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Todo se aprende, incluso a ser un monstruo. La característica más destacada del padre Xavier consistía en no ensuciarse las manos. Yolanta Melnika se abrió paso a través del barullo que durante las semanas posteriores al invierno siempre era más sonoro, y observó la espalda del golfillo que había contratado. Por su parte, esperaba que el golfillo observara a Agnes Wiegant y a su criada. Habían acordado que le pagaría el doble del valor de cualquier objeto que lograra robar si participaba en su plan. Sospechó que después el muchacho intentaría pedirle el triple y ya había decidido que accedería. ¿Por qué no habría de hacerlo?: era el dinero del padre Xavier.

Aguardó a que el golfillo le hiciera la señal de que estaba preparado. El chico había adoptado un aire misterioso, pero Yolanta sabía que el momento indicado había llegado: cuando la víctima se detuviera y se concentrara en algo diferente, y en la callejuela hubiera tan pocos transeúntes que una pudiera deslizarse entre ellos, aunque por otra parte hacía falta que éstos fueran lo bastante numerosos para pasar desapercibida. Tal vez ocurrieran cambios sustanciales en el desarrollo de los acontecimientos, pero Yolanta estaba segura de que el golfillo se atendría al plan acordado.

La lenta persecución los condujo a las callejuelas entre los dos puentes que atravesaban el río Moldava. En la orilla se amontonaban numerosas balsas, botes y pequeñas chalupas. Allí se encontraban los escasos mercaderes dedicados a los negocios de ultramar: aunque el mar estuviera lejos, al menos estaban cerca del río y allí se podía aprender a hacer negocios transoceánicos. Claro que la mayor parte de lo necesario para la navegación se elaboraba cerca o en los puertos de la costa marítima, pero había ciertas cosas que quizá resultaban más fáciles de obtener en otra parte. Además, quien asumía el riesgo básicamente económico de equipar una flota estaba dispuesto a gastar más dinero o esperar más tiempo sólo porque los mercaderes de Praga, Viena o Budapest, o de otra ciudad alejada de la costa, proporcionaban artículos de máxima calidad. Y estos mercaderes también se prestaban a pagar un precio mayor por las mercancías importadas que los de los puertos, que ya estaban hartos de novedades.

El muchacho se detuvo; eso significaba que las dos mujeres que estaba vigilando también se habían detenido. Allí la multitud era menos densa; los tenderos de ese lugar no tenían nada que ofrecerles a las cocineras, criadas o amas de casa, a menos que las galletas marineras figuraran en el menú o que la última moda supusiera llevar cuerdas calafateadas alrededor del cuello. Entre ellos había algunos vendedores de hierbas pero ahora, a principios de la estación, los precios eran desorbitados. Yolanta se aproximó, preguntándose qué habría llevado hasta allí a Agnes y a su criada.

Esa zona de Praga le era completamente extraña. No conocía a ningún tendero y no podía comprobar si era cierto el rumor de que allí casi todos eran extranjeros y hablaban portugués, o portugués con acento español o inglés. El muchacho estaba apostado junto a la pared de una casa, lo bastante alejado de los zaguanes de las tiendas y de las mesas plegables para no despertar las sospechas de un vendedor. Si uno ignoraba que se encontraba allí, lo habría pasado por alto. Yolanta vio que Agnes se detenía ante el oscuro portal de una tienda y que su criada entraba. La joven parecía indecisa pero también tenía el aspecto de alguien que no veía otra manera de poner en práctica su plan.

A Yolanta, esa situación le resultaba absolutamente familiar. En la mesa plegable junto a la entrada de la tienda había pequeños tarros de arcilla, vigilados por un hombre adormilado que en una mano sostenía un bollo y en la otra un chorizo que iba comiendo por turno.

Agnes destapó uno de los tarros y despertó el interés del hombre, que se mostró servicial pero también agresivo. Yolanta sabía lo que ocurría: los tarritos contenían muestras de especias y, aunque las cantidades eran escasas, no dejaban de tener el suficiente valor para que alguien intentara robarlas. Observó la callejuela, frecuentada por escasos transeúntes que más bien parecían estar de paso. Un individuo flaco, hirsuto como un chucho y borracho como dos docenas de cosacos, subía dando traspiés desde la orilla del río; por lo visto era un peón cuyos servicios fueron pagados con copas de vino o que acababa de invertir el mísero puñado de monedas en alcohol. Yolanta le lanzó un vistazo al golfillo, que la miró y asintió con la cabeza. La oportunidad se había presentado. Yolanta sostuvo el aliento y le devolvió la señal…, pero en ese preciso instante la criada salió por la puerta arrastrando a un hombre pequeño de tez oscura. Un grupo de ociosos se interpuso ante la vista de Yolanta, y cuando volvió a ver a la criada, ésta y el hombrecillo ya estaban conversando con Agnes. El golfillo ya no disponía de la oportunidad de acercarse a Agnes sin ser visto, de modo que volvió a ocupar su lugar junto a la pared.

Yolanta vio que el hombre negaba con la cabeza. Agnes le habló con insistencia y el hombre volvió a negar. Entonces la criada probó suerte. Fuera lo que fuese lo que pretendían comprar o vender, el hombre no estaba interesado. Yolanta sólo veía de él su cabello oscuro y grasiento y un fardo que sostenía en brazos. Por lo visto, Agnes lo había interrumpido y él estaba enfadado. El hombrecillo se dirigió al tipo que vigilaba las muestras de especias y éste se puso de pie, dejó el bollo y el chorizo encima de la mesa y se puso a disposición de su amo. El chorizo empezó a rodar y cayó al suelo.

De pronto el caos irrumpió en la tienda de especias, bajo la forma del borracho hirsuto y de un chucho callejero no menos hirsuto y tal vez tan borracho como el otro. Además de su parecido exterior, ambos tenían algo más en común: un hambre de lobo y un objetivo, el chorizo. El embutido era pesado y graso, y cayó al suelo como un saco, rodó hasta una grieta del empedrado y se detuvo.

El perro se abrió paso entre las piernas de los peatones y se abalanzó sobre el chorizo. El borracho no era tan ágil pero le llevaba ventaja porque se encontraba justo delante de la tienda y sólo tenía que agacharse. Cuando sus dedos tocaron el chorizo, los dientes del perro se hincaron en su mano.

El borracho se incorporó y giró sobre sí mismo agitando el brazo: de su mano, que aún sostenía el chorizo, colgaba el perrillo de hirsuta pelambrera que no aflojaba su mordisco. Al sentir el dolor de la mordedura, el borracho hizo una segunda pirueta destinada a sacudirse el chucho muerto de hambre que gruñía apretando las mandíbulas. Sin embargo, el perro no aflojó. El borracho iba de un lado a otro con el único objetivo de desprenderse del chucho, pero todo fue inútil. El borracho trastabilló y el cuerpo del perro fue a chocar contra un tarro de especias, arrojándolo al suelo. El borracho lo pisó y el tarro se partió en varios fragmentos desparramando un polvo amarillo.

—¡Ehhh! —gritó el hombre que vigilaba las especias.

El perro no pesaba mucho, tal vez menos que el chorizo, y parecía decidido a salir victorioso de la batalla por el chorizo y la mano o a perecer como un héroe. El borracho sacudió el brazo, las orejas del perro se agitaron pero no abrió las mandíbulas. El borracho le asestó un puñetazo en la cabeza con la otra mano.

—¡Ayyy!

Yolanta no vio cómo los dientes del perro se hincaban más profundamente en la mano del borracho, mientras éste iniciaba una especie de danza mora, con el perro colgado de la mano.

—¡VETE! —rugió el vigilante de las especias; su amo permanecía como paralizado junto a ambas mujeres.

El borracho golpeó la mano de la que colgaba el perro contra la mesa. Ésta constaba de tres piezas; la parte exterior salió volando y catapultó los tarros contra la pared de la tienda, donde dejaron un rastro rojo de un valor equivalente a varios jornales.

—¡Madre de Dios[2]! —exclamó el hombre de tez oscura, que se apresuró a entregarle el bulto a Agnes y se abalanzó contra el borracho. Este ejecutó otra pirueta y a punto estaba de arrojar al perro contra el empedrado, y eso no lo aguanta ni siquiera un perro callejero de Praga, cuando el dueño de la tienda de especias, el hombre del cabello grasiento, se interpuso en su camino.

El perro impactó contra la cara del tendero. Aquel golpe propinado con un saco de harapos lleno de pulgas hizo que el hombre se tambaleara hacia atrás. Al ver que iba a chocar contra los restos de la mesa, trató de agarrase al borracho, que también iba dando tumbos, pero éste cayó en sus brazos. Durante una fracción de segundo todo pareció estar en equilibrio sin que ocurriera nada… hasta que se impusieron la gravedad y el impulso, y la escultura formada por dos hombres y un perro se desplomó con elegancia sobre la mesa.

Ésta se partió en dos y entonces dos proyectiles en forma de tarro salieron proyectados hacia arriba y un tercero pasó volando entre el empleado y las dos mujeres dejando una estela formada por especias secas. El dueño de la tienda y el borracho contuvieron el aliento y alzaron la vista. Los dos se arrojaron al suelo justo antes de que los tarros de especias se estrellarán en el pavimento junto a sus respectivas cabezas, estallando en aromáticos fragmentos. Silencio. Luego se oyó el estampido del tercer tarro de especias al hacerse añicos contra algo, y poco después el repiqueteo de unas patas veloces sobre el empedrado cuando el perro —sano y salvo— huyó para disfrutar del botín tan valientemente obtenido.

El hombre de tez oscura se puso en pie de un brinco y obligó al borracho a levantarse. Este se apretaba la muñeca y gemía. El otro le pegó una patada en el trasero y lo arrojó en la dirección en la que había huido el perro. Resonaron las primeras carcajadas. Los restos de la mesa crujieron y se desplomaron, desparramando las últimas muestras de especias…

Y Yolanta descubrió sorprendida que el golfillo le había arrancado el talego a Agnes y corría hacia ella.

Cuando hubo depositado su botín en las manos de Yolanta, el muchacho huyó en zigzag y desapareció por la siguiente callejuela. Esa noche se presentaría junto con un par de compinches ante la casa de Yolanta, con piedras preparadas en las manos por si el trato resultaba ser un engaño. Yolanta echó a correr hacia Agnes, que se había quedado paralizada siguiendo al muchacho con la mirada. Agnes todavía sostenía el bulto que el dueño de la tienda le había entregado.

—No te preocupes, lo tengo yo… —empezó a decir Yolanta, pero entonces se detuvo, completamente desconcertada. El bulto en brazos de Agnes se movía y soltaba gorgoritos. Era un niño.

Paradas a menos de cinco pasos de distancia la una de la otra, las dos jóvenes intercambiaron una mirada por encima del niño. Yolanta se había quedado sin habla. Inconscientemente, se había equiparado a Agnes, intentando establecer un contacto espiritual con la mujer a la que había vigilado durante medio día, porque sabía que compartían un mismo destino: el interés frío y asesino del padre Xavier.

Ver a Agnes con un niño en brazos le provocó un choque y dejó caer la mano con el talego. En ese instante eran camaradas, aliadas, hermanas, Agnes era la meta que impulsaba a Yolanta: volver a sostener un niño en brazos, sostener a su propio hijo en brazos.

Las pupilas de Agnes se dilataron, como si de verdad fuera posible transmitir ideas y sentimientos a través de la mirada.

Entonces se le acercó el hombre de tez oscura, oliendo a especias exóticas y con el cabello empolvado de rojo y amarillo. Agarró al niño y lo acunó.

—Ay, niño, ay, niño[3] —dijo. El bebé empezó a chillar, ahora que se encontraba seguro entre los brazos de su padre.

—¿Quién sois? —musitó Agnes dirigiéndose a Yolanta.

—Debéis poneros a salvo —se oyó decir Yolanta—. El diablo intenta atraparos.