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Cyprian se había apartado. Estaba entre su tío y el abad, que hablaban en susurros, el gigante que lloraba con el cadáver de Pavel en el regazo y el pequeño grupo formado por Agnes, Andrej y el médico. Durante un instante, se sintió completamente perdido. El montón de leña al que él y Agnes habían prendido fuego para causar confusión empezaba a apagarse. Aunque ello no aumentó el frío, se estremeció. Entonces recordó que había un cómplice del que debía despedirse.

El padre Hernando estaba tendido en el suelo, encogido como un recién nacido. La punta de la saeta asomaba en su espalda, entre las costillas de la izquierda, y las plumas asomaban en el pecho. Sus lentes estaban rotos. Sin ellos, su rostro ennegrecido por la pólvora parecía el de un muchacho. Cyprian se acuclilló a su lado y le quitó la montura retorcida de los anteojos.

Una mano aferró su muñeca. El dominico abrió los ojos y lo miró fijamente, tratando de pronunciar unas palabras.

—Un disparo excelente, padre —se oyó decir Cyprian.

—Acércate —susurró el padre Hernando en latín. Cyprian se inclinó sobre él, mientras la mirada del padre trataba de enfocarlo. Éste le soltó la muñeca y tanteó, buscando los lentes. Cyprian le dio la montura. El padre Hernando trató de ver a través de los cristales inexistentes y lanzó un suspiro.

—El padre Xavier ha muerto —dijo Cyprian. Hernando parpadeó; tenía los labios azules—. Has cumplido tu misión.

El dominico movió los labios y trató de girarse. Cyprian le apoyó una mano en el hombro. El padre Hernando se quedó quieto.

—¿El… libro?

—A buen recaudo.

—¿Quién lo tiene?

—Nadie.

El padre Hernando asintió con la cabeza y después sus ojos se cerraron lentamente. Su mano apretó la montura de los lentes y la rompió. Cyprian se puso de pie y lo contempló. Después se aproximó a Agnes.