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El prior Martin habría sido el primero en pisar el patio del convento si no se hubiera detenido junto al monje muerto que yacía delante de la entrada. Mientras se inclinaba hacia el bulto negro que formaba el hábito tirado en el suelo de piedra, los dos novicios que lo habían acompañado desde Braunau pasaron corriendo a su lado en dirección al patio. Martin agarró del hombro a la figura encogida, la giró y se sobresaltó: en vez de un rostro, sólo vio una herida. El cráneo estaba partido por la mitad. El prior reprimió un quejido y se le revolvieron las tripas. La cabeza del cadáver rodó a un lado y cayó sobre su pie antes de que pudiera retirarlo. Durante unos segundos, permaneció como clavado en el suelo; el espantoso tumulto exterior casi había enmudecido; habían tardado varios minutos en oírlo entre el chisporroteo del granizo y la violenta discusión mantenida en la sala capitular. Después transcurrieron varios minutos más en los que todos intercambiaron miradas, fijas y desconcertadas, hasta que Martin salió apresuradamente de la sala, seguido por los novicios. Lanzando un gemido, Martin retiró el pie de debajo de la cabeza del muerto y se estremeció cuando ésta siguió rodando por el suelo, desparramando sangre, fragmentos de hueso y dientes. El prior avanzó a lo largo de la pared, rodeó al muerto y casi no se percató de que movía los labios como si rezara. Cuando hubo dejado atrás el cadáver, recogió su hábito y siguió corriendo.

Una vez fuera chocó contra un muro de hábitos negros, de manos que intentaban detenerlo, pero él se abrió paso entre los custodios. Eran cinco, el muerto tirado en el pasillo era el sexto, y el séptimo…

Cuando comprendió que el séptimo custodio era el que había provocado el baño de sangre, la imagen del robusto novicio —a quien todos llamaban Buh y que ahora estaba arrodillado y vomitaba, mientras el enjuto novicio llamado Pavel permanecía de pie a su lado, su rostro convertido en una máscara del horror— se desvaneció ante sus ojos al igual que el campo de batalla cubierto de cuerpos despedazados. Era como si cayera en un precipicio; el granizo le azotó el rostro y Martin se secó la cara. En ese momento el séptimo custodio se encontraba casi en el otro extremo del patio del convento; arrancó un hacha de un cuerpo que yacía a sus pies, la elevó por encima de la cabeza y corrió hacia la puerta del patio lanzando un alarido. Martin estaba convencido de que trataba de salir del convento… y que cuando lo lograra y alcanzara el pueblo allende los campos, la masacre empezaría de verdad. El prior se dio la vuelta.

Los cinco custodios se apretujaban unos contra otros. El rostro de aquellos que se habían retirado la capucha de la cabeza reflejaba el espanto que también paralizaba al joven Pavel. El custodio armado con la ballesta había levantado el arma y apuntaba; el proyectil seguía la loca carrera del demente que blandía el hacha. Martin comprendió inmediatamente que la flecha llevaba apuntando al desquiciado desde que los custodios que lo perseguían llegaron al patio, y que sólo el concepto de su propia intangibilidad —que les metían en la cabeza a martillazos— había impedido que disparara la ballesta, lo que hubiera puesto fin a la matanza. Martin soltó un gemido horrorizado. ¿Cómo pudo haber ocurrido tamaña tragedia tras todos esos años en los que los custodios habían demostrado su valor como guardianes de la cristiandad? Pero sabía perfectamente cómo pudo ocurrir: en todo ese tiempo, nadie había ordenado jamás a un custodio que matara a un hombre. Él, el prior Martin, sería el primero. El ballestero mantenía los ojos muy abiertos mientras el granizo le golpeaba la cara.

—¡Dispara! —gritó Martin.

El ballestero parpadeó y clavó la vista en el prior; la expresión de su mirada impresionó a Martin: el hombre sabía que destruiría otra alma y sabía que no tenía elección. El enajenado casi había alcanzado la puerta y blandía el hacha.

—¡Dispara!

La ballesta se disparó con un ruido seco. Martin giró la cabeza. El proyectil ya había alcanzado la meta antes de que pudiera enfocar la mirada. El perturbado cayó al suelo. Durante un instante, Martin creyó ver a un niño en el lugar hacia el cual había corrido el demente, pero cuando parpadeó el chiquillo había desaparecido. Era imposible ver con claridad en medio de la granizada. Al pensar que quizás había visto el alma del muerto antes de que emprendiera su camino, un escalofrío le recorrió la espalda. Se estremeció y se persignó. Y después se volvió lentamente.

El ballestero aún mantenía alzada su arma, sin dejar de parpadear; cuando Martin levantó la mano y depuso la ballesta, el monje parpadeó aún más y los ojos se le llenaron de lágrimas. La tormenta de granizo acabó tan abruptamente como había empezado. El silencio posterior parecía surgir del encharcado suelo del convento. Martin percibió las miradas de Pavel y de los custodios. El olor a frío y tierra mojada se mezclaba con el de la sangre fresca. Martin sabía que debía hacer algo si quería evitar que la institución de los custodios acabara en ese momento, pero tenía la impresión de que la orden que impartió supuso atravesar un precipicio del que era imposible regresar. Algo en su interior gritó espantado: «¡Ayúdame, Señor, sólo lo hice por Ti y para proteger a las personas!»

—¡Custodios! —gritó. Los cinco hombres envueltos en sus negros hábitos de monje se sobresaltaron—. ¡Custodios! ¿Cuál es vuestra tarea?

Los custodios lo miraron, moviendo los labios en silencio.

—¡Exacto! —gritó Martin—. Y en cambio, ¿qué hacéis?

El monje de la ballesta intentó decir algo. Señaló el campo de batalla.

—¿Para qué habéis sido elegidos?

El ballestero balbuceó unas palabras.

—Vuestra tarea consiste en proteger a la cristiandad. A éstos ya no podéis protegerlos, ¡están muertos! Dos de vuestros hermanos también han muerto. Vuestra comunidad se ha roto, la muralla protectora está destruida, desde aquí la perdición puede infiltrarse en el mundo. ¡Volved a vuestra tarea! ¡Recordad vuestro juramento!

Poco a poco, en los ojos vidriosos de los hombres apareció algo similar a una chispa de vida. Intercambiaron una mirada y después volvieron la vista hacia Martin.

—Que el Señor os cuide y os proteja —susurró el prior.

Todos regresaron al convento en silencio. Uno tras otro se confundieron con la oscuridad en el interior del edificio, una oscuridad que parecía aún mayor en cuanto el sol se asomó entre las nubes y la luz empezó a relumbrar. Una vez que los ojos de Martin se acostumbraron a la oscuridad, vio al hermano Tomá al otro lado del umbral. Su rostro surcado de arrugas estaba vuelto hacia él y Martin comprendió que observaba la escena de la masacre como si él fuera el responsable. «Y de algún modo lo soy —pensó—. Todas esas mujeres y niños fueron asesinados por un orate, pero cuando me encuentre ante el juez supremo, seré yo quien cargue con el peso de sus almas». Luchó contra el terror que amenazaba con invadirlo y procuró que nadie lo notara. El rostro de Tomá era como un hueso tallado, viejo y oscuro. Vio que el anciano monje movía los labios y, aunque no oía sus palabras, sabía que decía: «Su sangre se derrama sobre vos, padre Superior».

Martin se alejó tropezando, salió al patio y pasó junto a la primera víctima. Tragó saliva, procuró no ver el rostro destrozado y dirigió la mirada al bulto formado por el oscuro hábito tendido junto a la puerta. Los charcos de agua brillaban al sol, los de sangre eran opacos, como la tierra vejada. El hacha del custodio brillaba; el chaparrón había limpiado la hoja de sangre y era como si nunca hubiera sido utilizada. Martin la miró fijamente y se descubrió a sí mismo rezando, rogando que todo hubiera sido un espejismo, pero ni siquiera tuvo que darse la vuelta para saber que su esperanza era vana. Recordó la imagen del niño que creyó ver, ese que apareció en el punto donde el enloquecido monje se desplomó. El monje tenía los ojos abiertos y parecía mirar hacia donde Martin creyó ver al niño. Quiso agacharse para cerrar los ojos del muerto, pero las fuerzas le fallaron. Tenía un nudo en la garganta que amenazaba con asfixiarlo.

—Que Cristo se apiade de ti —murmuró.

—Que el Señor se apiade de todos nosotros —dijo alguien en voz baja: el hermano Tomá estaba a su lado con la vista clavada en el muerto—. Realizamos la obra del diablo —dijo el anciano.

—No, protegemos al mundo de ella.

—¿Llamáis a esto proteger, padre Superior? ¿Por qué no protegimos a estas desdichadas mujeres?

—A veces el bien de todos pesa más que el bien de unos pocos —dijo el prior Martin, pero él mismo no creía en sus palabras.

—El Señor le dijo a Lot: Ve y tráeme a diez inocentes, y por ellos perdonaré a todos los pecadores.

Martin guardó silencio. Contempló el desfigurado rostro del muerto tirado en el suelo y la punta de la flecha que surgía de su boca abierta. Las lágrimas le produjeron escozor en los ojos.

De pronto Tomá se inclinó y cerró los ojos del muerto, introdujo la mano debajo del hábito y extrajo una cadena brillante.

—El sello —dijo el prior Martin—. Lo ha perdido. Quizá fue el motivo por el cual…

Tomá alzó la mirada y lo contemplo.

—Nada podría justificar esto. Ni su muerte ni la del hermano que intentó detenerlo, ni la de las mujeres y los niños. Y tampoco la de aquel hombre que yace bajo la bóveda —dijo, señalando el edificio del convento.

—Quería robar el Códice —dijo Martin.

—Nunca habría logrado llevárselo de aquí.

—El objetivo de la orden que di era proteger el Códice y también al mundo de su efecto.

Tomá sacudió la cabeza.

—Rezaré por vos, padre Superior.

Martin no logró reprimir un sollozo. De pronto se sintió condenado y se convenció de que su alma mortal iría al infierno. «Lo hice para servirte, Señor», volvió a pensar y su desconsuelo fue aún mayor. El rostro de Tomá expresaba dureza y compasión al mismo tiempo. Martin sabía que ahora había quedado definitivamente excluido de la comunidad. Puede que fuera su superior y que ellos le obedecieran como indicaban los reglamentos de la Orden, pero a partir de ahora sería un extraño.

«Me ha rozado —pensó, lleno de repugnancia por sí mismo—. Está profundamente escondido en todos esos arcones que lo ocultan y está encadenado, y sin embargo me ha rozado». Se preguntó si uno de sus antecesores habría albergado una idea semejante y recordó las crónicas que habían dejado. Ni rastro de duda, ni de algún indicio de que alguna vez uno de ellos se hubiera visto obligado a utilizar a los custodios tal como lo preveía su juramento. Los superiores del convento y los custodios habían envejecido y servido juntos, protegidos por la cada vez más reducida comunidad de los demás monjes, albergados en el convento en ruinas, allí, en el linde de la civilización cristiana. Incluso estaba separado de sus antecesores; un hombre completamente solo que al mismo tiempo sabía que no podría haber obrado de otro modo, pero que no dejaba de desear haber obrado de otro modo. Clavó la mirada en el hermano Tomá, sin saber que las lágrimas bañaban sus mejillas.

—Que Dios se apiade de vos —susurró el hermano Tomá.

De repente oyó el tartamudeo de Buh, que en general nadie comprendía excepto Pavel, y la clara voz de éste, más aguda que de costumbre.

—Hay uno que aún está con vida —balbuceó Pavel.

Entonces escuchó el llanto del recién nacido.