26
—¿Qué haríais vos en mi lugar? —preguntó Agnes. Estaba de pie junto a la ventana de su habitación, contemplando la plaza que se desvanecía en la penumbra del ocaso. La jaula colgada por encima de la fuente parecía una confusa figura geométrica apenas iluminada.
Yolanta soltó un bufido. Tras su encuentro ante la tienda de Boaventura Fernandes se había llevado a la joven a casa, por una parte porque era evidente que la conversación no era apta para ser mantenida en público, y por la otra porque Agnes se sentía extrañamente atraída por Yolanta y quería saber más acerca de ella.
Y así era: había oído cosas que jamás quisiera haber oído y que le oprimieron el corazón como una fría y aterradora tenaza.
—En vuestro lugar —dijo Yolanta—, agarraría un cuchillo afilado con cada mano y otro con los dientes, me ocultaría debajo de la cama y le amputaría los dedos a cualquiera que se asomara allí debajo.
—¿Tan grave es? —susurró Agnes.
—Habéis despertado la atención de un monstruo.
—Conozco a ese monstruo. Mi padre cree que es su amigo.
—Vuestro padre se equivoca.
Agnes sacudió la cabeza.
—Antes tenía miedo —dijo, se volvió y contempló a la joven menuda y delicada sentada encima de uno de sus arcones. Cuando ambas estaban una junto a la otra, la cabeza de Yolanta sólo le rozaba la barbilla—. Ahora estoy aterrada.
—Confieso que yo también.
Las dos jóvenes se miraron.
—Me pregunto por qué esta confesión debería tranquilizarme —dijo Agnes.
—No quería tranquilizaros —dijo Yolanta, esbozando una sonrisa—. Quería compartir mi vida con vos.
—¿Os encontráis mejor ahora?
—No mucho.
Ambas siguieron mirándose. Agnes notó que la sonrisa de la otra se reflejaba en su propio rostro.
—Tenéis algo pegado en los cabellos —dijo Yolanta.
Agnes se tocó la cabeza y después se olisqueó la mano.
—Es cúrcuma —dijo, tratando de reprimir una risita—. Puesto que intentan darme caza, al menos dejaré un rastro agradable.
—No ese pestazo a sudor, como los hombres —contestó Yolanta, sonriendo.
—Los hombres son incapaces de hacer lo correcto —dijo Agnes—. Ni siquiera son una presa elegantemente perfumada.
Ambas estallaron en carcajadas y se cubrieron la boca. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no eran lágrimas de risa, y las carcajadas tampoco tenían ninguna relación con la alegría. Por fin se tranquilizaron. Durante un instante, Agnes vio un miedo tan intenso en el rostro de Yolanta —miedo por su hijo, por Andrej y por su amor— que le oprimió el corazón. Sin pensárselo dos veces, le tendió la mano y Yolanta la tomó.
—Me habría encantado conoceros hace un año —susurró.
—No os perdisteis gran cosa.
—¿Por qué todos aquellos con quienes me encontré aquí en vuestra casa me saludaron con tanta amabilidad? —preguntó Yolanta.
—¿Quiénes? ¿Mi padre, su socio Sebastian y mi prometido? Creo que creyeron que erais la modista.
—¿La modista?
—La que coserá el vestido de novia.
—Creí que no queríais casaros con él en ningún caso.
—Sí, pero anoche los convencí de lo contrario, para poder moverme con libertad…, ocuparme de los preparativos de boda, etcétera.
—¿Engañasteis a toda vuestra familia? —dijo Yolanta, volviendo a sonreír.
Agnes asintió con expresión grave, pero después le lanzó una sonrisa picara.
—¡Y me divirtió mucho!
—Si hubiera tenido fuerzas para mentirles a mis padres, ahora estaría con mi hijo.
La sonrisa de Agnes desapareció sin dejar rastro. Olvidar el presente durante unos minutos había sido agradable, pero como de costumbre, la realidad se imponía cuando uno no podía defenderse.
—Me dijisteis lo que haríais en mi lugar. ¿Qué he de hacer yo, Yolanta?
Esta le apretó la mano.
—Lo sabéis. Debéis hacer lo que salve vuestro amor por Cyprian. Da igual todo lo malo que pueda pasar, el amor lo hará soportable. Y aunque lo que pase sea bueno, sin amor no tendrá valor.