12
—La vida regresa, querida mía.
—Sí.
—Mira hacia fuera y verás cómo han cambiado los árboles durante los últimos tres días. Ahora sé por qué dicen que retoñan.
—Sí.
—Mira por la ventana, el espectáculo es magnífico. Por fin ha llegado la primavera.
—En Viena hubiera llegado hace tiempo.
Sebastian Wilfing se volvió hacia su futura suegra, de pie en el umbral.
—Lleváis razón, señora madre. Pero algunas cosas son más bonitas cuanto más se hacen esperar, ¿verdad? ¿No te parece, Agnes?
—Sí.
Agnes percibía la desesperación cada vez mayor de su novio. Permaneció inmóvil, advirtiendo las oleadas de antipatía que irradiaba su madre y que ella notaba aunque las separara toda una sala y Agnes le diera la espalda. Nada lograba penetrar en la sima de rechazo en cuyas profundidades yacía Agnes Wiegant, devorada por los monstruos que habitaban allí abajo: el desprecio por sí misma, el arrepentimiento y la certeza de haber dilapidado su futuro.
—Como nuestra boda, por ejemplo. He esperado todo el invierno, y ahora por fin… Pascua cae dentro de cinco semanas…
La voz de Sebastian Wilfing se parecía cada vez más a la de su padre. Agnes se lo imaginó respondiendo a la pregunta del sacerdote:… «¿Y tú, Sebastian Wilfing, quieres tomar a la aquí presente Agnes Wiegant como legítima esposa, amarla y respetarla hasta que la muerte os separe?» Y él contestaría con un chillido de cerdo. La idea le revolvía el estómago.
—¿Por qué no miras hacia fuera?, el mundo se ha vuelto muy bonito —dijo Sebastian Wilfing, y carraspeó.
Había rechazado a Cyprian. Había venido hasta Praga y ella reaccionó haciéndole reproches. No, no del todo. Su primera reacción fue echar a correr hacia él sólo vestida con su camisola. Pero entonces él empezó a hablar de su tío y del encargo que primero debía cumplir.
La cólera encendió una llamita en el cuerpo que yacía en el frío de la sima, pero esas llamitas sé fueron apagando y ahora la cólera sólo le provocaban lágrimas que Agnes intentaba disimular. ¿Cuánto tiempo llevaba sufriendo desde que saltó del carruaje de Cyprian? ¿Una semana? Y desde entonces él no había dado señales de vida, ni siquiera había intentando comunicarse con su criada. Estaba harto de ella.
—Déjala en paz —oyó que decía su madre—. No sabe la suerte que tiene de que quieras casarte con ella pese a todo, Sebastian. No te merece.
—No debéis decir semejante cosa, señora madre. Me considero dichoso de ser su felpudo. —Agnes oyó su voz sonriente y falsa.
¿Qué podía hacer?
El hombre que amaba había dado más importancia a su tío y a algún oscuro encargo que al amor por ella, e incluso suponiendo que eso ya no se interpusiera entre ambos, seguía existiendo el hecho de que ella le había demostrado la misma falta de amor, y lo había rechazado. Por lo visto, él había entendido tendido el mensaje. De lo contrario, ¿por qué no daba señales de vida?
El hombre con el que se casaría y compartiría su vida le resultaba insoportable. Sintiera lo que él sintiese, ella consideraba que todos sus sentimientos eran corruptos, y aunque no lo fueran, se habrían malogrado debido a la repugnancia que le provocaban. Sebastian había intentado que apalizaran a Cyprian y cuando salió perdiendo, se encargó de que Cyprian se pudriera en la cárcel con la ayuda de sus amigos. ¿Qué le haría a ella, la primera vez que se opusiera a sus planes? Si lo rechazaba durante la noche de bodas, por ejemplo, ¿le pegaría hasta que cediera? ¿O en ese caso también recurriría a la ayuda ajena? ¿Se retiraría con la obligada cortesía y dignidad que demostró desde que llegaron a Praga, y al día siguiente exigiría a sus suegros que hicieran entrar en razón a su hija?
—¿Tienes frío, querida mía? ¿Dónde están esos holgazanes? ¡Encended el fuego de la chimenea, maldita sea!
¿Qué podía hacer? Montar un escándalo en la iglesia contestando: «¡No, no quiero!» El resultado supondría volver a la casa de sus padres hasta que éstos decidieran quitársela de encima encerrándola en un convento. Dos prisiones una tras otra… y el corazón roto de su padre.
«¿Por qué no huiste conmigo, Cyprian? —pensó—. Aquel día, junto a la puerta de Kärntner, deberíamos habernos agarrado de la mano y abandonado la ciudad en vez de ser sensatos y postergar la huida hasta el día siguiente. Y si hubiéramos muerto de hambre en el camino, al menos habríamos muerto juntos. Aunque no llegáramos a nuestro destino, al menos lo habríamos intentado juntos. Teníamos una oportunidad, pero no la aprovechamos».
¿Qué podía hacer?
—Sí —dijo, Al percibir el desconcierto de los otros, se volvió. Sebastian y su madre intercambiaron una mirada significativa.
»¿Qué has dicho, Sebastian? —se obligó a preguntar.
—Nada, querida mía.
De repente se le ocurrió la solución. Clavó la mirada en los rostros de su novio y de su madre, y se preguntó cómo se las había arreglado para encontrar la solución en esos rostros. Pero a lo mejor no la encontró allí sino en su fuero interno; siempre había estado a su alcance y, gracias a un pequeño desplazamiento interior, ahora la veía. O tal vez se debía a que de pronto había recordado la conversación sobre nuevos mercados entre su padre y ambos Wilfing.
—Perdonad, estaba pensando —dijo y sonrió con tanta dulzura que su novio automáticamente la imitó. Agnes se volvió hacia la ventana—. Es verdad, hace muy buen tiempo y es como si el mundo volviera a abrirse y uno tuviera ganas de salir…, de echar a correr y no detenerse hasta llegar al fin del mundo.
Sebastian Wilfing parecía la sorpresa personificada, embargado por el desconcierto y la esperanza.
—Sí —chilló, como un cerdito.