8
Niklas Wiegant contempló a su hija en silencio durante tanto tiempo que Agnes temió que sencillamente no la había comprendido. Su ímpetu se apagó bajo esa interminable mirada; si su padre hubiera expresado enfado o rabia, habría sabido qué hacer. Incluso se había preparado para la incomprensión indignada, pero en la mirada paterna había algo que la desanimó; creyó ver lástima, comprensión y un afecto tan grande que le causó dolor, pero sobre todo una especie de fatalismo: «Conozco tus argumentos, los comprendo, yo no habría dicho otra cosa… y sin embargo no haré caso de ninguno».
Agnes se sintió invadida por un temor asfixiante. Comprendió que en sus planes no había contado con una negativa a su propuesta.
Niklas Wiegant se puso de pie y abrió la puerta.
—Quisiera que tu madre estuviera presente —dijo.
Agnes clavó la mirada en la mesa y escuchó los pasos de su padre que se alejaban. Reprimió su temor y procuró albergar esperanzas. Cuando la puerta se abrió, lo primero que vio fue el rostro pétreo de su madre.
—¿Dónde has estado? —preguntó—. Me hubieras sido útil en la cocina.
—Tenía que aclarar mis ideas.
—No me digas. Ojalá hubieras tenido claro que tu madre podría necesitar tu ayuda.
—Bien —dijo Niklas Wiegant en tono reposado, e hizo entrar a su mujer a la sala.
—Tengo mucho que hacer. En esta casa las cosas no avanzan a menos que yo me encargue de ello. ¿Qué quieres de mí, Niklas?
—Se trata del futuro de nuestra hija.
—¿Hemos de hablar de ello precisamente ahora? La cena se está quemando.
—Bien, Theresia, pues que se queme. En el peor de los casos la tiramos a la basura y ayunamos una noche, en recuerdo de los padecimientos de nuestro Señor.
—¿Así que de pronto has decidido ayunar? Hace unos días, cuando afirmaste que la carne estaba en mal estado y te negaste a que la sirvieran y tuvimos que comer pan con queso, no dejaste de protestar toda la noche.
—Protesté porque hiciste preparar la carne aunque ya te había dicho que estaba en mal estado.
—¿Ahora también me echas la culpa de que nuestros criados sean unos inútiles y que la carne que trajiste ya estaba estropeada antes de que te la vendieran?
—La carne estaba perfectamente, era un cabrito joven, pero la conservamos durante demasiado tiempo.
—¿Desde cuándo has adquirido conocimientos de carnicero, Niklas Wiegant? ¿Quién se pasa el día en la cocina, tú o yo?
—El cabrito me lo dio el cazador de la corte, el hermano de Sebastian Wilfing.
—¿Y qué? ¿Qué más quieres? ¡Eso demuestra que nuestros criados son unos inútiles! Incluso dejan que se pudra un buen trozo de carne, ¡son unos holgazanes! Pero si de ti dependiera, entonces el día de la Candelaria todos encontrarían un ducado más debajo del plato en vez de ir a parar a la calle, que es lo que se merecen.
—¿Cómo quieres tener buenos criados cuando todos los años despides a la mayoría? Para tener buenos criados, es necesario que confíen en que sus amos los protegerán.
—¿Adónde quieres ir a parar con eso? ¿Insinúas que no soy capaz de dirigir la servidumbre? Gran parte del año estás de viaje y soy yo quien ha de encargarse de todo. ¿Acaso alguna vez te encontraste con algo que no fuera de tu conformidad al regresar? ¿Estaba sucia la casa o la chimenea llena de hollín o el techo tenía goteras? Dime, Niklas Wiegant, ¿fue así?
—¡BASTA! —gritó Agnes.
Sus padres la miraron con los ojos como platos. Niklas Wiegant carraspeó y se ruborizó. Theresia tomó aliento.
—¿A quién crees que tienes delante, jovencita?
Agnes apretó los dientes. Gritarles a sus padres no era precisamente la mejor manera de iniciar la conversación. Pero el grito se había abierto paso incluso antes de que comprendiera lo que bullía en su interior.
—Lo siento —dijo—. Padre, madre, por favor, sentaos junto a mí. He de deciros algo importante.
—Puedo escucharte de pie… —empezó a decir Theresia, pero Niklas se levantó de la mesa y dijo:
—Siéntate, querida mía, escuchemos lo que quiere decirnos.
—Lo único que faltaba: que la jovencita nos invite a tomar asiento, como si aquí mandara ella y no nosotros —dijo Theresia, lanzándole una mirada hostil.
Agnes intentó recordar la táctica que había preparado, pero la había olvidado. Lo único que sentía era un terror ciego.
—¡No puedo casarme con Sebastian Wilfing! —les espetó.
Theresia le lanzó una mirada a su esposo. Niklas se encogió de hombros: eso ya lo había oído.
—Madre… —De pronto Agnes recordó que antes siempre la había agarrado de la mano cuando se trataba de confesar un pecado. «Madre, he sido yo quien ha roto la tapa del tarro de miel, no la hija de la cocinera; madre, ¿no podría volver a acogerlas a ambas? Ellas no han hecho nada». La mano de su madre permanecía insensible, como un trozo de madera, se sometía a las caricias nerviosas de la mano infantil pero sin devolverlas y era tan fría como su respuesta: «No, Agnes, no iré a buscarlas; si el hecho de que otro pague por tu error te hace sentir culpable, piensa que en última instancia tú también pagarás cuando te encuentres ante tu Juez». En retrospectiva, Agnes consideró que no sólo había aferrado la mano de su madre para obtener su respaldo sino también para impedir que durante la confesión se pusiera de pie y se marchara.
»Madre, a que sería bonito tener al obispo como pariente, ¿verdad? Pensad en que vos y padre ocuparíais un lugar de honor en la procesión, y después de la misa, el obispo quizá se detendría junto a vosotros y os bendeciría especialmente, y…
—¿De qué hablas, niña? —la interrumpió Theresia.
—… y padre, ¿acaso no dijisteis que ahora resulta muy difícil hacer negocios? El capellán de la corte podría encargarse de que os convirtierais en uno de los proveedores, y entonces tampoco os veríais obligado a viajar tan lejos…
Agnes comprendió que sus palabras dejaban traslucir que quería casarse con Melchior Khlesl y no con su sobrino, y enmudeció. Quería decir que durante todos esos días y meses que su padre estuvo ausente y su madre la trató con una frialdad aún mayor, Cyprian había estado a su lado. Pero no pudo porque sonaba a recriminación frente a sus progenitores y porque sabía que su madre vería en ello un reproche y reaccionaría de un modo agresivo, mientras que su padre —que también lo interpretaría así— se encogería de hombros sin saber qué hacer. Quería decir que amaba a Cyprian pero comprendió que sería decir demasiado, y también demasiado poco. «Hace que me sienta completa —susurró para sus adentros—, me toma como soy. Ríe conmigo. No supongo una carga para él, sino una alegría». Pero todo eso habría supuesto una recriminación disimulada, así que calló.
—¿Adónde quiere ir a parar, Niklas? —preguntó Theresia.
—Quiere casarse con Cyprian, el segundo hijo del maestro panadero que vive enfrente —dijo Niklas con expresión apesadumbrada.
—Jovencita, si tu padre elige un novio para ti, no tienes por qué proponer otro… —Theresia cerró la boca y entrecerró los ojos.
—Pero madre, vos misma dijisteis que estabais en contra de la boda con…
—¿Con Cyprian KHLESL? —dijo Theresia.
»¿El hijo del hereje?
—Se convirtieron cuando Cyprian aún era un niño…
—¿Antiguos PROTESTANTES?
—Pero madre, ¡su tío es capellán de la corte y obispo de Neustadt! ¡Son conversos!
—¡Los conversos no existen! —chilló Theresia—. ¡Quien ha sido protestante lo es para siempre! ¡No se deja la fe en la que has sido bautizado. Quienes lo hacen, sólo lo hacen para sacar ventaja y no para honrar a Dios!
—Ni siquiera el Papa tiene un punto de vista tan severo, Theresia —dijo Niklas.
La madre de Agnes le lanzó a su marido una mirada centelleante que no dejaba lugar a dudas de que el Papa podría merecer una lección por parte de Theresia Wiegant en cuanto a la solidez de la fe.
—¡Ni hablar! —siseó—. No pienso convertirme en la suegra de un hereje, se haya disfrazado de oveja o no.
—Pero madre…
—Niklas, ¿quieres hacer el favor de hablar y hacer entrar en razón a esta díscola…, a nuestra hija, en vez de explicarme el punto de vista del Santo Padre?
«Mocosa —pensó Agnes—. A esta díscola mocosa, quisiste decir». Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas y algo parecido a un lanzazo ardiente en las entrañas. Miró a su padre con las mejillas bañadas en llanto. Su padre era una figura borrosa, encogida y desgraciada que no tenía rostro.
—No puedo darte mi permiso, Agnes —dijo Niklas Wiegant—. Te casarás con el joven Sebastian Wilfing.
—¡NO! —gritó Agnes.
—Acordamos que anunciaríamos el compromiso en cuanto Sebastian y Sebastian hijo hayan regresado de Portugal…
—¡NO!
—… y que la boda se celebrará el año que viene después de Pascua.
—¡NO! ¡NO! ¡NO! Por favor, padre, escuchadme, ¡no!
—¡DEJA DE GRITAR! —rugió Theresia, poniéndose de pie e inclinándose por encima de la mesa. Agnes se estremeció—. ¡DEJA DE GRITAR EN MI CASA! ¡AQUÍ NO TIENES DERECHO A ALZAR LA VOZ!
Agnes también se puso y de pie y comprobó sorprendida que medía media cabeza más que su madre. Nunca lo había notado. Lo veía todo confuso, excepto las manos de Theresia apoyadas en la mesa. Agnes vio los anillos que llevaba en los dedos, la piel bronceada —porque Theresia también se inmiscuía en las tareas de arrancar las malezas de la huerta, tender la ropa y fregar los peldaños de la entrada—, vio los nudillos engrosados del anular y del meñique, los tendones tensos en el dorso de la mano, las incipientes manchas de la edad. Pero sobre todo vio el temblor que recorría los dedos y sabía que no era la excitación lo que lo provocaba sino el rechazo. Fue la gota que colmó el vaso.
—¿Que no tengo derecho? —gritó—. ¿Porque no soy vuestra hija? ¿Porque sólo soy una mocosa que el señor de la casa trajo de alguna parte y que ha de sentirse agradecida por tener un techo bajo el que cobijarse? ¿Que no puede llamar padre o madre a nadie, porque no tiene ni madre ni padre, y a quien Dios debería haber dejado morir mil veces en vez de los otros niños de este mundo, los niños legítimos a los que Dios les quitó a sus padres?
Theresia le devolvió la mirada, centelleante de ira. Agnes vio que el rostro de su padre se volvía gris —«No lo llames padre», se advirtió a sí misma, «estas personas no son tus padres, tus padres son figuras anónimas que desaparecieron en la oscuridad y a quienes tú y tu destino les importaron una mierda»— y que alzaba la mano para impedir que siguiera hablando. Pero Agnes no se dejó detener. El padre Xavier se había encargado de que el secreto de la casa Wiegant dejara de serlo, aunque nadie lo mencionara durante todas las semanas transcurridas desde su partida. Niklas Wiegant había evitado la mirada de su hija cuando se encontraban y Agnes no había reunido el valor de manifestar lo que ahora ambos sabían. ¿Acaso no lo había silenciado incluso ante Cyprian, que por otra parte conocía todos sus secretos? Llena de repugnancia por sí misma, comprendió que se había ocultado como un animal pequeño y temeroso, como la niña pequeña que se tapa con la manta, cierra los ojos, se cubre los oídos y trata de convencerse de que la tormenta ha pasado.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué me trajisteis aquí, señor Wiegant? ¿Por qué no me dejasteis morir allí donde me encontrasteis? ¿Acaso creísteis que podríais comprar mi alma, señor Wiegant? ¿Alguna vez intentasteis averiguar quiénes eran mis auténticos padres? ¿De dónde vengo, señor Wiegant? ¿Alguna vez investigasteis, alguna vez os preguntasteis si a lo mejor mis padres querían quedarse conmigo y no dejarme en un asilo de expósitos? ¿Tuvisteis en cuenta que le quitaron la hija a una madre y a un padre sólo porque vos no podíais tener hijos? ¿De dónde vengo? ¿Cuál es el origen de la niña que llevasteis a vuestra casa?
—Déjalo, Agnes —dijo Niklas en tono ahogado. Agnes, presa del miedo, notó que estaba llorando—. Deja de llamarme «señor Wiegant», me rompes el corazón.
—¿Y vos, señora Wiegant? Os preguntasteis todos los días de dónde proviene la niña, ¿verdad? ¿Proviene del demonio, señora Wiegant? ¿Acaso vuestro esposo os trajo una maldita mocosa? ¿Os parasteis ante la cuna y pensasteis: «Sólo he de cubrirle la cabeza con un cojín y en un par de instantes se habrá acabado la pesadilla»?
—¡Cállate, Agnes, por amor de Dios, cállate! —sollozó Niklas.
—¡No pienso soportarlo! —dijo Theresia, se volvió, se dirigió a la puerta y pasó junto a Niklas como si fuera un mueble.
—¿Sentisteis que esa niña suponía una ofensa para la voluntad divina? —le gritó Agnes mientras se alejaba—. ¿Considerasteis que su presencia en esta casa, a la que Dios decidió no conceder hijos, era un sacrilegio? ¿Cuántas veces mirasteis a la niña y os preguntasteis: «¿Por qué vives tú, cuando mis propios hijos no pudieron vivir?»? ¿Por qué? ¿Cuál es el motivo?
Theresia se había detenido junto a la puerta. Mantenía la espalda recta, como siempre, y no se giró.
—¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué? —gritó Agnes. La ira y la tristeza le acalambraban el cuerpo, tanto que creyó que el más mínimo movimiento la quebraría en pedazos.
»¿Por qué os preocupáis por mi futuro cuando no dedicasteis ni un instante en averiguar mis orígenes? ¿O acaso sólo soy un sustituto de algo que alguien no puede tener? ¿La hija para Niklas y Theresia Wiegant, que no son fértiles? ¿La mujer de Sebastian Wilfing, que es demasiado feo y demasiado ridículo para conseguir una por su cuenta?
Sabía que era injusta con Sebastian Wilfing hijo, pero le daba igual. Y que sus palabras fueran como sablazos que golpeaban las costillas de Niklas y Theresia también le daba igual. Mantuvo la vista fija en la espalda de su madre y en los ojos de su padre.
—¿Has acabado? —preguntó Theresia con frialdad—. Estoy muy ocupada. —Abandonó la sala sin darse la vuelta y la mirada de Agnes volvió a clavarse en su padre.
—¿Por qué? —preguntó y se echó a llorar una vez más—. ¿Por qué no dejasteis que muriera durante mis primeras semanas de vida?
—Porque te quiero, Agnes —dijo Niklas.
—¡Y yo quiero a Cyprian! —chilló—. ¿Acaso mi amor vale menos que el vuestro?
—El amor es el máximo bien…
—¿Por qué me lo negáis? ¿Por qué me lo niega mi madre desde siempre? ¿Por qué ahora de pronto no permitís que encuentre satisfacción en él? ¡Concededme el amor! ¡Desposadme con Cyprian Khlesl!
El rostro de su padre estaba pálido.
—No —dijo—, no, es imposible. No lo comprendes, Agnes, y Dios quiera que nunca tengas que comprenderlo. Lo que hago es lo mejor para ti. Te casarás con Sebastian Wilfing y olvidarás a la familia Khlesl.
Cuando las lágrimas volvieron a brotar de sus ojos, Niklas se apartó y salió de la sala. Agnes lo miró, muda. Lo que había visto en su mirada hizo que toda su ira se desvaneciera de golpe y el frío se apoderó de su cuerpo como si su corazón hubiera bombeado un chorro de sangre helada. Comprendió que Niklas había decidido casar a su hija con el hijo de su amigo y socio no por un cálculo económico ni por amistad, y también que su negativa a que se casara con Cyprian Khlesl no se debía a la terquedad. Era la certidumbre, total e incomprensible, de que la familia de su mejor amigo supondría la perdición para ella. Lo que impulsaba a Niklas Wiegant era el temor por su mujer, por sí mismo y sobre todo por su hija adoptiva.