50
—Alan Quinn —dijo Jim Feshbach—. Entraron en su casa, lo mataron y salieron corriendo, justo antes de la Navidad de 1998. —Tenía en la mano la hoja de papel con las iniciales y las fechas—. Solo hemos encontrado unos cuantos… Aquí hay una chica de veintiséis años, Jacqueline Price. Le dispararon en la cabeza con una veintidós en Archbold Park. A media tarde. Ninguna pista… Nunca detuvieron a nadie.
—Ejecuciones —señaló Miller sin levantar la voz.
—¿Qué?
—Ejecuciones, eso es lo que eran…, todas y cada una de ellas.
Feshbach parecía desconcertado.
—No lo entiendo…
—Yo tampoco —admitió Miller—. No habrá denominadores comunes entre ellos, al menos aparentemente… Pero si profundizamos un poco, os puedo garantizar que alguien los habrá buscado en el sistema de empleados públicos en algún momento…
—Hemos encontrado a tu yonqui negro, el informador —dijo Vince Littman.
—¿Darryl? —preguntó Roth.
—Ese mismo. Darryl King… 7 de octubre de 2001. Muerto en plena redada antidroga con vuestro amigo el sargento McCullough supuestamente cubriéndole la espalda. ¿Qué narices hacía llevándose a un tipo cualquiera a una redada antidroga…?
—No era un tío de la calle —dijo Miller—. Ninguno de ellos lo era.
—¿Y quiénes eran? —inquirió Littman—. ¿Decíais algo de protección de testigos, quizá?
Miller sonrió con sorna. Era casi una ironía.
—¿Protección de testigos? Supongo que sí, que sería protección de testigos…, o más bien eliminación de testigos.
—¿Crees que sabían algo? —preguntó Roth—. ¿Qué podían saber? Quiero decir… Maldita sea, todos tenían trabajos diferentes… Estás hablando de asesinatos que se remontan a nueve o diez años atrás…
—Más, diría yo. Y no creo que estos sean todos… Creo que son solo los que Robey empezó a registrar cuando se dio cuenta de lo que estaba sucediendo.
—Me he perdido —confesó Roth—. ¿Cuándo se dio cuenta de lo que estaba sucediendo?
—Aún no lo sé, pero todo esto lo ha hecho para involucrarnos. Es algo que supongo que intentaría gestionar él solo… —Miller meneó la cabeza. Echó el cuerpo hacia delante, apoyó los codos sobre las rodillas y juntó las palmas de las manos—. Aún no lo entiendo —dijo en voz baja—. Aún no entiendo de qué va todo esto. Él sabe que están matando a gente. Mantiene un registro de los asesinatos. ¿Cómo sabe qué asesinatos están relacionados, y cuáles no, cuáles son obra de atracadores u otros delincuentes? ¿Cómo lo sabe? Porque tiene registros, o porque tiene acceso a los registros. Estudia los periódicos, encuentra informaciones de muertes: asesinatos, matanzas, homicidios sin explicación, posibles accidentes… Cruza los datos de algún modo. Tiene ordenadores en su piso, dos o tres. Tiene una radio con acceso a la banda de la policía. Sabe lo que se está haciendo; sabe lo que está buscando.
Miller se volvió hacia Roth.
—¿Cuándo empezó a trabajar en el Mount Vernon?
Roth buscó el dosier y lo hojeó.
—Mayo de 1998.
—¿Y la primera fecha que tenemos cuál es?
—Doce de mayo de 1998.
—Lo cual me hace pensar que es él quien comete los asesinatos —dijo Feshbach—. Llega a Washington y empieza a morir gente. Tiene sentido, ¿no?
—Tiene sentido, pero no creo que sea el caso —respondió Miller.
—De modo que lo del Asesino de la Cinta… ¿Dónde nos deja eso? —preguntó Riehl.
—Yo estoy pensando en más de un asesino —dijo Roth.
—Sabía lo de la lavanda —señaló Miller.
—¿Qué?
—Robey. Sabía lo de la lavanda…
—¿Cómo cojones podía saber eso…? Ni siquiera salió en los periódicos.
—Entonces, Robey debe de ser uno de ellos —insistió Riehl—. Debe de haber matado a esa gente, si sabía lo de la lavanda. Y probablemente matara también a Oliver.
Miller se puso en pie.
—No lo veo claro —dijo, caminando adelante y atrás por el despacho—. Sabe lo que sucede, pero no creo que sea él…
—O está en el ajo, o ha accedido a registros policiales confidenciales y ha encontrado detalles que no se habían hecho públicos.
Sonó el teléfono del despacho. Feshbach lo descolgó.
—Sí —contestó, y le pasó el auricular a Roth—. Lassiter.
Roth cogió el teléfono, escuchó un momento, asintió y colgó.
—Al despacho de Lassiter —le indicó a Miller.
Miller y Roth subieron al despacho del capitán.
—Sentaos —dijo Lassiter, cuando Miller y Roth entraron.
Parecía que al capitán le hubieran dado una paliza. La ayudante del fiscal Cohen, en cambio, seguía teniendo buen aspecto. Era una mujer dura; aguantaba bien toda aquella mierda. Miller la respetaba mucho.
—Tenemos una situación jodidísima —expuso Lassiter—. Parece que hemos creado nuestro propio Frankenstein… —Esbozó una sonrisa fatigada—. Hace un cuarto de hora he recibido una llamada de una tal Carol Inchman, de la Bancroft Care Home…
—La residencia donde está Bill Young —observó Miller.
—Exacto —respondió Lassiter—. Me ha dicho que Bill le ha pedido que nos diga que la fotografía de John Robey que hemos difundido no es correcta…
—Que era McCullough, ¿no? —dijo Roth.
Lassiter se recostó en su silla.
—Tengo una idea vaga de lo que puede ser esto… —señaló. Miró a Nanci Cohen como buscando su aprobación, pero no encontró nada—. ¿Quieres contárselo tú o lo hago yo?
—Tenemos un comunicado —anunció la ayudante del fiscal.
—¿Un comunicado? —se extrañó Miller.
Ella asintió.
—Un comunicado.
—¿De quién?
—Del Departamento de Justicia. Ya sabéis cómo funciona la cosa, ¿no?
—¿El qué?
—La línea de mando en este tipo de asuntos.
—¿Qué quiere decir?
—Tenemos al presidente, que está en lo más alto de la cadena alimenticia. Luego hay tres cuerpos por debajo. El legislativo, el ejecutivo y el judicial. Cabría pensar que el Departamento de Justicia queda por debajo del judicial, pero depende de la rama ejecutiva del gobierno.
—Y la CIA también está en esa misma rama, ¿no? —preguntó Roth.
Cohen asintió.
—La CIA, el FBI, el Departamento de Estado, el Consejo de Seguridad Nacional…, todos ellos. El Departamento de Justicia es el Tribunal Supremo y el resto de tribunales… y en última instancia la gente ante la que respondo yo como letrada, como ayudante del fiscal del distrito.
—De modo que tenemos un comunicado del Departamento de Justicia. ¿Y…?
—Y no han perdido el tiempo en confirmar que… —Nanci Cohen hizo una pausa mientras Frank Lassiter le pasaba una hoja de papel—. Aquí —dijo—. Esta es la transcripción exacta de la llamada telefónica que hemos recibido unos quince minutos después del comunicado de Frank. —Se aclaró la garganta—: «El Departamento de Justicia querría manifestar que actualmente no hay indicios claros de que John Robey trabajara en ningún momento en ninguna dependencia oficial de ningún organismo del gobierno de Estados Unidos, y que no existen registros de ningún tipo de que se haya iniciado ningún procedimiento criminal en su contra. No obstante, teniendo en cuenta la naturaleza de la investigación de alto nivel que se está llevando a cabo actualmente, y que ha sido asesinado un agente del Departamento de Policía de Washington, el secretario del Departamento de Justicia ha decidido que esta investigación pase a la jurisdicción del FBI…».
Miller se levantó de un salto.
—¿Qué? ¿Qué cojones…?
—¡Siéntate! —le espetó Lassiter.
Miller se dejó caer en la silla, con los ojos desorbitados y boquiabierto.
—«… del FBI, y que todas las acciones policiales en marcha se coordinen a través de este cuerpo. Se reconoce el gran esfuerzo y el compromiso que han demostrado los agentes que se han ocupado de la investigación hasta el momento, pero a partir de ahora quedan relevados del caso, a la espera de que su capitán les asigne otro nuevo».
Nanci Cohen miró a Miller y luego a Roth.
Miller estaba pasmado. No sentía las piernas. Tenía la respiración acelerada. Notó que parpadeaba frenéticamente, que se retorcía las manos, una contra la otra, de forma involuntaria.
—Yo no… —quiso decir, pero luego se volvió y miró a Roth.
Roth estaba cabizbajo y con los ojos cerrados. Parecía que le acabaran de comunicar la muerte de sus hijos.
Nanci Cohen se puso en pie y se acercó a la ventana.
—Killarney viene de camino —dijo sin inflexiones en la voz.
—¿Killarney? —se extrañó Miller.
—James Killarney…, el que vino después del asesinato de Sheridan.
—Ya sé quién es… ¿Y viene hacia aquí?
—Ya está de camino —precisó Lassiter—. Llegará antes de la medianoche. Traerá a su equipo. Van a llevárselo todo…, cada dosier, cada archivo, cada hoja de papel. El piso de Robey ya ha sido precintado. Ahora está bajo jurisdicción federal.
—Esto no está bien —dijo Miller—. No puede ser. No pueden hacerlo… Por Dios, ¿cómo puede siquiera ocurrírseles hacer algo así?
—Porque son quienes son —respondió Nanci Cohen. Tenía un cigarrillo en la mano y se lo llevó a la boca. Cogió un encendedor, y por un momento la mitad de su rostro quedó a la sombra—. Se han encargado de examinar los informes que le íbamos enviando a Killarney. Todo lo que nosotros sabíamos, les llegaba a ellos en pocas horas.
—No tenían ninguna intención de dejarnos llegar al final, ¿verdad? —preguntó Miller—. Por Dios, ¿quién narices es ese tal Robey? —Negó con la cabeza—. No me lo digáis. Ya sé quién es.
—Han querido dejar claro que no trabaja para ninguna agencia ni departamento gubernamental —dijo Roth.
—Y el caso es que con eso respondían a una pregunta que nunca les hemos hecho —observó Cohen.
—Lo cual solo puede querer decir una cosa…
—Que está en el gobierno —concluyó Miller—. Pero ¿dónde? ¿En el FBI? ¿La CIA? ¿En Seguridad Nacional? ¿En el Departamento de Justicia?
Lassiter se puso en pie.
—Esta conversación no está teniendo lugar —dijo en voz baja.
Miller se lo quedó mirando; vio a Frank Lassiter como no creía haberlo visto nunca. Un hombre asustado. Un hombre aterrorizado.
—Esta conversación no se está produciendo en este despacho —repitió—. Ahora nos vamos a casa… La ayudante del fiscal Cohen y yo nos vamos cada uno a su casa, y vosotros os quedaréis a esperar al agente federal James Killarney y a los suyos. Les facilitaréis todo lo que tengáis sobre el caso y dejaréis que se lo lleven. No les ocultaréis nada, y aceptaréis el hecho de que este caso ya no es una investigación activa del departamento de policía. Ahora es una investigación federal, y vamos a dejar que ellos se ocupen del tema. Cuando se hayan ido, podéis marcharos a casa. Pasad el fin de semana con vuestras familias o amigos… —Lassiter hizo una pausa, respiró hondo y luego se volvió a sentar. Se agarró a los brazos de su butaca, con los nudillos tan blancos como su cara—. El lunes volveremos al trabajo y empezaremos con casos nuevos…
—¡Todo esto no son más que paparruchas! —le interrumpió Miller con decisión y autoridad—. No me puedo creer que vaya a dejarles que nos hagan esto.
—¿Dejarles que nos hagan esto? —respondió Lassiter con un tono igual de alto—. ¿Dejarles que nos hagan esto? ¿De qué cojones estás hablando? ¿Tienes la más mínima idea de a quién nos enfrentamos? Es el gobierno federal, Miller. Eso es lo que tenemos delante. El gobierno del estado y de la nación me está diciendo que un caso que estoy investigando pasa a uno de sus departamentos y… ¡Por Dios bendito! ¿Tú crees que tienes alguna autoridad sobre lo que está sucediendo? ¿Crees que la tengo yo? ¿Qué es lo que quieres que diga? ¿Quieres que les llame otra vez? ¡Oh, claro! ¿Cómo no se me había ocurrido? Solo tengo que hacer una llamadita al jefe de personal del Departamento de Justicia y decirle que se vaya a la mierda. Joder…, por Dios y por todos los santos…
—¡Ya basta! —espetó Nanci Cohen—. Si quisiera oír una discusión de este nivel me habría ido a los barrios bajos. ¿No veis lo que está pasando? Vosotros tendréis que seguir trabajando juntos el lunes por la mañana. Este asunto os lo está quitando de las manos la mayor autoridad del país, y ellos pueden hacer lo que les venga en gana. Aquí nadie puede hacer nada. Tú —dijo, señalando a Miller—, tú tienes que hacer lo que él te diga porque es tu capitán. Y tú —añadió, dirigiéndose a Lassiter— tienes que entender la frustración que experimentan estos hombres. Eres el único con el que se pueden cabrear ahora mismo, así que deja que se cabreen. No es culpa de nadie, por Dios. Nos hemos hecho cargo de este asunto y nos hemos metido en la mierda hasta el cuello… Muy bien, ya me habéis hecho usar vuestro lenguaje. —Recogió su maletín, su bolso, su PDA y el móvil que tenía sobre el escritorio de Lassiter—. Me voy a casa. Os sugiero que vosotros también lo hagáis.
Lassiter se puso en pie. La acompañó hasta la puerta, la abrió y se quedó mirando cómo se iba. Cerró la puerta y volvió a su escritorio.
—Tiene razón. Acabamos con esto, y nos vamos a casa. El lunes ya hablaremos de ello…, o no. Joder, no lo sé. Ya no tengo la mente clara —dijo Lassiter.
Miró a Miller, luego a Roth, y en sus ojos había algo que los desafiaba no solo a comprender lo que estaba sucediendo, sino también a comprender lo incómodo de su posición.
—El lunes —dijo Miller.
—Sí, el lunes —respondió Lassiter—. Los dos lo habéis hecho bien. Habéis llegado en este asunto hasta donde se podía llegar.
—Hemos llegado hasta donde nos han dejado…
Lassiter levantó la mano.
—El caso ha acabado, y también las discusiones sobre el tema.
—No nos jugamos la vida con ello, ¿no? —insistió Miller—. Quiero decir que si siguiéramos con esto, ¿podrían encontrar algún motivo para…?
Lassiter se le acercó y le agarró el brazo.
—Robert, te lo diré una vez, y luego no volveré…
—Ya lo he pillado —dijo Miller—. Está clarísimo.
—Pues baja. Espera a Killarney. Sé educado. O mejor aún, no le digas ni una palabra…, solo lo necesario, nada más. Déjales que se lleven lo que quieran, ¿vale? Dame tu palabra de que lo harás.
Miller bajó la cabeza, miró a Roth y luego otra vez a Lassiter.
—Tiene mi palabra.
—Bien —señaló Lassiter—. No tengo ninguna crítica a vuestro trabajo. Id a casa, pasad el fin de semana con vuestra familia. Pasad página, ¿vale?
Lassiter abrió la puerta y se quedó mirando mientras Roth y Miller recorrían el pasillo hasta la escalera.
Cuando los perdió de vista cerró la puerta suavemente, volvió a su mesa y se sentó. Se sentía más cansado y más viejo que nunca.
Cuando James Killarney y sus seis agentes del FBI se fueron de la comisaría del Distrito Dos de Washington en sus furgones con todo lo que Miller y Roth poseían sobre el caso del Asesino de la Cinta eran ya pasadas las dos de la mañana. Dejaron tras de sí un despacho vacío, una habitación que tenía aspecto de no haber sido ocupada nunca. Lo único que quedaban eran papeleras, ceniceros y cuadernos en blanco.
El fin de semana ya había empezado, y ni Miller ni Roth habían tenido un día de fiesta desde el 11 de noviembre.
—¿Quieres venir el domingo a cenar a casa? —le preguntó Roth a Miller, ya en el exterior del edificio.
La noche era fría, el cielo estaba claro y Miller podía ver su propio aliento flotando en el aire.
Negó con la cabeza.
—Voy a dormir —dijo—. Voy a dormir hasta el lunes por la mañana y luego decidiré si aún quiero este trabajo.
Roth sonrió comprensivo.
—Aún querrás este trabajo.
—¿Qué es lo que te hace estar tan seguro?
—Lo llevas en la sangre, amigo mío… Llevas esta mierda en la sangre.
Una hora más tarde Robert Miller estaba en su apartamento, junto a la ventana que daba a Church Street. Se quedó allí de pie, en silencio. Apenas oía el ruido de su propia respiración. Entonces sacó lentamente un papel doblado que llevaba en el bolsillo. Se volvió, de espaldas a la ventana, y se acercó a la mesita que había frente al sofá. Desdobló el papel, lo alisó presionándolo contra la mesa y se quedó mirando las interminables filas de letras y números que Riehl, Littman y Feshbach habían transcrito de los libros de Catherine Sheridan.
Era lo único que le quedaba del caso. Una única hoja de papel con una representación críptica de una treintena de ejecuciones. Porque eso eran, estaba seguro. Ejecuciones. El motivo no lo sabía. Ni estaba seguro de si John Robey —o Michael McCullough, o cualquier otro de los muchos nombres que imaginaba que habría usado aquel hombre— era responsable de ellas. En cualquier caso, el motivo era lo importante, la causa de que aquella… de que aquella pesadilla empezara, de que se hiciera pública y de que ahora se la hubieran quitado de las manos sin dejarle opinar ni decidir al respecto. A las tres y cuarto de la mañana, Miller se quitó la ropa y la dejó caer en el suelo de su dormitorio. Se tendió en la cama y se tapó. En unos minutos ya estaba dormido. No soñó: no tenía ni la energía necesaria ni las ganas.