7
—¿Sabías que no era su hija?
—No —dijo Niklas—. No podía imaginarme lo que significaría para una madre el que uno le propusiera quedarse con su hija: «Considerad que puedo cuidar de ella mejor que vos, querida mía».
Niklas sacudió la cabeza.
—Me alegro de que al menos no cometí ese pecado.
—Y al final te dijo que la niña era la única superviviente de una masacre de refugiados hugonotes franceses cometida por un monje enloquecido.
—Sí —contestó Niklas tras hacer una pausa.
Que no le preguntara cómo lo sabía demostraba la opinión que le merecía Cyprian y éste recordó lo que Niklas le dijo cuando lo echó de su casa: «Me caes bien», y se tragó la cólera que volvía a surgir en él. «No estaríamos aquí, ante el cadáver de la amada de un hombre que ha demostrado ser un amigo fiel, si tú no te hubieras aferrado tan tercamente a tus planes de casarla con Sebastian», pensó con amargura. Pero darle rienda suelta a su cólera no tenía ningún sentido. Cyprian había empezado a formular respuestas a la mayoría de las preguntas, pero no a la más importante: ¿dónde estaba Agnes?
—No me dio más detalles; sólo me dijo que sería mejor que no supiera quién era y que debía prometerle que la niña jamás entraría en contacto con los círculos eclesiásticos. Intenté encontrar una explicación y llegué a la conclusión siguiente: la niña era de origen hugonote y nadie debía enterarse jamás de que hubo una masacre. Los católicos y los protestantes de Bohemia se habrían atacado mutuamente, sumiendo toda la comarca en una guerra civil —dijo Niklas, apretando los puños—. Me resultaba totalmente indiferente que Agnes fuera la hija de un porquero nacida en medio de la mugre o la del rey de Francia. Pero tenía claro que un grupo de mujeres hugonotas que lograron llegar hasta Bohemia no podía haber estado formado por un montón de indigentes. Supuse que sería aún peor si se supiera que unas aristócratas francesas habían sido asesinadas durante su huida a Bohemia. ¡Hugonotas! Cuando una mitad de la aristocracia bohemia es protestante y la otra católica. ¡La política y la fe! Prometí mantener a Agnes alejada de ambas.
«Y por eso quisiste mantenerla alejada de mí —pensó Cyprian—. Porque soy el confidente de mi tío y porque en este mundo no hay nadie en quien la política y la fe católica estén más unidas».
—Agnes podría haber muerto —dijo, sacudiendo la cabeza—. En cambio el monje a quien le encargaron que la asesinara, la salvó. —«Hermano Tomá», pensó. «¿Aún yaces en el antiguo calabozo bajo las ruinas de Podlaschitz y te pudres vivo, porque tu humanidad era tan grande que, entre dos pecados, optaste por el peor: el de desobedecer a tu fe? Le salvaste la vida a la persona que amo».
—En Praga resultó sencillo arreglarlo todo. Deposité a Agnes en una casa de expósitos no administrada por ninguna de las parroquias, hice una importante donación para que la cuidaran como es debido, organicé el viaje de regreso a Viena y fui a buscarla el día de la partida. Había contratado a dos nodrizas y una cocinera para proporcionarle la mejor oportunidad de sobrevivir durante el viaje. A partir de entonces, hice una donación a la casa de expósitos cada vez que viajaba a Praga. Lo consideré como un seguro. Si Dios sabía que yo seguía agradeciéndole el regalo que había recibido, entonces Él no le haría daño a Agnes…, no… —Niklas enmudeció.
—¿Dónde está Agnes ahora? Si lo sabes, dímelo, Niklas. ¡Su vida corre peligro!
Niklas parpadeó y se volvió hacia Andrej, que limpiaba los restos de hollín y ceniza del rostro de Yolanta. El niño que reposaba en su regazo lloriqueaba. Niklas sintió una profunda lástima. Cyprian notó que Theresia también observaba la escena y juraría que, si ella también hubiera escuchado la historia de Niklas, no habría captado todos los detalles. Niklas inició una segunda confesión.
—Tú tampoco crees que Agnes… que esté aquí… —Cyprian negó con la cabeza; ambos hombres albergaban la misma esperanza: que lo que más amaban en este mundo no estuviera enterrado allí, bajo toneladas de escombros.
—Yolanta murió porque la tomaron por Agnes, porque estaba en su habitación. Quizás Andrej sepa por qué. Pero lo más importante es que los autores del delito no sólo querían acabar con ella sino con todos vosotros e impedir que quedara cualquier indicio de que se trataba de un asesinato. Por eso incendiaron la casa. Escúchame, Niklas, da igual cómo encaja toda esta historia: las personas contra las que te advirtió la cuidadora de Agnes os han encontrado. ¡Es la única explicación posible!
—¿Ahora? ¿Después de todos estos años? ¿Qué importancia podría tener un grupo de francesas muertas y sus hijos?
«Ésa es precisamente la pregunta —pensó Cyprian—. Y la única respuesta que se me ocurre la formuló el obispo de Wiener Neustadt, mi venerable tío Melchior Khlesl: la Biblia del Diablo, querido mío. El legado de Satanás».
El rastro del Códice conducía a Podlaschitz. La conexión era tan evidente que brillaba en la oscuridad, pero no dejaba de resultar incomprensible.
«Y Agnes tampoco es la única superviviente —pensó, contemplando a Andrej, acurrucado junto a Yolanta—. ¿Por qué no lo persiguen a él? ¿Porque nadie sabe que existe?»
De repente se sintió tan inquieto que su agotamiento desapareció como por arte de magia. Bajó del montón de escombros dejando a Niklas Wiegant a sus espaldas. Éste seguía removiendo los cascotes, como si esperara que esos restos ennegrecidos le proporcionaran algo que le diera esperanza.
Antes de que llegara junto a Andrej, Theresia se le adelantó, señalando el bulto que reposaba en el regazo del joven.
—Esto es intolerable —dijo—. Dadme el niño, necesita una nodriza cuanto antes. Yo le conseguiré una.
Andrej la miró y se encogió de hombros sin saber qué hacer. Theresia resopló, se agachó y recogió el bulto. Andrej la siguió con la mirada.
—No le haré daño —dijo ella en tono seco—. ¿Cómo se llama?
—Wenzel —susurró Andrej—. Wenzel von Langenfels.
Theresia apartó la manta para que el niño pudiera respirar y se dirigió hacia el grupo de vecinos que celebraban el fin del incendio. Pasó junto a Niklas, sentado encima de las ruinas de su casa. Theresia titubeó unos instantes con el niño en brazos. Ambos intercambiaron una mirada. Los ojos de Niklas se llenaron de lágrimas y esbozó una tímida sonrisa.
Cyprian se arrodilló junto a Andrej.
—La vida es una mierda —dijo.
Andrej asintió.
—Yo tengo la culpa —musitó—. Yo le aconsejé que fuera a casa de Agnes y la pusiera en guardia.
—¿Contra qué?
—Contra el padre Xavier.
Cyprian oyó la voz del cardenal Facchinetti desde más allá de la tumba. «El padre Xavier Espinosa. El dominico. Dispone de libertad para hacer lo que quiera».
—Escúchame, Andrej —dijo—. Si tu historia y la de Yolanta y de Agnes fuera un lago y me preguntaras cuánto he comprendido, te diría que dos gotas y media. Pero ahora eso da igual. Yolanta murió en lugar de Agnes y Agnes ha desaparecido. Si no quieres que el sacrificio de Yolanta resulte inútil, ayúdame a encontrar a Agnes.
Andrej se secó las lágrimas, pero siguió llorando.
—Déjame en paz —sollozó.
—Me encantaría. Tú perdiste a la mujer que significaba todo para ti. Pero hay una mujer que significa todo para mí y sólo sé que corre un gran peligro. Tu amor no recobrará la vida, aunque el mío muera.
—¡Cállate! —gritó Andrej—. ¿Pretendes hurgar en mi herida?
—No. Quiero que me ayudes.
—¡Vete! Si no fuera por ti… y por Agnes, Yolanta aún estaría viva.
—Entonces ayúdame a darle sentido a su muerte.
—¡Su muerte nunca tendrá sentido! —gritó Andrej—. ¿Qué sentido tiene que la gente muera aunque haya otra vida a su alcance? ¿Qué sentido tiene que muera una persona que lo significa todo para otra? ¡La muerte no tiene sentido, sólo supone el condenado fin de la vida para los que han muerto, al igual que para los que han dejado atrás! —exclamó, poniéndose de pie y agarrando a Cyprian del cuello—. ¡Desaparece, Cyprian Khlesl! ¡Ojalá nunca te hubiera visto! ¡Desaparece, déjame en paz y al menos ten la decencia de respetar mi dolor!
Cyprian lo dejó hacer. La pena duplicaba la fuerza del joven delgado y Cyprian retrocedió tropezando. Las voces y las risas junto a la hoguera enmudecieron. Algunos rostros se volvieron hacia ellos, después las conversaciones prosiguieron en un tono más bajo.
Cyprian no sabía qué más decirle. Quería echar a correr en cualquier dirección y llamar a Agnes, pero sabía que sería un grave error. Entonces una mano lo agarró del brazo.
—No puede ayudarte —dijo Niklas Wiegant—. Y lo comprendo. ¿Qué puede importarle Agnes? Pero a lo mejor nos pueden ayudar los guardias. —Señaló un grupo de tres guardias que rodeaban a un cuarto sentado en el suelo. Cyprian reconoció al capitán de la guardia nocturna, que volvía a pasarle el relevo al de la guardia diurna.
—¿Por qué? —gruñó Cyprian.
—Porque han atrapado al incendiario.
* * *
—No, no, no, Vuestra Excelencia, no he hecho nada. —El hombre hablaba en tono tranquilo, pero como no dejaba de sacudir la cabeza Cyprian notó que estaba a punto de perder los nervios.
—¿Qué ha dicho? —le preguntó a uno de los dos capitanes.
—Que es inocente.
—¿Dónde lo encontrasteis?
—Estaba merodeando delante de una de las puertas. Es un completo idiota. Si nos hubiera ayudado a apagar el incendio, no habría llamado la atención de nadie. Pero no lo hizo, y además lleva esa cosa… —El capitán sostenía la venda embadurnada con un líquido rojo y que parecía pertenecer a un ciego inválido. La mirada del prisionero se desplazó entre Cyprian y el capitán.
—Una solución más sencilla que cortarse un pie —dijo Cyprian—. ¿Podéis traducirme sus palabras?
El capitán asintió con la cabeza, indicó al prisionero con el mentón y los demás lo obligaron a ponerse de pie. Cyprian vio su respiración agitada y su terror.
—¿Le prendiste fuego a la casa?
El capitán tradujo sus palabras.
—No. Literalmente: jamás en la vida, Vuestra Excelencia, no he sido yo. Soy un pobre cie…
—¿Qué ha dicho?
—Se ha interrumpido a media explicación.
—¿Le creéis?
El capitán contempló a Cyprian; por fin se encogió de hombros.
—Ha respondido sin pensárselo demasiado —dijo, se giró y asestó un puñetazo en el estómago del prisionero. Cuando éste se encogió con los ojos desorbitados, le golpeó con el puño en la cabeza. El hombre cayó de rodillas soltando un gruñido. La vista se le nubló pero los guardias volvieron a enderezarlo. Cyprian agarró al capitán del brazo.
—Nada de falsa moderación —siseó el capitán—. Si por él fuera, se podría haber quemado media ciudad.
El prisionero graznó y lloriqueó esforzándose por permanecer en pie. Cyprian lo agarró de los cabellos y le levantó la cabeza. El hombre gimió y entornó los ojos.
—Hay dos posibilidades —dijo Cyprian—. O te adjudican el incendio y te asarán vivo o bien me dices lo que has visto.
El hombre bizqueó. Los labios le temblaban.
—Me comprendes, ¿verdad? Alguien como tú siempre comprende todas las lenguas.
El puño del capitán pasó raudo junto a Cyprian y a éste se le escurrieron entre los dedos los cabellos del prisionero, cuya cabeza se ladeó violentamente. Las rodillas de éste sé le doblaron y cayó sentado. El capitán se frotó los nudillos.
—Si le aflojamos unos cuantos dientes más, tal vez logremos que abra la boca —gruñó.
Cyprian se acuclilló junto al hombre que se palpaba los labios, gimiendo. El lesionado se sacó el dedo de la boca y escupió un hilillo de sangre y saliva.
—¿Para quién trabajas? —preguntó Cyprian. El hombre lo miró fijamente—. Espiaste la casa, ¿verdad? ¿Para quién trabajas?
—¿Espiar? —dijo el capitán y se dispuso a propinarle una patada. El prisionero soltó un lamento y se apartó. Cyprian se interpuso entre él y el capitán.
—¿Para el padre Xavier? —aventuró Cyprian.
El prisionero se quedó de piedra.
—Padre cabronazo Xavier —dijo con un deje duro, en un tono cargado de odio—. Yo para padre cabronazo Xavier. Todo mierda. ¿Comprendes?
—No comprendo nada —dijo Cyprian—. Explícamelo.
El hombre negó con la cabeza.
—Dejad que se lo pregunte yo —dijo el capitán.
Cyprian no se movió; el capitán soltó un bufido de desprecio. Cyprian se volvió, le quitó la venda al capitán y la arrojó al regazo del prisionero. Este trató de no mirarla.
—Esos acabarán contigo —dijo Cyprian, señalando a los guardias—. Te adjudicarán el incendio, el asesinato de Yolanta y la mendicidad con engaños. Tu muerte supondrá el infierno, porque el purgatorio no puede ser peor que la muerte que te espera. ¿Acaso el padre Xavier resulta más temible que eso?
Cyprian vio la respuesta reflejada en los ojos del prisionero: «Sí». Pero el hombre tragó saliva.
—Ya basta —dijo el capitán en tono servicial—. Muchachos, dadme un cuchillo. Uno poco afilado.
—¡Sólo hablo contigo! —jadeó el hombre y le lanzó una mirada suplicante a Cyprian—. ¡Sólo contigo!
—Soy todo oídos.
—Yo seguirla —susurró el hombre señalando el cuerpo inmóvil de Yolanta—. Yo seguir, porque padre Xavier decir. Ella venir aquí. Yo seguir. Ella ir a casa.
—¿Por qué quería el dominico que la siguieras?
El hombre señaló a Andrej.
—Él —dijo.
—¿Por Andrej?
—¿Qué saber yo? No decirme nada. Sólo: haz esto, haz lo otro.
—De acuerdo. ¿Y después qué pasó?
—Yo esperar. Mujer salir de casa…, otra. Irse. Yo esperar. Entonces venir… —dijo, alzando dos dedos—. ¿Dos?
—Dos recién llegados. ¿Hombres o mujeres?
El hombre indicó una altura mayor y una menor.
—Uno pequeño y uno grande, sí. ¿Una mujer y un hombre?
El hombre negó con la cabeza, buscando las palabras y suspirando. Después alzó las manos simulando taparse la cabeza y las plegó, como si rezara.
—¿Capuchas? ¿Piadosos? ¿Rezar? ¡Monjes!
El prisionero hizo un gesto afirmativo.
—Ellos entrar. Mucho tiempo no pasar nada. Después vuelven a salir. El más grande cargar con el más pequeño. Pequeño está… —El prisionero hizo una pantomima convincente de un hombre medio muerto colgando de los brazos de otro—. Después… agua —indicó la fuente, cerró los puños y los agitó.
—¿Rompieron la jaula de la fuente?
—Sí. Y después hacer… —Otra pantomima: alguien tratando de abrir una puerta.
—Atascaron la puerta —dijo Cyprian—. Sí, lo sé.
—Después… irse.
Cyprian asintió lentamente.
—¿No le creeréis, verdad? —preguntó el capitán.
Cyprian lo llevó a un lado.
—¿Un cuento tan abstruso? No le hubiera creído ninguno que fuera más sencillo y lógico. Además sé que ese dominico del que habló existe de verdad.
El capitán gruñó unas palabras.
—Puede que los acontecimientos se hayan desarrollado de un modo muy diferente —dijo Cyprian—. Puede que los monjes raptaran a Agnes y que Yolanta quisiera impedirlo. Él sólo vio dos figuras, pero una de ellas podría haber sido Agnes y tal vez el segundo monje se escabullera por otra parte.
Recordó la pantomima y el desconcierto hizo que hablara con voz entrecortada.
—No, él ha dicho que ella abandonó la casa antes. ¿La habrán atrapado y dejado maniatada en alguna parte? Pero en ese caso, ¿por qué mataron a Yolanta? Sea como fuere, es una pista. Os agradezco vuestra ayuda. El sistema del «Inquisidor bueno» «Inquisidor malo» siempre funciona.
—¿Eh? —preguntó el capitán.
—¿Podéis detenerlo? Quizá lo vuelva a necesitar.
—Lo meteremos en el calabozo de todas maneras —dijo el capitán—. No es necesario que nos lo mandéis.
—Quizá quiera hacerle más preguntas; no acabéis con él.
El capitán le lanzó una mirada y Cyprian notó que empezaba a perder su simpatía.
—Los monjes —dijo, dirigiéndose al prisionero—, ¿se destacaban por algo en especial, además de la diferencia de estatura?
Tras unos momentos, el prisionero restregó las palmas de las manos en el suelo y después se las mostró: estaban negras de hollín y de mugre.
—¿Hábitos negros? —Entonces recordó la figura desharrapada encima del muro en ruinas de Podlaschitz, que no había sido un monje pero que había encontrado un hábito viejo y desgastado con el cual se había vestido.
—¿Los monjes llevaban hábitos negros?
El prisionero asintió y Cyprian se apartó.
Andrej estaba ante él, contemplando al prisionero con ojos desorbitados. Cyprian recordó la conversación mantenida con él ante las murallas de Podlaschitz. Era como si las imágenes proyectadas por esa conversación se reflejaran en los ojos de Andrej: sombras huyendo presas del pánico, un monje negro con las manos manchadas de sangre, un hacha blandida.
—Monjes de hábitos negros —dijo en voz baja—. Tienen a tus padres y a diez inocentes mujeres y niños sobre su conciencia, asesinaron a Yolanta, casi incendian toda la ciudad y son la única pista que conduce hasta Agnes. El círculo se cierra, Andrej.
Andrej alzó una mano de la que colgaba algo que parecía una moneda.
—Es la segunda vez que encuentro algo semejante —musitó—. La primera vez cayó a mis pies cuando un hombre se desplomó, muerto, ante mi vista. Esta vez se lo quité de la mano a una mujer muerta. Debe de habérsela arrancado a uno de esos individuos.
Cyprian clavó la mirada en el medallón que giraba lentamente con un brillo apagado.
—El sello de una hermandad —dijo.
—Iré contigo —dijo Andrej.