21


—Mientes —dijo Agnes, pero sabía que el pequeño monje decía la verdad. Se sintió mareada. El rostro de Andrej estaba tan crispado como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago.

—¿Por qué habría de mentir? —preguntó el monje.

—Es imposible… eso… es imposible —sollozó Andrej—. Y yo que creía que… creía…

—Basta con veros juntos para saber la verdad —dijo el monje.

—¡Sólo son tres! —Agnes oyó el grito del abad—. ¡Atacadlos! ¡Olvidaos de nosotros! ¡Matadlos!

Alzó la vista y consideró que su situación parecía menos irreal que lo que acababa de oír. Cyprian hizo callar al abad de un puñetazo. Los proyectiles de ballesta volvieron a llover sobre la puerta. El fusil disparó, los fragmentos de escombros volaron por todas partes, Agnes agachó la cabeza. El pequeño monje parecía estar completamente tranquilo. Ella intentó aborrecerlo, pero de repente no pudo, no después de ver su cuerpo magullado, no tras lo que acababa de contarle. Andrej sacudía la cabeza, incapaz de recobrar la serenidad.

La joven oyó un ruido atronador y el silbido de Cyprian, que gesticulaba como indicándoles que se pusieran de pie y escaparan, después todo se sumió en un estruendo total y una nube caliente y ponzoñosa la envolvió. Agnes tosió, el humo le escocía la garganta. Después oyó un golpeteo de cascos de caballos, órdenes, el chirrido de ruedas y por fin reinó esa especie de silencio que se produce cuando una situación que parecía segura se modifica de pronto.

—Madre, madre —sollozaba Andrej—. Mi padre… ¡ese necio deslumbrado! Pensar que en tu situación aún intentó ese viejo truco… y yo no sabía… ¿cómo podría saberlo?

Agnes le apoyó la mano en el hombro. Hacía rato que Andrej ya no aferraba al pequeño monje, pero en vez de huir, éste sólo se apoyó contra la jamba de la puerta. Tal vez estaba demasiado agotado para seguir luchando. En todo caso, para Andrej fue suficiente; y Agnes…, la Agnes de antaño habría gemido, tirada en el suelo, esperando que alguien hiciera algo. La nueva lo abrazó, lo besó y lo apretó contra su pecho y, aunque de sus ojos también brotaban lágrimas, en ningún momento demostró tener pánico.

Vio que Cyprian levantaba al abad, se lo cargaba encima del hombro y se ponía de pie.

—¡Quedaos donde estáis! —les dijo, sin mirarlos. Salió de su escondite y Agnes se asustó, pero entonces vio que sonreía.

—¡Esto ha llevado más tiempo que la liberación de la cárcel de Viena! —exclamó Cyprian.

Agnes no oyó la respuesta a esta exclamación, pero sabía quién había llegado: Melchior Khlesl, y sintió un gran alivio. Miró al pequeño monje.

—Aquí se acaban los asesinatos —susurró—. Acaban con un fuego en el que arde un libro maldito.

—No —dijo el pequeño monje, sacudiendo la cabeza. Su certeza la hizo titubear y desvió la mirada.

—¡Agnes, Andrej! —exclamó Cyprian—. Todo está perfectamente; el tío Melchior ha llegado junto con media guardia de Corps del emperador. ¡Salid y traed al condenado monje!

—Pero sólo unos pasos —dijo otra voz.

Agnes y Andrej se volvieron. El pequeño monje entrecerró los ojos. Detrás de él, en la escalera, había un hombre —y sólo el diablo podía saber cuánto tiempo hacía que estaba allí—, un hombre delgado envuelto en el hábito de los dominicos. Durante unos segundos Agnes creyó que era el padre Hernando, pero no llevaba lentes y era bastante más viejo. Además, el padre Hernando no habría podido sostener dos ballestas cargadas y tensadas, que los apuntaban a ambos sin temblar. El dominico esbozó una sonrisa.

—A veces debe hacerlo uno mismo —dijo—. El hombre indicado en el lugar indicado.