1
Niklas Wiegant y su mujer se habían enfadado. No fue ninguna bagatela: se trataba de un conflicto profundo y de años de duración. Desde su existencia jamás había reinado la paz: en el mejor de los casos, una tregua; y ahora tampoco llegó a su fin, sino que continuaría, esa noche, el día siguiente, y el siguiente…, cada vez que ocurría algo que abría la herida que generó el conflicto. El padre Xavier lo comprendió en un instante, cuando la criada lo condujo a la sala situada en la segunda planta del hogar de los Wiegant. Ignoraba el motivo de la pelea, pero sospechaba que la herida de la dueña de la casa era mayor que la del dueño, y que éste nunca comprendería por qué pese a todos sus esfuerzos no cicatrizaba. Alguien estaba convencido de haber sido engañado y que sus sentimientos eran pisoteados. «El cielo no conoce una ira como la del amor convertido en odio —pensó el padre Xavier— ni el infierno cólera como la de la mujer engañada».
Nunca había visto a Theresia Wiegant y la contempló con la misma atención que les prodigaba a todos aquellos en cuyos rostros reconocía la cualidad de ser una palanca que él podría aprovechar en el momento oportuno. Niklas Wiegant había cambiado; su rostro se había vuelto más arrugado y demacrado en los quince años pasados desde su último encuentro, su vientre era más prominente y su pelo, más gris que negro. Con sorpresa, comprobó que éste ya no era el hombre con el cual antaño había montado la cadena de suministros con la que todos habían ganado: los supuestamente sobornados proveedores españoles, el mercader alemán que les hacía de testaferro, el arzobispo de Madrid y su hermano. Algo se había perdido; el padre Xavier se lo habría pensado dos veces antes de organizar la venta de agua en el desierto con el hombre que tenía ante sí.
—Ha venido a veros un monje dominico, señor —dijo la criada haciendo una reverencia.
Niklas Wiegant se volvió y al principio sólo lo escudriñó con los ojos entrecerrados, pero después recorrió la sala a grandes pasos, abrió los brazos, se detuvo de pronto y los dejó caer.
—Es imposible —exclamó—. ¿Padre Xavier? ¡No lo puedo creer! ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¡Y juro que no habéis envejecido ni un día! Dios mío, ¿qué os trae a Viena? ¿Cuántos años han pasado? —Niklas Wiegant volvió a alzar las manos y fue a agarrar al otro de los hombros como hacía antaño, para después estrecharle con fuerza la mano, pero en el último instante retrocedió, con los brazos colgando.
»Tenéis un aspecto tan… digno. Y sin embargo seguís llevando el hábito blanco y negro, como antes.
El padre Xavier puso fin a la embarazosa situación cruzando las manos detrás de la espalda e inclinando la cabeza.
—Han pasado quince años, señor Wiegant —dijo y se enorgulleció de poder hablar casi sin acento—. Y soy lo que siempre he sido y quise ser: un sencillo seguidor de san Domingo.
—La barba —dijo Niklas Wiegant—. Por eso no os reconocí.
El otro asintió con la cabeza. La barba y el bigote que le cubrían la cara también le resultaban desacostumbrados a él. Se había dejado un bigote estrecho cuyos extremos acababan en punta, mientras que desde el labio inferior a la barbilla crecía una barbita del ancho de un pulgar, de la cual la mayoría de quienes la llevaban tiraban nerviosamente volviéndola tiesa. El padre Xavier, que no tendía al nerviosismo pero que desde cualquier punto de vista era un buen observador, había logrado el mismo efecto aplicándose grasa. Sabía que nada resultaba más desusado en el rostro de un dominico que ese tipo de barba y que nueve de cada diez personas la recordarían mucho más que el rostro. En última instancia, sólo se la había dejado crecer para un único hombre: el que ocupaba el trono del emperador en Praga, cuyo intermediario ante Dios antaño había sido el padre Xavier. Albergaba la esperanza de engañarlo.
Nunca se había preguntado por qué el emperador le infundía temor. Él no preguntaba, él analizaba, y como el análisis no lo llevó a ninguna conclusión, había apartado el problema. Tal vez se debía a que el emperador Rodolfo lo temía a él, al padre Xavier —y que por eso lo aborrecía— más que a ningún otro hombre del mundo. ¿Con qué medios se podría intimidar a un hombre semejante? ¿Cuánto podría aumentar su temor? El padre Xavier sospechaba que, en lo tocante a su elevada persona, el emperador Rodolfo —que a veces huía chillando de los niños y las mujeres, y se ocultaba en sus aposentos— era un animal acorralado. Hasta un ratón lucha si no le queda más remedio. Pero esta conducta le resultaba tan extraña e incomprensible al padre Xavier que volvía a considerar lo siguiente: el hombre siente mayor temor por lo que le es más desconocido.
—Espero no ser inoportuno.
—Claro que no, vos jamás podríais ser inoportuno. Echad un vistazo en torno: ¿acaso no es una casa grande y bonita? ¿Sabéis con qué moneda ha sido pagada? Con doblones, amigo mío, doblones españoles. Venid, quiero presentaros a mi esposa.
Theresia Wiegant había compuesto su expresión y se mostró como una anfitriona amablemente interesada. Asintió dignamente con la cabeza y le lanzó un vistazo rápido y hambriento. El padre Xavier sonrió para sus adentros.
—El sol se está levantado —dijo, esbozando una reverencia—. He oído hablar de vos, pero las palabras de vuestro esposo no os hacen justicia, pese a lo floridas que sean.
—¿Es verdad que sois un monje dominico? —preguntó Theresia Wiegant. El padre Xavier ni siquiera reacciona frente a la descortesía.
—De cuerpo, corazón y alma, querida señora.
—Dios sea loado. Padre Xavier, sed bienvenido en esta casa. Un hombre del Señor es tan necesario aquí como el agua para los nabos —dijo, hecho lo cual le agarró de la mano y la besó, y el padre Xavier supo cómo interpretar el hambre de su mirada.
—Parece que Viena se ha entregado a las opiniones herejes de los así llamados reformistas —dijo el padre.
—Gracias a su presencia, la casa de los Wiegant será el granero en el que protegeremos la simiente de la vera fe.
—Me temo que no podré quedarme durante mucho tiempo.
—Cada día que permanecéis aquí supone una cálida lluvia de verano para nuestros campos.
La mirada de Niklas Wiegant se posaba ora en su mujer ora en el padre Xavier. Este recordó que antaño el mercader le había contado que su esposa provenía del hogar de un terrateniente enriquecido gracias al trigo turco. Si se esforzaba, un campesino podía desprenderse de su olor, pero no de su habla.
—¿Cómo se encuentra vuestro hijo, amigo mío? —preguntó el padre Xavier, lanzándole una sonrisa a Theresia Wiegant—. En aquel entonces me contó que Dios le bendijo con un niño. Seguro que a ése le siguieron muchos más, ¿o acaso fue una niña, señor Wiegant?
Un vistazo al rostro de ambos bastó para comprender la mitad de la catástrofe que había irrumpido en el hogar de su antiguo socio. Adoptó una expresión consternada, pero en el ábaco de su corazón las bolas empezaron a desplazarse de un lado a otro con rapidez.
—Perdonad, ignoraba que…
—Murió —dijo Niklas Wiegant—. El niño murió al nacer. Hoy sería un hombre joven que ya estaría pensando en sus propios hijos.
—Yo misma casi muero durante el parto —murmuró Theresia Wiegant—. No es como si su muerte fuera culpa mía.
—Jamás dije eso —afirmó Niklas Wiegant.
—Después no pude tener más hijos —dijo su esposa, mirando fijamente al padre Xavier.
—Theresia, los caminos de Dios son…
—¡Nunca me quejé de los caminos de Dios, ni durante un minuto!
—No, de los caminos de Dios, no —suspiró Niklas Wiegant.
—No me corresponde juzgar, y aún menos siendo vuestro huésped —dijo el padre Xavier. Theresia Wiegant seguía mirándolo fijamente.
—Sí —dijo—. ¡Juzgad! Conocéis a mi esposo desde antiguo. Siempre se ha referido a vos con mucho respeto. Juzgad, decidle que lo que hizo fue un error.
—¡Theresia, te lo ruego! El padre Xavier está cansado tras el viaje.
—Tenéis razón, amigo mío. La modestia me impide nombrarme a mí mismo confidente vuestro, por eso…
—Yo siempre os he considerado como mi…
—¡Endosarme una mocosa, a mí! —exclamó Theresia Wiegant.
—¡La niña tiene un nombre, Theresia!
—¡Eso no impide que sea una mocosa!
Ambos se contemplaron fijamente, habían llegado a un punto que sin duda ya habían alcanzado muchas veces.
—Intento evaluar cuán difícil resulta para una mujer a la que Dios no le concedió hijos propios criar el fruto del vientre de otra mujer —dijo el padre Xavier y puso cara de circunstancias.
Theresia Wiegant se dio la vuelta, lo miró, palideció y abrió los ojos como platos.
—Sin embargo, es su deber aceptar al niño —continuó el padre Xavier—. Dios el Señor ha guiado los pasos de su esposo.
—¡Dios el Señor! —balbuceó Theresia—. ¡Fue el diablo, padre, el diablo!
El rostro de Niklas Wiegant se crispó. Parecía que en cualquier momento iba a echarse a llorar o a soltar un rugido, o a propinarle un puñetazo a alguien.
—¿El diablo, Theresia? Agnes es nuestra hija, ¿y tú hablas del diablo? —gimió.
—¿Acaso debo decirme que me has engañado sin que el diablo tuviera que inducirte a hacerlo? —chilló Theresia.
—Jamás te he engañado, jamás te he…
—Es esa maldita ciudad —jadeó Theresia—, que contagió a mi esposo. Siempre me opuse a la sucursal comercial en Praga, padre. Praga es la ciudad del mismísimo diablo. Por eso él también lo atrajo hasta allí, ese Belcebú sentado en el trono imperial. Por eso abandonó Viena y se trasladó a ese condenado cenagal, que el obispo Johannes von Nepomuk maldijo con su último aliento. Primero intentó pervertir Viena cuando regresó tras todos esos años; todos afirmaron que el emperador Maximiliano había enviado a su hijo mayor a España, pero lo que le devolvieron fue un diablo negro y pronto su alma podrida apestará en Viena. Pero Viena le ofreció demasiada resistencia y por eso se dirigió allí, donde se encuentra entre los suyos: ¡a Praga!
«Dices la verdad, mujer —pensó el padre Xavier—. España cambió a Rodolfo de Habsburgo, pero no como tú crees. España sólo quebró un espíritu débil porqué España sólo ama a los de espíritu fuerte. No tienes ni idea, lo único que te embarga es la cólera de una mujer engañada».
—Praga es como cualquier otra ciudad —dijo Niklas—, sólo que más bonita.
—Mientras ese hechicero estuvo en Viena, ningún obispo católico decente quiso desempeñar su cargo, ¿lo sabíais, padre Xavier? ¡El trono del obispo está desocupado! Cuando regresó de España, los herejes luteranos y calvinistas empezaron a infestar Viena hasta que su número fue mayor que el de los católicos ortodoxos, y las cosas llegaron a un punto tal que los herejes osaron profanar la hostia durante la procesión de Corpus Christi y la única reacción del Consejo Interior fue anular la procesión… ¡en vez de cortarle la lengua y las manos al delincuente!
—¡No debes hablar del emperador de ese modo, Theresia!
—El emperador trajo el pecado a Viena, ¡y tú lo has traído a nuestro hogar!
—¡Una niña pequeña no es la encarnación del pecado! —gritó Niklas Wiegant.
—¡No me grites, Niklas Wiegant! ¡No me lo merezco! Cuido de tu casa y de tu fortuna mientras estás de viaje y evito que ocurra una desgracia. ¿Y qué haces tú? ¡Te revuelcas en la pecaminosa carne y esperas que yo alimente a la mocosa! Y encima pretendes que la quiera. ¿Por qué aquella puta no tuvo el sentido común de deshacerse de la cría? ¿Acaso aquí en Viena no hay los suficientes pozos ciegos? ¿No podría haberla asfixiado como lo hacen otras madres solteras? Oh no, señor Wiegant, no me cuentes cuentos: había dinero en juego, de lo contrario lo habría hecho… ¡y el dinero provenía de tu talego! ¿Quién era, Niklas? Me contó una patraña horrorosa sobre un asilo, padre, ¡pero cuando exigí que me llevara allí, se negó!
—No quise que vieras lo que allí…
—¿Era una puta? ¿Estoy criando la mocosa de una mujer caída con la que te satisficiste? ¿No te avergüenza acudir a otra, cuando yo estoy en casa y puedo cumplir con mi deber?
—No he…
—Señor, acudo a ti en mi desconcierto: hay tantos niños ilegítimos que mueren en los hospitales…, ¿no podrías haber recogido a ésta en tu seno? Me quitaste mi único hijo legítimo…, ¿por qué dejas con vida a uno ilegítimo?
—Dejad que los niños vengan a mí, dijo Jesucristo.
—¡No tienes derecho a pronunciar las palabras de nuestro Señor, Niklas Wiegant! ¡Estás sucio y has traído la suciedad a nuestra casa! ¡Decidle que ha pecado, padre Xavier!
Éste, cuya fascinación iba en aumento con cada palabra de Theresia, guardó silencio. Theresia pateó el sucio.
—He callado, Niklas Wiegant, he callado durante dieciocho años porque no quería que la podredumbre que trajiste a nuestra casa surja al exterior. Pero ahora ya no callaré. ¡No permitiré que tu pecado se vuelva público! Has destruido nuestro hogar, Niklas…, ¡y yo impediré que encima destruyas el de un amigo! —dijo Theresia, y retrocedió un paso. Su rostro ardía—. Padre Xavier, si sois su amigo hacedlo entrar en razón. Y si no lo hiciera, entonces…, ¡entonces sed mi amigo y excomulgadlo! ¡Prefiero ver cómo lo matan a palos delante de las murallas de la ciudad a ver cómo entrega su alma al infierno!
—¡Theresia! —exclamó Niklas Wiegant; parecía estar a punto de vomitar.
Theresia abandonó la sala con pasos rígidos: como una reina que acababa de ordenar que quemaran su propia tierra ante el avance del enemigo. Su pasión impresionó al padre Xavier. «Mujer —pensó—, ¿qué no podrías llevar a cabo con ese fuego si no hubieras decidido quemar tu vida y la de tu esposo con su ayuda?» El silencio reinó en la habitación y la crispada respiración de Niklas Wiegant denotaba su esfuerzo por recuperar el dominio de sí mismo.
—Lamento no haber tenido la presencia de ánimo para abandonar la estancia —dijo el padre Xavier por fin—. Esto no estaba destinado a mis oídos.
—Las cosas nunca habían llegado hasta este punto. Se volvió completamente loca cuando le anuncié mis planes de boda para Agnes.
—Como siempre, pensáis en el futuro de vuestro hogar y el de vuestros seres queridos, amigo mío —dijo el padre Xavier con una sonrisa.
—¡La joven no es una bastarda! ¡Debéis creerme, padre!
—Eso no es asunto mío, amigo mío. No me debéis una explicación. Mis conocimientos acerca de los procesos que impulsan a un hombre a desear a una mujer son escasos y hace tiempo que se han convertido en cenizas en mi corazón, pero creo saber con cuánto poder actúan en los corazones de otros hombres.
—Ella es… yo la he… —Niklas Wiegant contempló el rostro del padre Xavier. De pronto alzó la mano, la dejó caer, se sentó en un arcón y clavó la vista en el suelo.
—La niña era huérfana. Sospeché que moriría si no acudía en su ayuda. Sólo tenía un par de semanas y estaba tan débil que parecía una anciana. Tenía los ojos abiertos, pero ignoro si veía algo y en ese caso, qué. Sus grandes ojos no dejaron de mirarme fijamente, sin pestañear. ¡Ocho de cada diez niños mueren en el asilo, padre! ¿Queréis saber cómo lo sé? —dijo Niklas. Y sin esperar la respuesta del otro, prosiguió—: Porque no era la primera vez que acariciaba la idea de salvar a un niño expósito y acogerlo en nuestra familia. Creedme, padre Xavier: mi mujer no siempre fue así como la visteis hoy. La falta de hijos la amargó. No había una compañera mejor para cuidar de mi casa y mi negocio, y en todo Viena no hay nadie que le llegue a la suela de los zapatos, y sin embargo cree que ha fracasado… porque no pudo regalarle la vida a ningún niño. A menudo consideré que ésa sería la solución: adoptar un niño. Nunca me atreví a hacerlo hasta esa única vez, cuando esa niña me miró con sus grandes ojos y me dio a entender lo siguiente: «Tú tienes la capacidad de salvarme. Sálvame, Niklas Wiegant».
—Tranquilizaos, amigo mío. Conozco la grandeza de vuestro corazón. Creísteis que Dios estaba de acuerdo con lo que hacíais.
—¡Lo hice de acuerdo con Dios, aunque eso suene a blasfemia! ¿Conocéis las condiciones de los asilos? Son cuevas de asesinos. Cuando entré, avanzaron hacia mí cargando con un cajón; dentro había al menos tres cadáveres de niños, se limitaron a arrojarlos allí y al minuto ya los habían cubierto de cal viva. No pude… no pude dejar de pensar en ello al mirar a la niña a los ojos.
—Que Dios se apiade de vuestra pobre alma —dijo el padre Xavier, porque sabía que era lo correcto.
Observó cómo Niklas Wiegant se restregaba los ojos y sintió la certidumbre de que éste nunca había visto mentalmente a esos tres niños muertos dentro del cajón, ni ahora ni hacía dieciocho años, sino sólo a uno, el suyo, ese de cuyo nacimiento no había dejado de alegrarse en Madrid y al que quizá ni siquiera enterraron en un cajón sino envuelto en un paño, un bulto silencioso que respiró una única vez y después nunca más.
—Hice un donativo y me llevé a la niña. Contraté a una nodriza que la crío y la alimentó durante seis u ocho semanas, no lo recuerdo con exactitud. La niña prosperó. No murió, ni siquiera enfermó y cada vez que la visitaba no dejaba de contemplarme con sus grandes ojos, y me pregunto y me sigo preguntando si Dios nuestro Señor no habrá enviado el alma de nuestro hijo al mundo una vez más para proporcionarle una segunda oportunidad, y si el Ángel del Señor no se las arregló para que yo la encontrara.
Niklas Wiegant tanteó su jubón y por fin encontró un pañuelo en la manga, lo extrajo y se sonó.
—Disculpadme, padre Xavier —dijo.
—No hay de qué, amigo mío —respondió el otro haciendo una mueca.
—Después comprendí que debería haber puesto al corriente a Theresia desde el principio, pero en aquel entonces temí que desechara mi plan. Fui incapaz de sospechar hasta qué punto tenía razón. En aquella ocasión creí que si mi mujer rechazaba a la niña incluso antes de que estuviera en casa, yo no podría atravesar el umbral con ella, así que primero debía llevarla a casa y, cuando ella la viera, al poco tiempo llegaría a quererla como la quiero yo.
Niklas Wiegant sacudió la cabeza y volvió a usar el pañuelo. El padre Xavier observó el gordo cuerpo del mercader desplomado encima del arcón. Con el rabillo del ojo percibió un movimiento junto a la puerta y, sin alzar la mirada, reconoció la figura de una joven alta, delgada, ya casi una mujer, de melena oscura y rizada, frente amplia, cejas arqueadas, ojos brillantes, pómulos altos: una belleza que se revelaba incluso ante sus débiles ojos, que aún no había florecido del todo y que no guardaba ningún parecido con Niklas o Theresia Wiegant. Era un ser creado por el diablo para seducir a los hombres, si el diablo no hubiera empleado métodos completamente diferentes. La joven se detuvo en el umbral, sorprendida. Sus movimientos tenían la elegancia de quienes se sienten a gusto en su cuerpo. Niklas Wiegant se sonó la nariz. Estaba sentado de espaldas a la puerta. El padre Xavier reflexionó un instante.
—Y así resultó que vuestra hija Agnes en realidad no es hija vuestra —dijo en voz alta.
—No en el sentido habitual, padre, pero…
—Porque la sacasteis de un asilo y la llevasteis a casa.
—Sí, así es.
El padre Xavier le lanzó una sonrisa a Niklas. La figura en el umbral se quedó paralizada. El padre Xavier casi percibía el horror que irradiaba.
—¿Y nunca se lo dijisteis?
—¡No!, pensé decírselo antes de la boda. Pese a todas las palabras que se le escaparon a Theresia hace un momento, nunca le dijo la verdad a Agnes. Le rogué que no lo hiciera y ella se atuvo a mi ruego.
—Tal vez se debiera más a la aversión por la niña y su origen que a la obediencia de una esposa. —El padre Xavier vio cómo la joven tenía que aferrarse al marco de la puerta.
—No debéis juzgar a Theresia por lo que ha dicho hoy.
—¿Y esos planes de boda? —El padre Xavier lamentó no poder salir de su propio cuerpo y observarse a sí mismo haciendo uso de sus armas: las palabras. Cuando analizaba las conversaciones, lo hacía de atrás hacia delante, como un duelista: parada, finta, acometida. La táctica duelista del padre consistía en un par de paradas seguidas de una larga serie de acometidas calculadas e implacables y cada una afectaba a un órgano vital.
—Tengo un socio llamado Sebastian Wilfing —dijo Niklas Wiegant—. Además es mi mejor amigo. Su hijo mayor tiene diecisiete años; Sebastian y yo hemos decidido hacer público el compromiso inmediatamente después del ayuno.
—Dios mío —exclamó la figura en el umbral.
Niklas Wiegant se giró y el padre Xavier simuló una sorpresa absoluta.
—Agnes —tartamudeó Niklas.
—Dios mío, padre —dijo Agnes—. ¡Dios mío, Dios mío, DIOS MÍO!
Se giró bruscamente y corrió hacia el pasillo. Niklas se puso de pie, tambaleándose.
—¡Agnes! —gritó y echó a correr tras ella—. ¡Agnes, hija mía, espera! ¿Cuánto hace que… cuánto hace que…? —Su voz resonaba histérica desde el estrecho pasillo.
Durante unos segundos, el padre Xavier permaneció en la habitación vacía. «¡Qué historia, amigo mío! —pensó—. E incluso te creo cada palabra, desde las espantosas condiciones del asilo hasta tus intentos siempre frustrados de sacar un niño de allí y adoptarlo. Sólo me mentiste en un aspecto: no encontraste a esta niña en un asilo de Viena. No sé dónde la encontraste y no sé por qué me mentiste, pero no olvidaré esa mentira».
Después se puso en marcha para llegar hasta su socio de los viejos tiempos en Madrid e impedir que alcanzara a su hija adoptiva a tiempo para aclarar la situación antes de que la fractura entre todos los habitantes de la casa se convirtiera en definitiva. No dejó de sonreír mientras descendía la escalera.