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La oscuridad y el frescor eran agradables… aunque Pavel se estremecía por dentro. Pero su cuerpo ardía y además la oscuridad y el frescor le resultaban familiares, como un aroma conocido, una textura hogareña. Inspiró profundamente y trató de calmarse.

Por fin notó que no estaba solo.

—Misión cumplida —dijo y, más que verlo, percibió que el abad Martin alzaba la cabeza—. Perdonadme, padre, porque he pecado.

Ego te absolvo, hermano Pavel.

—Vuelve a estar a buen recaudo, reverendo padre. He cometido actos atroces, pero vuelve a estar a buen recaudo.

El abad Martin no contestó. Pavel, que entretanto había comprendido que se encontraba tendido en su catre en la celda bajo el convento, se incorporó. El movimiento le provocó un mareo. Parecía imposible que lograra conservar esa posición, pero incluso logró apoyar los pies en el suelo. Le zumbaban los oídos pero a pesar del zumbido percibió el dolor que vibraba a través de todo su cuerpo cubierto de moretones verdosos y azulados. Otra vibración, mucho más profunda e intensa, le agitó las entrañas. Nunca lograría ponerse de pie en ese estado. Procuró sacar fuerzas de la cercana fuente de energía, pero sintió que el zumbido susurrante lo privaba de las escasas fuerzas que aún le quedaban.

—¿La oyes? —preguntó la voz lejana del abad Martin.

Pavel asintió.

—¿La percibes?

—En la sangre, en la carne, en el alma —musitó Pavel.

—Has hecho lo correcto, hermano.

—Vuelve a estar a buen recaudo.

El abad Martin negó con la cabeza.

—Sí, reverendo padre. La niña se convirtió en una joven adoptada por un mercader. Está muerta. El mercader y su familia también. Atravesaron el fuego purificador y si cometieron pecados, que Dios el Señor se los perdone.

El abad lo miró. Su rostro parecía flotar en la oscuridad, el rostro demacrado y gris de un anciano.

—El labrador y la mujer que antaño ayudaron a Tomá a cometer su traición también están muertos. Nadie excepto vos y los custodios saben qué ocurrió y no hay alma alguna que logre encontrar el camino hasta aquí.

—No está a buen recaudo, hermano Pavel.

—¿Cómo he llegado hasta aquí, reverendo padre? No recuerdo nada.

—Atado al lomo de un burro.

—Buh —dijo Pavel, tratando de sonreír, pero el dolor le crispó los rasgos. Se puso de pie, sin embargo sus rodillas se doblaron y volvió a sentarse. Logró levantarse tras hacer un segundo intento. El dolor le martilleaba la cabeza, pero él hizo caso omiso de ello.

»Todos los custodios vuelven a estar presentes, reverendo padre —dijo, arriesgando una nueva sonrisa—. ¿Dónde está Buh? Cumplió con su deber como ninguno. Sin él, habría fracasado desde un principio. Es gracias a él que el Códice vuelve a estar a buen recaudo, no a mí.

—No es así, hermano Pavel —el abad se restregó el rostro—. Y no todos los custodios vuelven a estar presentes.

Pavel no comprendía.

—Te encontramos ante la puerta del convento, atado al lomo de un burro, hermano Pavel. Estabas solo.

—¿Solo? Pero ¿dónde estaba…?

—No regresó contigo. Sólo quedan seis custodios y, pasara lo que pasase, el círculo no se ha cerrado y el mundo ha quedado desprotegido frente a la Biblia del Diablo.