudillos.

—Maldita sea, Cyprian, pedazo de idiota —le espetó ella—. ¿Cómo has podido hacerme creer que estabas a punto de morir? ¡Eso no se hace, no entre amigos!

Cyprian se encogió de hombros y dejó de chuparse los nudillos. Agnes se acercó a él; en su interior se arremolinaban el alivio, la alegría, la rabia y el miedo soportado. Sabía que sólo existía un modo de superarlo: tocar a Cyprian. Agarró su mano herida y la examinó.

—¡Dios mío, qué mal aspecto tiene! —sollozó y después se dejó caer en brazos dé Cyprian, que la apretó contra su pecho y la acunó.

Mientras la joven le empapaba el jubón de lágrimas, él le acarició el cabello hasta que se tranquilizó. Por fin Agnes alzó la mirada y contempló sus ojos brillantes, su rostro ancho y juvenil bajo los cabellos cortos, las muescas en las comisuras de sus labios y entonces sintió que todo estaría bien mientras ese rostro se inclinara sobre ella y mientras esos brazos la sostuvieran.

—¿Por qué corriste hacia aquí? —preguntó él.

Al recordar las frías palabras del hombre en la sala de su casa y las respuestas de su padre, una tenaza de hielo le apretó el corazón que poco antes brincaba de alegría. Percibió las manos de Cyprian, su olor a polvo de la calle y a sudor, y trató de decirle que en realidad era una bastarda y su vida una mentira, y que había huido ante la revelación de algo que siempre había sospechado, y que no fue tanto la sorpresa lo que la impulsó a huir como la confirmación de lo que había temido en el fondo de su alma. Pero su corazón se adelantó a sus pensamientos y exclamó:

—¡Dios mío, Cyprian, mi padre quiere casarme!