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Miller y Roth empezaron a trabajar aquella misma tarde. Miller ya tenía esa sensación de urgencia con respecto a lo que se le presentaba. Killarney había concluido su exposición, había respondido preguntas y luego Lassiter les había recordado que quería resultados. Killarney seguiría la investigación, no interferiría en ella, pero tenían que mantenerle al tanto de sus progresos.

La impresión inicial de Miller —que no tenía ningunas ganas de verse involucrado en un caso largo y de gran calado— había variado, y ahora sentía que quizás era lo mejor que podía pasarle, puesto que ya había empezado a distraer su atención de los acontecimientos recientes.

Las palabras pronunciadas por Killarney aún resonaban en la mente de Miller cuando, acompañado por Roth, salió de comisaría y se dirigió a Columbia Street. Roth llevaba consigo la fotografía de Catherine Sheridan. La imagen, obtenida de su pasaporte y retocada digitalmente para mejorar el contraste y el color, tal como había sugerido Reid, estaba impresa en formato de postal. Miller ya la había visto, y había intentado reconocer en ella a la mujer. Había algo en sus rasgos, algo particular y sorprendente, pero no conseguía distinguir qué era. Daba la impresión de que había tenido una vida tan dramática como su propia muerte.

El día anterior, el sábado 11, había sido el Día del Veterano. Había hecho un frío poco habitual, ya que en Washington siempre solía hacer el mismo sol, y las temperaturas de noviembre raramente bajaban de los diez grados centígrados. Al ser el Día del Veterano, los desfiles y las marchas conmemorativas habían ocupado el centro de atención de la mayoría de los habitantes de la capital; el cementerio de Arlington, los niños a los pies de las enormes estatuas de acero en honor de los estadounidenses caídos en Corea… Un día de recuerdo, de luto, en que adquiría fuerza la inscripción del monumento en memoria de la Segunda Guerra Mundial: «Hoy los cañones callan… De los cielos ya no cae una lluvia de muerte, por los mares solo navega el comercio, los hombres en todo el mundo caminan erguidos a la luz del sol. El mundo entero está tranquilo y en paz». A lo lejos se oía la música de las bandas de viento, las marchas militares desafiando los murmullos y zumbidos del tráfico matinal. La gente, en actitud respetuosa, se volvía en dirección al sonido, recordando lo que significa el Día del Veterano para tanta gente. Un padre perdido, quizás un hijo, un hermano, un vecino, un amor de la infancia. Los paseantes se detenían por un momento, cerraban los ojos, asentían como si rezaran y luego seguían adelante. Los recuerdos quedaban flotando en el fresco ambiente matinal, y al caminar la gente entre ellos era como si sintieran la pena, la nostalgia, la calidez de esas remembranzas. Por un día, Washington se había convertido en una ciudad de recuerdos, una ciudad de olvido.

—Después de la casa, a la biblioteca —dijo Miller, mientras arrancaban y se dirigían hacia Columbia—. Es decir, si la biblioteca está abierta hoy.

Roth no respondió, se limitó a asentir.

Cuando llegaron Roth y Miller, Greg Reid estaba en la cocina de Catherine Sheridan. Sonrió y levantó la mano a modo de saludo. A la luz del día recordaba a William Hurt, con unos rasgos abiertos a la vida, a los demás, quizá fuera de aquellos que dan más de lo que piden.

—¿Así que el caso es vuestro? —preguntó.

—Pues sí —respondió Miller—. ¿Qué pinta tiene?

—La envié al depósito. Hice el análisis preliminar, tomé huellas, fotos, lo típico. Tengo unas cuantas cosas para vosotros —dijo Reid, haciendo un gesto hacia la mesa de la cocina—. Tenéis un carné de la biblioteca, ¿verdad? También hay algo de comida de un deli en la cocina: algo de pan, mantequilla, cosas así. Es pan ecológico, ¿sabéis? Francés. Sin conservantes. Con fecha de elaboración de ayer.

—¿Qué deli? —preguntó Roth.

—La dirección está en el envoltorio.

Miller sacó su cuaderno del bolsillo.

—¿Algún mensaje en el contestador?

—No hay contestador —dijo Reid, negando con la cabeza.

—¿Ordenador?

Reid volvió a negar con la cabeza.

—Ni de sobremesa ni portátil, que yo sepa —dijo con una sonrisa extraña.

—¿Qué? —preguntó Miller.

—Nunca he visto nada parecido a este sitio.

—¿Parecido a qué?

—A esta casa.

—¿Qué quieres decir? —insistió Miller.

—Echa un vistazo alrededor. Está muy limpia. Casi demasiado limpia.

—Es más que probable que el agresor lo limpiara todo —apuntó Roth—. No habrá dejado ni rastro. Es lo que hemos conseguido con todas esas series de forenses, ¿no?

—No me refiero a ese tipo de limpieza —objetó Reid, negando con la cabeza—. Quiero decir que es como si aquí no viviera nadie. Como si fuera un hotel, ¿sabéis? No hay las típicas cosas que deja la gente normal por todas partes. La papelera del baño está limpia. Hay cepillos y cosméticos, pasta de dientes, todas esas cosas, pero es como si hubiera poco de todo.

—¿Cubriste tú los escenarios de los crímenes anteriores? —preguntó Miller.

—Hice el de Patterson, en julio.

—Ann Rayner —apuntó Roth.

—¿Crees que es el mismo tipo? —preguntó Miller.

—Da toda la impresión de que sí. —Reid hizo una pausa—. Ya le dejé una nota al forense para que lo mirara, pero puede que haya algo más… No puedo estar seguro al cien por cien con el examen preliminar.

—¿Y qué es?

—Esta, Catherine Sheridan…, estuvo con alguien ayer.

—¿Estuvo…?

—Parece que mantuvo relaciones sexuales con alguien.

—¿No estás seguro?

—Tan seguro como puedo estar tras un examen superficial. Tenía lubricante con espermicida en la zona vaginal. Nonoxinol-9. Confirmadlo con el forense; él puede hacerle un examen interno.

—Pero ¿no hay indicios de violación?

Reid negó con la cabeza.

—No hay ningún indicio externo que lo sugiera, no.

—¿Y la hora de la muerte está confirmada? —preguntó Roth.

—Lo más que podemos precisar por la temperatura del hígado y la del entorno es entre las cinco menos cuarto y las seis de la tarde de ayer. El forense quizá pueda hacer un cálculo más exacto.

—¿Has comprobado el último número que marcó? —preguntó Roth.

Reid negó con la cabeza.

—He tenido mucho trabajo con la señora; pensé que podríais hacerlo vosotros.

Roth se dirigió al salón. Se puso unos guantes de látex, levantó el auricular y marcó el botón de rellamada.

Miller le oyó intercambiar unas palabras con quienquiera que estuviera al otro lado de la línea, y luego colgó y volvió a la cocina.

—La pizzería —anunció Roth—. Tienen su nombre y su dirección.

—Bueno —concluyó Miller—. Vamos a investigar las casas de los alrededores, la biblioteca, el deli y luego la pizzería. ¿Cuánto tiempo te quedarás por aquí?

Reid se encogió de hombros.

—Aún no he repasado el piso de arriba a fondo. He analizado el cuerpo, se lo he enviado al forense…, me queda toda una planta por cubrir. Tardaré un rato.

—Volveremos más tarde —dijo Miller.

—Necesitaré todo el día —respondió Reid—. Aquí no queda nadie más que yo.

Reid los dejó en la cocina y se volvió a la planta superior. Roth encontró la bolsa del deli: pan francés, un cuarto de kilo de queso brie de Normandía, una pastilla de mantequilla sin sal, todo intacto. El pan tenía fecha del 11, tal como había dicho Reid. Horneado a diario. Sin conservantes. ¡MAÑANA ESTO ESTARÁ DURO COMO UN BATE DE BÉISBOL!, advertía la etiqueta. Miller sonrió al leerlo, Roth también, y entonces Miller recordó cómo habían encontrado a Catherine Sheridan, cómo la habían colocado, el color de su rostro, la extraña rigidez de todo… Una visión así bastaba para borrar cualquier sonrisa. Durante días.

Roth tomó nota de la dirección del deli, y los dos se fueron por la puerta trasera de la cocina y salieron a la acera cruzando el patio.

Miller no podía imaginarse qué debió de pensar Catherine Sheridan. De momento, se conformaba solo con saber dónde había ido aquel sábado por la mañana, y quizá, si pudiera, intuir el motivo. Roth y él recorrieron la calle, arriba y abajo. Hablaron con un puñado de personas que no estaban en casa la noche anterior. Nadie más tenía nada que decir. Ahora tenían claro que la casa a la derecha de la de la víctima estaba vacía. La noche anterior no habrían podido saberlo, pero Roth fue hasta la parte trasera, pegó las manos a la ventana y miró con la cabeza entre ellas. Los muebles estaban tapados con sábanas, en las habitaciones reinaba el silencio y la calma. El vecino de la izquierda seguía sin aparecer. Miller y Roth cogieron el coche y se dirigieron hacia la biblioteca Carnegie.


—No solemos abrir los domingos —les dijo la bibliotecaria. Se llamaba Julia Gibb, y tenía aspecto de bibliotecaria; también hablaba como una bibliotecaria, muy bajito. Los miró por encima de unas gafas de media montura—. Hoy hemos abierto porque ayer fue el Día del Veterano. Ayer solo abrimos hasta las doce, y hoy abriremos otra vez hasta las doce para compensarlo.

Dudó por un momento, pero luego añadió:

—Es por la señorita Sheridan, ¿verdad? —Metió la mano bajo el mostrador y sacó un ejemplar del Post—. No sé qué decir. Es algo terrible, terrible…

Miller hizo las preguntas; Roth tomó notas. Julia Gibb no conocía a Catherine Sheridan, no más que a cualquier otro cliente. No había observado nada fuera de lo común en su conducta, salvo que había devuelto libros, pero no había retirado ninguno.

—No dejo de pensar si le dije algo —les confesó Julia Gibb—. ¿Ayer? Ayer no creo que le dijera ni una palabra.

—¿Qué libros devolvió? —preguntó Miller.

—Tomé nota de los títulos. Sé que no es nada importante, pero al ver que estuvo aquí ayer, imaginé que alguien querría saberlo —dijo, y puso una hoja de papel sobre el mostrador.

Roth la cogió y echó un vistazo a los títulos: Of Mice and Men y East of Eden, de Steinbeck, Beasts, de Joyce Carol Oates y un par más que no reconoció.

—¿Y a qué hora se fue?

—Bastante pronto…, quizás a las diez y cuarto, algo así. Sé que no hacía mucho que habíamos abierto.

—¿La vio marcharse?

—Bueno, yo estaba con otro cliente, y oí la puerta. Levanté la vista y no vi quién era, pero supuse que sería la señorita Sheridan, porque cuando el cliente al que estaba atendiendo se fue, vi que me había quedado sola.

Miller asintió y miró a Roth. Roth meneó la cabeza; no tenía más preguntas.

—Por hoy hemos acabado —dijo Miller—. Gracias por su ayuda, señorita Gibb.

—De nada —dijo ella—. Qué tragedia, ¿no? Que una cosa tan terrible le pueda pasar a una mujer así…

—Sí que lo es —respondió Miller con naturalidad, y luego volvió a mirar el papel en el que había escrito los títulos antes de guardárselo en el bolsillo del abrigo.

Mientras se alejaban de la biblioteca en el coche, Miller se dio cuenta del efecto que creaban aquellos breves instantes. Hacían que recordara a la gente. Catherine Sheridan era una persona; en algún lugar previo a su muerte había una vida. Igual que la de Julia Gibb. La gente normal observa cómo van destruyéndose las vidas de los demás a su alrededor. Explosiones de humanidad. Momentos de horror. Nadie los entendía, y en muchos casos nadie se molestaba en comprenderlos siquiera. Ahora, en su bolsillo, tenía una lista de los libros que había leído más recientemente. ¿Habría elegido otros de haber sabido que aquellos iban a ser los últimos que leería? Era un pensamiento curioso, pero a la luz de lo sucedido, era un apunte más que demostraba la fragilidad y la incertidumbre de la vida.

Lo mismo ocurrió cuando llegaron al deli en el cruce de L Street y la Décima. El dueño se llamaba Lewis Roarke y tenía un rastro irlandés en el acento, en aquella oscura melena y aquellos ojos azul claro. No recordaba a Catherine Sheridan, pese a que Roth le enseñó la fotografía mejorada. Iba muy liado. Era pronto. No paraba de entrar gente que quería mortadela, chorizo, salami italiano, surtidos de quesos para ir de pícnic o hacerse bocadillos. Padres con hijos, abuelos a remolque. ¿Algún piercing en la nariz, o una mecha azul? Algo así lo habría recordado, pero… ¿una señora normal? Sonrió, negó con la cabeza y se disculpó, pese a no tener nada por lo que disculparse.

Roarke cogió la tarjeta que Miller le pasó por encima del mostrador, esperó a que Miller y Roth estuvieran en la calle y la tiró a la papelera. Si no recordaba nada entonces, ¿cómo iba a hacerlo al día siguiente? Tenía clientes delante. «Sí, ¿en qué le puedo ayudar?».

Miller y Roth se sentaron en el coche, unos metros más allá.

—Así que va a la biblioteca —dijo Roth—. Devuelve sus libros pero no saca ninguno. Va al deli, y supuestamente todo eso lo hace a pie. Compra pan, mantequilla, queso, pero luego no vuelve a casa hasta las cuatro y media.

—Porque fue a algún sitio y se acostó con alguien —dijo Miller sin inmutarse.

—Quizás, o quizá no. ¿Quieres ver al forense o ir al sitio de las pizzas?

—El sitio de las pizzas —dijo Miller—. Quiero hablar con todos los que tuvieron contacto con ella.

Roth puso en marcha el motor.

—Lo cierto es que —añadió Miller—, si no hubiera pedido la pizza, a lo mejor ni siquiera sabríamos que estaba muerta.